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Análisis
Raros años veinte

Vuelve la austeridad, nos guste o no

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La guerra de Ucrania ha conseguido muchas cosas, como la unidad de acción en la Unión Europea ante una agresión militar con unos precedentes que, aunque lejanos en el tiempo (o quizá debido a ello), producen miedo. Pero hay propósitos que se han quedado por el camino, y uno de ellos es la aspiración legítima de que los ciudadanos del continente -también los de España, también los de Canarias- sean tratados como adultos capaces de entender y asumir las consecuencias de las decisiones ya tomadas y las que vendrán. Los mensajes desde el poder y la oposición relativos al consumo de hidrocarburos son la prueba palmaria de que en estos tiempos decir la verdad a los votantes supone tanto como perder cualquier opción de éxito en las elecciones por venir.

Pero por mucho que nos pongamos estupendos, la realidad es tozuda y nos enseña que la respuesta a la inflación desbocada en el sector energético no se resuelve con medidas que el en mejor de los casos alivian de un modo precario los sinsabores de esta espiral de precios al alza. Es que, peor aún, muchas de las decisiones adoptadas o sugeridas caminan justo en la dirección opuesta a la que marca el interés general de la sociedad y la razón de Estado de los países miembros de la UE. La bajada de impuestos al combustible es una de estas decisiones disparatadas que, sin embargo, sigue gozando de buena reputación.

No hay que estar en contra de las bajadas de impuestos por principio. Sí hay que estar en contra de las bajadas de impuestos estúpidas. El planeta afronta una crisis de precios de los combustibles originada en la escasez de oferta derivada de la pandemia, que ha estrangulado las líneas de aprovisionamiento en este y otros ámbitos de la economía. La demanda, por el contrario, vuelve a registros anteriores a la Covid-19, por la recuperación de la industria, del turismo y de los hábitos de consumo para quienes mantuvieron su nivel de ingresos durante los dos largos años de encierro, retorno y parón. La sucesión de medidas de gasto público adoptadas en todo el planeta han alimentado esta demanda global de bienes y servicios vinculados al consumo voraz de los hidrocarburos. Así que tenemos un producto escaso y una demanda potente, y la consecuencia evidente de esta ecuación es el incremento de los precios. Y dicho esto, que lo entiende cualquiera, ¿qué resultado tendría una rebaja de los impuestos al carburante en España? Pues su consecuencia resulta obvia: más inflación provocada por el estímulo de la demanda provocado por esa rebaja fiscal. Por tanto, no hablamos de una medida ineficaz, sino contraproducente. La ortodoxia económica es ferozmente sincera en este aspecto, por mucho que nos pueda irritar esa desagradable idea de mirar a los ojos de la dura realidad.

Hay una palabra que tenemos que ir sacando del baúl de argumentos inservibles por su mal uso durante años: austeridad. Durante la última década, la izquierda política ha abominado del vocablo, al asociarlo a las curas de caballo derivadas de la Gran Recesión. Los lectores lo recordarán perfectamente, porque recuerdan los años del “austericidio” que cargó sobre la economía productiva los excesos pretéritos de la economía financiera. Y desde entonces, apelar a la austeridad supone tanto como mencionar al Maligno.

El problema es que la austeridad no es eso. La austeridad no es lo opuesto a la inversión pública selectiva e inteligente. La austeridad es lo opuesto al despilfarro, como nos dejó escrito ese sabio de la socialdemocracia y la Historia del Viejo Continente, Tony Judt, en el primer capítulo de ese testimonio imprescindible, El refugio de la memoria. La austeridad, para otro viejo referente de la izquierda europea, el líder comunista italiano Enrico Berlinguer, significaba lo siguiente: “La austeridad es el medio de impugnar por la raíz y sentar las bases para la superación de un sistema que ha entrado en una crisis estructural y de fondo, no coyuntural, y cuyas características distintivas son el derroche y el desaprovechamiento, la exaltación de los particularismos y de los individualismos más exacerbados, del consumismo más desenfrenado. Austeridad significa rigor, eficiencia, seriedad y también justicia, es decir, lo contrario de lo que hemos conocido y sufrido hasta ahora y que nos ha conducido a la gravísima crisis cuyos daños hace años”. Estas palabras son del año 1977, cuando Europa se recuperaba de una crisis de precios del petróleo con bastantes puntos en común con los acontecimientos de estas semanas. Pero parecen actuales, aplicables al presente. Porque sí, la austeridad significa eficiencia, es decir, ahorro, no estímulos irresponsables al consumo, que pregonan igualdad pero en realidad caminan en la dirección opuesta. Valga un ejemplo: el subsidio al carburante en España le costará 500 millones de euros al Gobierno central, en tres meses de aplicación. El 10% más rico del país recibirá el 25% de estos recursos públicos, porque la ayuda de 20 céntimos ayuda más a quienes más hidrocarburos consumen. ¿Es una medida justa?

Puestos a buscar palabras que nos sirvan de referencia, y que signifiquen cosas de verdad -la manipulación del lenguaje, esto ya lo dejó escrito George Orwell, es una de las mayores amenazas para una democracia-, podemos tomar como referencia un ejemplo cercano resumido en un vocablo singular: Setsuden. Así es definida la reacción de la sociedad japonesa para promover el ahorro energético en 2011 tras el accidente nuclear de Fukushima, un evento sistémico para el país del Sol Naciente, del mismo modo que para Europa lo es hoy la guerra de Ucrania y su derivada, la necesidad de dejar atrás lo antes posible la dependencia del petróleo y el gas procedentes de la envalentonada Rusia. Es urgente que los gobiernos europeos, todos los gobiernos, desde Laponia a El Hierro, hagan suyo este mensaje de austeridad bien entendida en defensa de nuestra capacidad económica y el sostenimiento de la democracia liberal tal y como la hemos entendido y disfrutado a un bajo coste hasta el momento.

Hay herramientas, en todos los sectores económicos, para promover la eficiencia sin producir un daño severo en el crecimiento a la salida de la pandemia. Estudios recientes, desde los hechos públicos por la Universidad de Bonn hasta los del reputado académico Kenneth Rogoff, apuntan a un deterioro más leve de lo pregonado por algunas industrias intensivas en el consumo de gas natural. Eso sí, tenemos que hacerlo todos, no podemos caer en el error pueril de considerar que esto es cosa de los alemanes. Porque esos alemanes son los que llenarán nuestros hoteles si finalmente la UE es capaz de lidiar con esta crisis que no es solo de precios, sino también de escasez. Bajar impuestos supone tanto como alimentar nuestra propia espiral de precios hasta producir una profecía autocumplida: más inflación, más cabreo y más pensamiento mágico en manos de los populistas sin escrúpulos de todo signo ideológico. Vuelve la austeridad, nos guste o no, y ojalá que vuelva ahora, cuando toca.

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