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‘Detrás de los cristales, llueve y llueve’ o la venganza de Filomena

Santa Cruz de La Palma —

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No creo necesario insistir en la evidencia —subrayada ya desde antaño— de esa doble naturaleza con la que a menudo suele presentarse un mismo hecho (su cara y su cruz), según quien lo contemple. Tras varios años de «pertinaz sequía», el temporal Filomena ha venido a dibujar un nuevo horizonte (aún no despejado ni del todo soleado), dejando tras de sí algunos desastres (algunos de ellos, solucionables). Y después de varios inviernos, uno tras otro, más cercanos a la sensación del verano que al más o menos duro solsticio de diciembre (con sus características bajas temperaturas, nevadas, lluvia, viento…), las cabañuelas calculadas por Mauro Fernández Felipe parecen haberse cumplido, por más que los científicos meteorólogos sigan empeñados en negar los aciertos de la experiencia de la observación de nuestros antiguos, que miran un par de lunas y apenas dos o tres fechas del calendario y, casi por arte de magia, adivinan el futuro que nos espera.

La misma realidad, las lluvias acompañadas de ventoleras, caídas-llegadas del cielo (de nuevo, la ambivalencia semántica), nos coloca como espectadores y nos invita a posicionarnos a favor o en contra o —como los más sabios y prudentes, según Aristóteles— a mantenernos en un justo medio (en cualquier caso, un término mediano —‘partido’ también cabría decir— susceptible, ¡cómo no!, de ser analizado negativamente cuando es indicio de no querer uno «mojarse» —acaso, nunca mejor dicho—). Mi tío Lucas Correa Hernández (Valle Gran Rey, 1936), hijo de la guerra civil, ha proclamado en un audio, remitido por su hija, mi doble prima hermana Maite Correa Hernández —a través de la mensajería telefónica del moderno ¿Qué hay de nuevo? (whatsapp) a la charla (chat) familiar— su manera de ver este ciclo de lluvias, al que ha saludado festiva y poéticamente con una redondilla sacada a buena hora de su particular baúl de los recuerdos de infancia gomera:

«¡Qué bonito es ver llover

si el campo lo necesita:

hasta las flores marchitas

vuelven a reverdecer!»

No estará de más traer algunos episodios históricos en los que los temporales de lluvia han arrastrado cuanto han encontrado a su paso, sin respetar casas, animales…, puestos sin ton ni son cerca de los cauces de los barrancos. Es curioso que, por más que la experiencia nos haya enseñado y la memoria oral y escrita haya tratado de advertir y aun de combatir este vicio, con obstinada amnesia nos hemos mantenido en nuestros trece olvidando que cualquiera tiempo pasado fue…

Acaso uno de los capítulos dramáticos mejor conocidos por la historiografía (gracias su inclusión en las nunca bien ponderadas Noticias para la historia de La Palma por nuestro alcalde Juan B. Lorenzo Rodríguez [Santa Cruz de La Palma, 1841-1908]) sea el de la muerte de José Martín Martín, marido de María de las Nieves de Justa Capote, padres del presbítero artista José Joaquín Martín de Justa (Santa Cruz de La Palma, 1784-1842), a quien sus contemporáneos alabaron por introducir el lenguaje neoclasicista en la arquitectura y en la retablística de La Palma a principios del siglo XIX (autor de varios inmuebles aún hoy en pie, de varios retablos de la iglesia de El Salvador, del diseño de la capilla del Cementerio Municipal…), muchas de cuyas obras fueron concensuadas con su íntimo amigo el padre Díaz. Así, con motivo del «terrible huracán y de viento y agua» sucedido el 9 de octubre de 1783, José Martín se había subido en una pared de la finca conocida como de El Marquito (desaparecida para siempre tras el desastre urbanístico operado en la década de 1980 en este sector, hoy irreconocible) y, «víctima de su imprudencia», el agua del barranco se entró por El Velachero y «arrastró por él por la calle de los Molinos hasta el mar, en donde fue hallado su cadáver, que pudo identificarse por una botonadura de oro que tenía en los puños de la camisa».

Más amable y bastante mejor recibida fue la nevada, calificada de «extraordinaria», de la que dio cuenta el cronista local Andrés de Valcárcel y Lugo (Santa Cruz de La Palma, 1607-1683) en su manuscrito Cosas notables. El 27 de diciembre de 1627 «llovió en esta isla un aguacero grande con el cual cayó tanta cantidad de nieve, que se hicieron y congelaron torales tan grandes como pipas». La nevada llegó a niveles hasta entones nunca vistos, de manera que incluso en la costa, en la antigua finca de El Tejar del barrio del Cabo (emplazada en el sector septentrional de la ciudad, pasada la portada norte), el hielo fue compactado en forma de bloques o torales. Aunque desconozcamos el destino de las placas y su durabilidad antes de derretirse, es bastante probable que siguieran los usos habituales en la época: desde el medicinal hasta el gastronómico (igual que hoy, en la elaboración de heladas de sabores con jugos y trozos de fruta y/o especias).

Pero, sin duda, para capítulos singularmente trágicos, acaso ninguno como el alegato del presbítero Isidoro Arteaga de la Guerra (Santa Cruz de La Palma, 1670-1741), llamado como testigo en la Información practicada ante Pedro de Sotomayor Topete, Alcalde Mayor interino de La Palma, a petición del capitán de infantería Luis José de Vandevalle y Cervellón, regidor perpetuo y procurador general de la isla, para representar a Su Majestad los graves males que padece la isla y solicitar su remedio (1724). Arteaga nos legó uno de los relatos más contundentes sobre las consecuencias de un temporal de lluvia, viento y mala mar de cuantos han acaecido en Santa Cruz de La Palma. «De dos años a esta parte» —explica el clérigo y poeta— «han sobrevenido» «las lluvias con tal ímpetu y violencia, que en sus avenidas casi ha parecido diluvio, por cuya causa han corrido de tal forma los barrancos, que se han llevado a muchas personas sus casas, viñas, tierras y ganado, con mucho estrago, y de suerte han sido sus ruinas, que en lo más llano de la tiara de la tierra han corrido al mar arrasando las tierras de sembrados y arrancando árboles, dejando en muchas partes que no se pensara cóncavos y barrancos, que ha parecido castigo».

Las crecidas de los cauces de Santa Catalina (hoy, de Las Nieves) y de Los Dolores fueron de manera que «jamás se ha visto que fue tal su ruina», pues «entrándose por la calle del Tanque [hoy, Rodríguez López], se anegaron muchas casas, llegándose hasta el Castillo de Santa Catalina, que es la principal fuerza y defensa que tiene esta isla, la cual ha dejado en evidente peligro, pues habiendo desvariado sus cimientos, de continuar, la derribará o arrancará». El temporal obligó a hacer tocar a alarma la campana de Santa Catalina, siguiendo la de la parroquia y, después de ésta, sonaron los tambores, «cuyo pavor y miedo obligó a muchos de los vecinos» a «dejar sus casas y mudarse a lo más alto de esta ciudad». La avenida «se llevó un puente y desbarató las antiguas defensas […] y otros reparos que estaban hechos».

La dramática situación se cebó también con el puerto: «Como también sabe [este testigo], por haberlo visto, que el mar se ensoberbeció con tal extremo, que deshizo y desbarató un muelle de cantería y argamasa […] apreciable que estaba en el puerto de esta ciudad, la cual obra costó grandes cantidades, así por lo excesivo como por ser la parte más hundida por donde se cargan y descargan todas las mercancías que entran y salen en esta isla, en cuya fortaleza de obra —veía el testigo y es público—, quebrantaban las olas toda su fuerza». El mar, continúa Arteaga, «se ha llevado y derribado muchas murallas de cantería y cal que defendían una de las principales calles de esta ciudad, así para el trajín como para el paso de las más principales procesiones que anual y antiguamente se acostumbran hacer en el día (de Corpus Christi, día de la Santa Cruz, el patrón de la Corona, Santiago de Galicia, Apóstol, del señor san Luis Rey de Francia, patrono de las guerras en esta Isla), quedando dicha calle, por lo desbaratado y pedregoso, tan inútil, que sólo con el preciso costo del nuevo gasto de sus murallas podrá fornecer [‘proveer de todo lo necesario para algún fin’] dicha calle, evitando con ello el que se lleve y arruine muchas casas de edificios costosos y también evitar al enemigo que tenga fácil entrada. Todo lo cual sabe el testigo por haberlo visto».

Y hoy, 9 de enero de 2021, como cantó el poeta en su «Balada de otoño» (Soledades, 1903) —que hizo gloriosa Joan Manuel Serrat—, «detrás de los cristales, llueve y llueve».