ANÁLISIS Raros años veinte

La excepción canaria en el plan de ahorro energético

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La comunidad autónoma de Canarias es una de las que aún no ha remitido al Gobierno central su propuesta sobre el ahorro energético solicitado por este y de aplicación a partir del próximo otoño, ante la perspectiva de una situación energética global que asoma como un desafío estratégico para toda la Unión Europea. No es una buena noticia que las Islas vayan a la cola en la definición de tales objetivos y los medios para obtenerlos. Ojalá la espera valga la pena, pero hasta el momento la Consejería de Transición Ecológica del Ejecutivo canario solo ha anunciado la aprobación de ayudas para la adaptación de comercios a los nuevos requisitos sobre límites de climatización fijados por el departamento homólogo del Gobierno central, una medida valiosa para los eventuales beneficiarios pero insuficiente como estrategia para auspiciar el ahorro energético sin afectar al crecimiento económico, que ese es en realidad el reto pendiente.

En este asunto, está más que demostrado que la vicepresidenta Teresa Ribera marca la pauta y las comunidades autónomas básicamente se limitan a arrastrar los pies, en un nuevo ejemplo de ese ejercicio de doble personalidad tan propio de nuestro sistema autonómico. Los presidentes regionales españoles son fieros defensores del autogobierno cuando se habla de repartos financieros, presupuestos, medidas de gasto y transferencia de competencias (en este caso, unas más que otras, la verdad). Cuando toca asumir cierta corresponsabilidad en la aplicación de medidas difíciles o impopulares, el entusiasmo descentralizador decae de un modo notorio y las conferencias sectoriales son un escenario propicio para el escaqueo previo y la crítica posterior. En el caso de Canarias, gozamos de la ventaja de nuestra singularidad geográfica, que en ciertas circunstancias funciona como una ventaja comparativa. Básicamente, porque el recurso más sencillo al que puede recurrir el Gobierno canario -cualquier Gobierno canario, de cualquier signo político- es recurrir a la regla de la excepcionalidad. Basta con pedir que no se aplique tal y cual medida por resultar incompatible con nuestra condición insular, tan diferente a la realidad del territorio continental común. Y es que somos buenísimos utilizando este argumento para casi cualquier cuestión, hay que admitir que hemos convertido esta estrategia en un arte sofisticado.

En el caso de la política energética, hay un argumento muy poderoso que ha sido puesto encima de la mesa desde el primer momento: en Canarias no utilizamos el gas natural, ni para abastecer a la industria ni para generar electricidad, y el plan de ahorro promovido por el Gobierno central tiene que ver sobre todo con el ahorro de gas, no porque España pueda sufrir problemas de suministro en el próximo invierno, sino porque el rol que asume nuestro país en esta especie de guerra mundial energética es el de suministrador de excedentes al resto de socios europeos, amparados como estamos por un suministro diversificado -EEUU, Argelia, Catar, etcétera- y por una capacidad de regasificación sin parangón en el continente. Pero nada de esto tiene que ver con Canarias, que no ha llegado a iniciar las obras de las plantas de regasificación que un día ya bastante lejano fueron programadas para abastecer a las centrales de ciclo combinado en Gran Canaria y Tenerife. Es harto improbable que vayan a ser construidas alguna vez, aunque sus promotores en las Islas mantienen el empeño, sobre todo en Tenerife, con escasas posibilidades de éxito por la condición aislada de nuestro sistema energético. De las Islas no sale ningún gasoducto que pueda abastecer a Europa, que es la ventaja comparativa de la que sí disfruta la Península y lo que ha puesto en valor a las plantas regasificadoras ahora en funcionamiento.

De modo que, si no tenemos gas del que abastecernos, la primera mirada a este asunto nos llevaría a una simple conclusión: no tenemos que ajustarnos a este plan de ahorro, porque no tiene nada que ver con Canarias. De entrada suena lógico. Pero es una reflexión conformista que nos conduce a un marco mental al que las Islas han llegado a acostumbrarse: la percepción de que las normas aplicables para otros no lo son para nosotros, porque “somos diferentes”. En este caso, lo sería para darnos el lujo de no hacer nada (una vez más, se podría añadir), lo que en política energética es tanto como hacer las cosas peor, cosa que por cierto tampoco sería la primera vez que ocurriese. La alternativa es tomar el camino opuesto y definir que la excepción canaria al plan de ahorro pasa por desbrozar nuestra propia senda hacia la eficiencia energética. No es una tarea fácil, pero igual precisamente por eso vale la pena ponernos a trabajar en ella.

Una de las virtudes en la labor del Ejecutivo central en lo tocante a la política energética aplicable en la Unión Europea es precisamente su capacidad, que se puede atribuir sobre todo a Pedro Sánchez y Teresa Ribera, para tener ideas y exponerlas. La llamada excepción ibérica, el tope en el precio del gas a efectos de su impacto en el cómputo de la tarifa eléctrica, no es ni mucho menos una panacea, pero ha servido para tener ahora mismo en España unos precios de la luz más bajos que los de nuestros homólogos del Viejo Continente. Estos precios han subido y están en registros máximos, de acuerdo, pero serían un 18% más elevados sin la introducción de dicha medida, ridiculizada primero en nuestro propio país, admitida a regañadientes por el Consejo Europeo y en la actualidad una de las ideas de referencia a la hora de diseñar la reforma del mercado eléctrico que la UE necesita con urgencia. El Gobierno español tuvo, pues, la capacidad para producir una idea, pelearla y finalmente conseguir su aplicación.

Hay una cosa que tenemos que asumir para no dejarnos engañar por el utopismo. El ahorro energético en nuestro país, y eso incluye a Canarias, puede resultar muy dañino para la economía nacional a corto plazo. Esto es así porque en España la curva del crecimiento económico va pareja a la de la intensidad en el consumo energético. Así lo acredita un formidable informe elaborado por los economistas de Fedea Luis Puch, Antonia Díaz y Gustavo Marrero, este último profesor de la Universidad de La Laguna. Este trabajo académico revela que en España los crecimientos en el PIB per cápita de los ciudadanos van parejos a un incremento similar en sus emisiones de CO2. Por decirlo claro, España no sabe crecer económicamente sin consumir más energía fósil (la que ahora escasea y está carísima) y elevar por tanto sus emisiones de gases de efecto invernadero. Esto es lo que dichos economistas llaman “intensidad energética”, a la que consideran la antítesis de la “eficiencia energética”, una senda en la que sí ha avanzado de un modo notorio la tan criticada Alemania, que hace años que ha comenzado a revertir este paralelismo mortal, hasta el punto de reducir sus emisiones per cápita sin dañar el crecimiento de una economía industrializada.

Por cierto, tampoco es la primera vez que los alemanes lo hacen; en los años setenta del siglo pasado, sometidos por la dureza de la crisis del petróleo y sus precios disparados, los sucesivos gobiernos germanos lograron reducir el consumo de hidrocarburos un 30% con medidas de ahorro y eficiencia no muy alejadas de las que ahora están comenzando a implantarse. Como demuestran los hechos una y otra vez, la Historia no se repite, pero rima. Esto es importante reseñarlo para dejar claro que el incentivo al consumo es una pésima idea cuando hablamos de energía fósil, por mucho que algunos ciudadanos puedan pagar facturas abultadas y consideren las restricciones en ciernes como un ataque a su “libertad”. Libertad para fastidiar a todos: al medio ambiente, al país y a sus conciudadanos, debe ser. De modo que aquí ya podríamos tener un objetivo plausible para ese aún ignoto plan de ahorro energético a presentar por el Ejecutivo canario: pobreza energética no, despilfarro tampoco. Austeridad sí, porque austeridad es eficiencia, como dejó escrito el mismísimo Enrico Berlinguer, que como es sabido no era precisamente un tiburón del capitalismo.

Con menos urgencias que otros, pero con idéntica ambición y, muy importante, con ideas propias -¿qué es el autogobierno sino la expresión de las propias convicciones y propuestas-, los canarios estamos en condiciones de emular a los estudiantes checos de la Revolución de Terciopelo, en 1989, cuando propiciaron el camino de su país hacia la democracia, justo lo mismo que ahora ambiciona Ucrania y Putin trata de frenar con el chantaje energético. Aquellos jóvenes se echaron a la calle y asumieron riesgos bajo la siguiente leyenda: “¿Quién, si no lo hacemos nosotros?; ¿y cuándo, si no es ahora”. Sin el dramatismo de aquellos tiempos, pero con desafíos similares en el horizonte, quizá Canarias puede formular preguntas similares y arremangarse para encontrar respuestas propias. Lo cual sería, por añadir un último argumento, toda una lección de europeísmo bien entendido como lo que es y debe ser: una calle de doble dirección o, lo que es lo mismo, una comunidad de derechos y deberes asumidos por todos.