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La descomposición de Coalición Canaria

Carlos Sosa

Las Palmas de Gran Canaria —

No son 26 ni son 30. Son 41 años, todos los que hemos vivido tras el advenimiento de la democracia, los que llevan mandando o influyendo en los alrededores del poder en el Archipiélago los dirigentes que confluyeron después en Coalición Canaria. Manuel Hermoso, Luis Mardones, José Miguel Galván Bello… todos aquellos que crearon, junto con un grupo de alcaldes de la isla, la Agrupación Tinerfeña de Independientes (ATI) provenían del franquismo y se subieron a la ola de la Unión de Centro Democrático (UCD) en su primer gesto de transformismo político con el principal objetivo de preservar su poder. La segunda transformación vino poco después, cuando mutaron en Agrupaciones Independientes de Canarias (AIC), un club de partidos insularistas que, tras pasar por la factoría de inventos de José Carlos Mauricio (exsecretario general del Partido Comunista de Canarias) se reconvirtió en el partido que hoy conocemos y que estos días vive sus más aciagos momentos.

Coalición Canaria nació oficialmente con una trampa el día que prosperó en el Parlamento una moción de censura que formuló contra el presidente del Gobierno, Jerónimo Saavedra, el que era su vicepresidente, Manuel Hermoso. Los once partidos del más variado pelaje que sumaban justo 31 diputados en la Cámara regional habían decidido unir sus siglas, sus más dispares ideologías y su pasado en un solo propósito, el poder. Y comoquiera que estuvieron a punto de faltarles dos diputados para sacar adelante la censura (los conejeros Honorio García Bravo y Antonio Cabrera), los mandaron a buscar a Madrid con dos matones para que el comienzo fuera así de violento y mafioso.

Atendiendo a esos orígenes es fácil entender lo que ocurrió este miércoles en el pleno del Cabildo de Tenerife, donde los herederos de los franquistas fundadores de ATI se desempeñaron como mejor saben hacer: llevando la legalidad al límite -incluso rebasándolo- con tal de mantenerse en el poder aunque tan solo fuera por unos días más. El que debía presidir la mesa de edad y prestarse a tal despropósito, el periodista José Manuel Pitti, decidió ponerse malo y no comparecer, pero la que le sustituyó, Juana María Reyes, no tuvo el menor inconveniente en desplegar todo el catálogo de indecencias de la casa, incluido el de poner en entredicho los dictámenes jurídicos del secretario de la Corporación.

Reyes, que no puede alegar precisamente desconocimiento de las leyes ni de los derechos fundamentales porque ha sido en dos ocasiones directora del Servicio Canario de la Salud durante el régimen, desempeñó el encargo a la perfección. Se trataba de que el pleno de la moción de censura quedara suspendido el tiempo suficiente para que fuera efectiva la expulsión de los dos consejeros de Ciudadanos, expedientados precisamente por apoyar esa iniciativa en contra de los designios nacionales. En aplicación de la ley Spínola, una vez expulsados esos consejeros habrían de ser recluidos en el grupo de los no adscritos, lo que reduciría sus derechos como representantes populares al de meros observadores porque no podrían ocupar cargos de gobierno ni percibir por tanto retribuciones.

Pero la excusa escogida, la supuesta incompatibilidad de un consejero de Podemos, no fue admitida por el secretario de la Corporación, que en su momento ya había validado todas las declaraciones de bienes y de intereses de los integrantes del pleno, lo que no tenía ya marcha atrás.

Muy al estilo de lo que los más avezados maestros de la organización ya hicieron en fortines como el Ayuntamiento de La Laguna, la señora Reyes quiso estirar tal motivo de suspensión hasta que alguien debió soplarle al oído que la comisión del delito de prevaricación junto con el de vulneración de derechos fundamentales podía costarle un disgusto.

Esa voz sabia debió haberle recordado igualmente que de momento hay abiertas dos causas penales en los juzgados de La Laguna: uno por el caso Grúas y el otro por el caso Reparos, precisamente por contravenir el criterio del interventor municipal y hacer exactamente lo que a los exalcaldes Fernando Clavijo y José Alberto Díaz les salió de sus cachivaches.

Estas trapisondas no hacen otra cosa que acelerar la descomposición de Coalición Canaria porque muestran ante la ciudadanía de qué pasta están hechos sus dirigentes. Desde que todo empezó a cambiar en las plazas que creyeron suyas para siempre -específicamente en Tenerife, que es donde les duele- han tenido el atrevimiento de acusar a sus ejecutores de hacer tan solo una parte de lo que ellos han venido haciendo desde hace cuatro décadas: lo contrario de lo prometido a su electorado, pactar con quien más garantías de poder les ha ofrecido y, por supuesto, romper todo tipo de pacto y de acuerdo faltando reiteradamente a su palabra.

Los que pueden huyen ahora despavoridos de la bancada de la oposición, la que nunca han calentado. Uno, el alcalde de Santa Cruz de Tenerife, José Manuel Bermúdez, al Senado por la vía parlamentaria; el otro, Carlos Alonso, desde este miércoles expresidente del Cabildo, a su puesto de funcionario destacado en Bruselas. Cualquier cosa antes de tener que someterse a los exigentes rigores y los bajos salarios con los que ellos mismos y su partido castigaron a los que durante estas cuatro décadas han aguantado en la oposición.

Mientras, los que siguen de momento agarrados como pueden a la teta, tratan de mostrarse héroes hasta el final. Como hizo hace unos días el gestor de la cuenta de Televisión Canaria en Twitter, a propósito del primer pinchazo de Pedro Sánchez en la sesión parlamentaria de investidura.

Un desafortunado tuit que luego fue retirado con las necesarias disculpas pero que muestra muy a las claras el modo de ejercer el poder que ha venido mostrando sin recato Coalición Canaria y las personas que ha estado colocando en lugares estratégicos para hacer que ese régimen se perpetuara.

El negocio se derrumba de manera dramática y hasta parece lógica la resistencia. Los sucesores deberán ser mejores que ellos, dignificar y respetar a la oposición, enderezar el rumbo de las instituciones y ponerlas al servicio de la ciudadanía, y sobre todo, levantar las alfombras que sean necesarias para evitar que lo ocurrido estos últimos cuarenta años vuelva a repetirse.

No son 26 ni son 30. Son 41 años, todos los que hemos vivido tras el advenimiento de la democracia, los que llevan mandando o influyendo en los alrededores del poder en el Archipiélago los dirigentes que confluyeron después en Coalición Canaria. Manuel Hermoso, Luis Mardones, José Miguel Galván Bello… todos aquellos que crearon, junto con un grupo de alcaldes de la isla, la Agrupación Tinerfeña de Independientes (ATI) provenían del franquismo y se subieron a la ola de la Unión de Centro Democrático (UCD) en su primer gesto de transformismo político con el principal objetivo de preservar su poder. La segunda transformación vino poco después, cuando mutaron en Agrupaciones Independientes de Canarias (AIC), un club de partidos insularistas que, tras pasar por la factoría de inventos de José Carlos Mauricio (exsecretario general del Partido Comunista de Canarias) se reconvirtió en el partido que hoy conocemos y que estos días vive sus más aciagos momentos.

Coalición Canaria nació oficialmente con una trampa el día que prosperó en el Parlamento una moción de censura que formuló contra el presidente del Gobierno, Jerónimo Saavedra, el que era su vicepresidente, Manuel Hermoso. Los once partidos del más variado pelaje que sumaban justo 31 diputados en la Cámara regional habían decidido unir sus siglas, sus más dispares ideologías y su pasado en un solo propósito, el poder. Y comoquiera que estuvieron a punto de faltarles dos diputados para sacar adelante la censura (los conejeros Honorio García Bravo y Antonio Cabrera), los mandaron a buscar a Madrid con dos matones para que el comienzo fuera así de violento y mafioso.