La doble pérdida de Robert, un relato del dolor que siente toda una isla ante un cruel volcán

Toni Ferrera

Los Llanos de Aridane —
4 de diciembre de 2021 22:52 h

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Cuando comenzó la erupción en La Palma, Robert Nazco, hijo de la isla, empezó a sobrevolar por las coladas de lava los drones que administra dentro de su productora audiovisual. Lo hacía con distintos fines: a veces para informar al Cabildo insular de cómo evoluciona el recorrido del material incandescente, otras para comunicar a vecinos si su casa seguía en pie o no, también para enviar los vídeos a los medios de comunicación.

Entre tanto ajetreo, Robert sacaba cada día un hueco para llevar su dron al sur del cono principal del volcán, donde no ha habido tanta destrucción y se encuentra el cementerio de Las Manchas, un camposanto de mil metros cuadrados que alberga los restos de 3.160 difuntos, más de 5.000 nichos y el único crematorio de toda la ínsula. Allí se posaban sus ojos, que bajaban un poco para situarse a escasos metros de la tumba de sus padres. Y él respiraba. La lápida seguía intacta, el río de lava no había llegado. Así avanzaron los dos primeros meses de actividad volcánica. Pero todo cambió el 25 de noviembre de 2021.

Ese día, un nuevo centro de emisión nació en la casa de Amanda (por muy inverosímil que parezca), en el barrio de Las Manchas. La lava fluyó unas horas, como si fuera agua, acabando con nuevas edificaciones y fincas y tierra virgen que no había tocado hasta ahora. Tras superar la montaña Cogote, llegó al cementerio, donde ya se detuvo después de haber afectado grandes proporciones de terreno del mismo. El golpe emocional para La Palma fue (y sigue siendo) muy duro.

El 1 de noviembre, el Día de Todos los Santos, el Ayuntamiento de Los Llanos de Aridane instaló un mural en la plaza central de la localidad, El rincón de la memoria, para que todas aquellas personas que tuvieran a sus seres queridos en ese camposanto pudieran recordarlas dignamente. Los residentes de esta isla, muy arraigados a lo suyo, a su pasado, a lo que les han ido dejando sus padres y abuelos, llevan dos años con trabas extraordinarias para llenar de flores las losas de sus ancestros: primero la COVID y luego un volcán. Por eso el dolor se siente aún más, porque ni ha habido despedida ni tampoco la oportunidad para ello.

Robert perdió a sus padres muy pronto. A su padre con dos años, del que solo guarda tres recuerdos y no es consciente ni de su ausencia ni de cuándo se fue. Y a su madre con 29. “Cuando ella murió, yo estaba viviendo en Tenerife (…) y enfermó de cáncer. Tenía pensado venirme [a La Palma] el tiempo que ella estuviese mala y luego se recuperase, esa era mi idea. Pero la realidad fue otra, fue que el cáncer se la llevó”, lamenta. Desde muy pequeño, la relación de Robert con el cementerio de Las Manchas, denominado Nuestra Señora de Los Ángeles, ha sido muy cercana. Cuenta que al principio iba con su madre y su abuela una vez al mes para ver a su padre. Ahora solía hacer lo mismo “cada dos, tres semanas”, solo o con su mujer y su hija, para ver a la pareja que le dio la vida, enterrada en la misma tumba.

“Es como sentir que puedes estar con ellos ese rato. Te aferras un poco al sentimiento de que esa persona puede seguir ahí y se torna en un vínculo muy importante”, justifica. Su relato de angustia por saber si la lava iba a afectar o no el punto de descanso de sus padres difuntos no es único. Tras el estallido de la crisis volcánica hay quienes pidieron sacar a sus familiares de allí ante el miedo de que ocurriera lo que finalmente, este cruel volcán, ha querido que pasara. Para muchos, ha sido más doloroso este suceso que la pérdida de su vivienda. Ha significado un doble duelo, la segunda vez que lloran a sus muertos.

“Lloré como si se hubiesen ido otra vez. Pero cuando van pasando los días, te das cuenta de que ellos realmente no están ahí, lo que está ahí es el recuerdo al que nosotros nos intentamos aferrar”, se dice a sí mismo Robert, que usa este argumento para sentenciar que “daría el cementerio entero por salvar una sola vivienda”. “Es el sitio donde están los restos de nuestros familiares, pero pierde más quien se ha quedado sin su hogar, su casa, sus recuerdos…”, agrega.

El camposanto de Nuestra Señora de Los Ángeles tiene una historia peculiar. Los trabajos para su construcción se iniciaron en los años 30 del siglo pasado, cuando existía un enorme vacío en el Valle de Aridane para darle sepultura a los cadáveres. El lugar escogido fue el barrio de Las Manchas, que pertenece a dos municipios: “de una calle para arriba está en El Paso. Y de una calle para abajo está en Los Llanos de Aridane”, describe el párroco de la Iglesia de Tajuya, Domingo Guerra.

Unos años más tarde de que se pusiera la primera piedra, el volcán de San Juan, en 1949, entró en erupción muy cerca de donde lo hizo el actual (todos, siempre, en la zona de Cumbre Vieja), al que aún no le han puesto nombre. La colada de lava de entonces se quedó próxima al cementerio, a unos 300 metros, pero no llegó a tocarla. Tampoco a la ermita de San Nicolás de Bari. De ahí que se nombre al San Juan como el volcán “caballero”, porque respetó ambos emplazamientos cuando todo apuntaba que iba a arrasarlos.

El cementerio de Las Manchas fue mancomunado en un primer momento. Sin embargo, a finales de la década de los 70, Los Llanos de Aridane “tenía un gravísimo problema para enterrar a sus vecinos”, explicó a la televisión canaria María Victoria Hernández, cronista oficial del municipio. “Tanto es así, que en 1963 comenzaron las obras de un cementerio que costó cerca de 40 millones de pesetas, en la montaña de picón de Las Rozas. Nunca se llegó a enterrar. Entonces, la corporación nueva comienza a hacer la ampliación del de Las Manchas”, ahora regentado solo por el municipio de Los Llanos, el de mayor población de La Palma (poco más de 20.000 habitantes), aunque se permite que residentes de El Paso entierren a sus familiares allí.

Con tanta historia detrás, el daño que está causando la lava es “ese dolor que compartimos todos, porque absolutamente todas las personas que viven en el Valle de Aridane tienen a alguien ahí”, subraya Robert. “Es como algunas personas describían: perder a alguien por segunda vez. Es un segundo duelo que puede durar menos. Pero, al fin y al cabo, duele”.

Asegura que el día en que se supo la peor de las noticias, la televisión en ciertas residencias se apagó para que quienes estuvieran allí no vieran cómo un manto de rocas calientes avanzaba por el cementerio, cumpliéndose la pesadilla. “No había necesidad de que las personas mayores sufriesen con eso”. Robert pone el ejemplo de su abuela. “Ella tiene 95 años y está bien de salud. Tiene una plantación de aguacates y todavía va. Pero es una mujer que ha sufrido mucho… Como la gente de esa generación, y más concretamente en la isla de La Palma, que ha sido pobre siempre. Sufrió la hambruna, la inmigración masiva, ha vivido del campo a duras penas… No queremos que siga sufriendo. Le decimos que [el cementerio] está ahí, que a lo mejor se pueden recuperar las cosas”.

Al igual que se lo comunica a su abuela, Robert también intenta convencerse a sí mismo de que podrá recuperar los restos de sus padres. La edificación del cementerio donde se hallan las tumbas permanece en pie. Eso es lo que le invita a soñar. “Viendo las fotos y los vuelos que hemos podido hacer por la zona, pienso que, dentro de lo malo, el edificio en sí ha resistido. Intento mantenerme optimista y pensar en que tal vez, de alguna forma, se podría recuperar la zona”. El miedo está en que un nuevo flujo de lava termine por acabar con ambas cosas: la esperanza de Robert y lo que queda del cementerio de Las Manchas. “Este volcán ha sido un poco cruel con la isla. Se está ensañando con ella. Vimos el ejemplo de Todoque, que no sé si estuvo dos o tres semanas donde aquello [la colada] no avanzaba, nos confiamos y de pronto lanzó una nueva que arrasó como si nada. Yo espero que eso no pase”.