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Diario de campaña: La decencia

A menudo me gusta acordarme de borracheras de amanecida con un viejo amigo, el mejor periodista de tribunales a este lado del Misisipi, cuando abrazado a su prodigiosa memoria cantaba todas las canciones del mundo o recitaba con precisión milimétrica pasajes de enormes genios de la literatura como Gabriel García Márquez. El viejo amigo clavaba emocionado como nadie en aquellas madrugadas de billar y periodismo los primeros pasajes de El amor y otros demonios: “Un perro cenizo con un lucero en la frente irrumpió en los vericuetos del mercado el primer domingo de diciembre, revolcó mesas de fritanga, desbarató tenderetes de indios y toldos de lotería, y de paso mordió a cuatro personas que se le atravesaron en el camino. Tres eran esclavos negros. La otra fue Sierva María de Todos los Ángeles, hija única del marqués de Casalduero, que había ido con una sirvienta mulata a comprar una ristra de cascabeles para la fiesta de sus doce años”. Luego seguía el hallazgo de la tumba de Sierva María de todos los Ángeles en el antiguo convento de Santa Clara, concretamente “en la tercera hornacina del altar mayor, del lado del Evangelio”, y cómo su lápida la hicieron saltar en pedazos unos obreros que no se esperaban encontrar unos restos con una cabellera que, extendida en el suelo, medía veintidós metros con once centímetros. Al reportero García Márquez su redactor jefe le había enviado a hacer un reportaje sobre la demolición del convento, en cuyo solar se iba a edificar un hotel de cinco estrellas. Conocía la leyenda de “una marquesita de doce años cuya cabellera le arrastraba como una cola de novia, que había muerto del mal de rabia por el mordisco de un perro y era venerada en los pueblos del Caribe por sus muchos milagros. La idea de que esa tumba pudiera ser la suya fue mi noticia de aquel día”.

Un perro cenizo en el juzgado de guardia

Un perro cenizo con un lucero en la frente irrumpió un día de diciembre en el juzgado de guardia revolcando mesas de fritanga, desbaratando tenderetes de indios y toldos de lotería, mordiendo a justiciables y funcionarios en busca de quién había sido el ingrato que había filtrado a la prensa la providencia de la jueza en excedencia Victoria Rosell que destrozaba por completo la cacería decretada contra ella desde la Fiscalía Provincial de Las Palmas, jaleada por el ministro de Industria, Energía y Turismo del Gobierno de España, y amplificada desde el mismo juzgado por el juez que la sustituyó interinamente hasta enero. No encontró al culpable y descargó su ira contra el secretario judicial, que explicaba como podía que el pen drive estaba en un sobre cerrado porque si lo dejaba abierto podía caerse al suelo y perderse entre la marabunta del mercado. Alguien había puesto en un informe solicitado por la fiscal de Delitos Económicos que la candidata de Podemos no había trasladado a las partes el contenido del famoso pen drive y su aportación a una causa abierta contra un poderoso empresario cuyas diferencias presuntamente delictivas con Hacienda y con la Seguridad Social eran investigadas en el mismo juzgado. Unos obreros picareta en mano rompieron una pared de la Ciudad de la Justicia y tras ella encontraron, para sorpresa de todos, una larga cabellera de veintidós metros con once centímetros que, en forma de yedra, atrapaba de los pies a la cabeza a todos los que creyeron que las Justicia era solo suya. La idea de que esa tumba pudiera ser la suya fue mi noticia de aquel día.

Cosas de la decencia

La decencia, ay, la decencia. Al Partido Popular le ha llegado al alma, por lo que dicen sus dirigentes, que el candidato del PSOE a la presidencia del Gobierno haya aludido a esa virtud para afearle a Mariano Rajoy, en el cara a cara de este lunes, precisamente su indecencia. Porque, efectivamente, ha sido una indecencia continuada que el presidente del Gobierno haya resistido amarrado por mil cabos al palo mayor del poder frente a todos los casos de corrupción protagonizados por su partido y por su cúpula ante escándalos tan sonados como los pagos en sobres B, el cobro de comisiones a empresas, la trama Gürtel, Púnica, Bárcenas, etcétera. Resultó patético contemplar a un Rajoy ofendido por que se le reprochara no haber dimitido cuando fue descubierto en un mensaje de móvil dando ánimos a Bárcenas y asegurándole que hacía lo que podía por su causa. Uno de esos dirigentes populares ofendidos ha sido, cómo no, José Manuel Soria, que declaró este martes desde Telde que “descalificar siempre descalifica a quien ha descalificado”, lo que dejamos anotado para la posteridad. En ocasiones resulta muy difícil explicar a los lectores mis críticas casi permanentes al señor ministro de Industria. Algunos consideran que están originadas por lo que llaman “obsesión”, cuando en realidad se trata de oportunidades inevitables directamente ocasionadas por la cantidad de ocasiones en las que se pone a tiro. Este domingo, en Salvados, el candidato del PP por Las Palmas dejó muy claro cuál es su grado de sensibilidad hacia la gente que peor lo está pasando por esta crisis económica y por los agravamientos a su situación que ha provocado el Gobierno de Mariano Rajoy. A Soria le importan exactamente una higa las personas que sufren pobreza energética, que no pueden pagar el suministro de luz por las brutales subidas que ha experimentado la factura eléctrica con las que poder agradar a las compañías del sector. Todo lo reduce a una cuestión numérica, y cuando la estadística le lleva la contraria, a una razón directamente relacionada con el desempleo. Nunca con su funesta gestión ni con el desprecio que él y el Gobierno han mostrado hacia las personas más vulnerables. Les recomendamos la visión de los breves minutos de vídeo que les ofrecemos.

A menudo me gusta acordarme de borracheras de amanecida con un viejo amigo, el mejor periodista de tribunales a este lado del Misisipi, cuando abrazado a su prodigiosa memoria cantaba todas las canciones del mundo o recitaba con precisión milimétrica pasajes de enormes genios de la literatura como Gabriel García Márquez. El viejo amigo clavaba emocionado como nadie en aquellas madrugadas de billar y periodismo los primeros pasajes de El amor y otros demonios: “Un perro cenizo con un lucero en la frente irrumpió en los vericuetos del mercado el primer domingo de diciembre, revolcó mesas de fritanga, desbarató tenderetes de indios y toldos de lotería, y de paso mordió a cuatro personas que se le atravesaron en el camino. Tres eran esclavos negros. La otra fue Sierva María de Todos los Ángeles, hija única del marqués de Casalduero, que había ido con una sirvienta mulata a comprar una ristra de cascabeles para la fiesta de sus doce años”. Luego seguía el hallazgo de la tumba de Sierva María de todos los Ángeles en el antiguo convento de Santa Clara, concretamente “en la tercera hornacina del altar mayor, del lado del Evangelio”, y cómo su lápida la hicieron saltar en pedazos unos obreros que no se esperaban encontrar unos restos con una cabellera que, extendida en el suelo, medía veintidós metros con once centímetros. Al reportero García Márquez su redactor jefe le había enviado a hacer un reportaje sobre la demolición del convento, en cuyo solar se iba a edificar un hotel de cinco estrellas. Conocía la leyenda de “una marquesita de doce años cuya cabellera le arrastraba como una cola de novia, que había muerto del mal de rabia por el mordisco de un perro y era venerada en los pueblos del Caribe por sus muchos milagros. La idea de que esa tumba pudiera ser la suya fue mi noticia de aquel día”.

Un perro cenizo en el juzgado de guardia