La dignidad no se pierde. Se resiste, incluso en silencio
A veces, cuando alguien atraviesa una tormenta emocional, se dice que “se vino abajo”, “tocó fondo” o “perdió la dignidad”. Son frases que, sin querer, encierran una idea peligrosa: que cuando sufrimos, dejamos de ser nosotros mismos. Como si el dolor nos quitara algo esencial.
Pero ¿y si no fuera así?
Desde las prácticas narrativas, preferimos imaginar que la dignidad no se pierde. Que se esconde, sí. Que a veces queda enterrada bajo la desesperanza, el agotamiento, el miedo o incluso el deseo de desaparecer. Pero que sigue ahí, como una raíz en tierra seca. Esperando. Resistiendo.
Muchas personas llegan a terapia con un nudo en la garganta. No solo por lo que sienten, sino por lo que se dicen a sí mismas por sentirse así. Les cuesta nombrar el dolor, pero más aún nombrar el hecho de estar vivas. De seguir. De no haberse rendido del todo.
Y entonces, aparece esa palabra difícil: suicidio.
Hay muchas formas de pensarlo, y muchas formas de callarlo. Pero lo que hemos aprendido acompañando desde esta mirada es que, incluso cuando alguien piensa en irse, también está intentando cuidar algo. Poner un límite al sufrimiento. Defender una parcela de sí que ya no puede más. Es paradójico, pero profundamente humano.
No se trata de justificar ni de romantizar. Se trata de mirar con más delicadeza. De preguntarnos:
—¿Qué ha estado tratando de proteger esa persona, incluso en su desesperación?
—¿Qué valor no ha querido traicionar, incluso cuando todo dolía?
La dignidad, en estos casos, no se mide por el ánimo, ni por las ganas, ni por el optimismo. Se mide, quizás, por el simple hecho de seguir respirando cuando la vida aprieta. Por escribir un mensaje. Por acudir a una cita. Por hablar aunque sea bajito, aunque sea entre lágrimas.
Y eso, desde esta mirada, no es debilidad.
Es resistencia.
La ideación suicida no borra la dignidad. De hecho, muchas veces es una muestra del conflicto profundo entre el deseo de seguir y el deseo de que pare el dolor. Y ahí, justo ahí, puede empezar una conversación distinta.
Una conversación que no juzgue.
Que no diagnostique al primer minuto.
Que no obligue a dar explicaciones.
Sino que acoja. Que escuche.
Que pregunte:
—¿Qué ha hecho posible que estés aquí hoy?
—¿Qué te ha sostenido, aunque nadie lo supiera?
Las prácticas narrativas nos enseñan que el problema nunca es la persona. Que siempre hay relatos de dignidad escondidos bajo el síntoma. Que incluso cuando todo parece derrumbarse, hay algo que sigue susurrando “aquí estoy”.
Y quizás eso sea la dignidad:
Un hilo fino que no se rompe.
Una semilla que no se ve, pero sigue latiendo.
Una historia que aún quiere ser contada, aunque no sepa cómo empezar.
En un mundo que exige sonreír en redes y rendir en silencio, hablar de dignidad no es un lujo. Es una forma de justicia. De devolver a las personas —todas— el derecho a ser escuchadas sin tener que parecer fuertes. El derecho a nombrar lo que duele sin sentir vergüenza.
Porque la dignidad no se pierde.
Y reconocerla, incluso en lo invisible,
es también una forma de esperanza.
*Darío García Rodríguez es psicólogo y terapeuta narrativo, fundador de La Palma Psicología
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