El árbol que se agachó para besar el suelo

El bosque es un lugar mítico. Aparece de manera icónica en cada historia que escuchamos, leemos o vemos desde que somos niños. El bosque da miedo, transforma, decora; es el lugar en que la naturaleza transforma y se transforma. Adentrarse en parajes como el sabinar de El Hierro es enfrentarse al viento, a la inquietud del contraste entre el páramo y la foresta, incluso al mar, que aparece al fondo, bajo los acantilados en los que el océano convierte la tierra en isla.

El Hierro ha convertido la naturaleza en su enseña. Los símbolos de la isla, Reserva de la Biosfera, son la laurisilva, el mágico Garoé y la sabina que los alisios han modelado, retorciendo su tronco de forma caprichosa como si el propósito de Eolo fuese agasajar el suelo con un beso. Adentrarse por el casi aljiar que rodea ese símbolo, ahora recluído entre cuerdas para evitar que los visitantes se acerquen y desgasten su supervivencia, es convertirse en testigo de una sucesión de árboles asemejados a raíces que dan pie a preguntarse si convendría visitar el lugar de noche. La primera imagen que se viene a la cabeza es la que dibuja el cineasta Tim Burton en sus escenografías góticas.

Pasear el sabinar de El Hierro implica, como casi todo en la isla, el placer de conducir por senderos hechos para caminar o para recorrer subidos a lomos de un caballo, por ejemplo. Es solo uno de los puntos que no es posible perderse dentro del tour recomendable que lleva a dar una vuelta completa a sus 270 kilómetros cuadrados. Para alcanzarlo es necesario atravesar las rampas mecánicas que sirven de entrada a La Dehesa, donde los animales campan a sus anchas y, hasta hace poco, era necesario bajar del vehículo para abrir y cerrar las verjas que impiden que salgan.

Da igual cuál fue el punto de partida, pero para continuar la ruta, una recomendación: regresar por el balneario de Sabinosa, donde se puede repostar antes de volver a Frontera. Pero es solo una opción, y El Hierro está lleno de ellas.