Los negros

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El día once de este mes de octubre estuve en el Puerto de la Cruz para dar una conferencia. Paseando por las calles vi unos muchachos negros que caminaban por la ciudad lentamente, mirando a un lado y a otro como si aquellas calles fueran algo que les perteneciera y tenían que velar para que nada alterase el calor y la belleza de sus casas y sus gentes. Tenían el gesto contenido, la cabeza alta y ese andar inconfundible de la juventud acostumbrada a moverse por los sitios más difíciles. Al mediodía regresamos al hotel. Un buen hotel dentro de una antigua casa de señores de la alta sociedad de la isla. Al entrar, presencié una escena realmente bochornosa: un turista inglés sentado (por calificarlo de alguna forma) en una de las elegantes butacas del recibidor, desnudo de cintura para arriba y vestido con lo que parecía un bañador o no sé si era un bañador o qué era aquello que le cubría sus partes menos nobles. Hablaba en voz muy alta y gesticulaba sin parar. Obeso y sudoroso, lleno de pintaderas brazos y piernas, tripas y cuello, braceaba en el aire mientras gritaba algo inconexo. Y aunque la vista era poco reconfortante no fue eso lo que realmente me molestó. Lo que me molestó fue la actitud, el ademán como diciendo estoy donde me da la gana, esto es lo que yo quiero, y esta gente, tonta e incivilizada, no pertenece a mi mundo; son seres inferiores a los que no debo respeto alguno porque existen para servirme y para eso les pago. Al entrar en el ascensor me vino el recuerdo del buen talante y la educación de aquellos muchachos que probablemente habían salido de algún centro de los que ya abundan en Canarias y donde los retienen hasta el día que son trasladados a otro lugar y los comparé con aquel energúmeno que da una pésima imagen del turismo en Canarias.  

Al día siguiente, en el aeropuerto de Los Rodeos, volví a verlos. Eran muchos más. Diferentes a los del día anterior porque ahora iban en grupos numerosos. La escena me encogió el corazón y me hizo retroceder para acercarme al lugar donde estaban preparándose para partir Dios sabe hacia qué nuevo campo de internamiento. No sé calcular, pero eran unos doscientos muchachos, jóvenes todos. Negros, muy negros. Los miré y les hice un gesto con la mano en el pecho, una tontería, lo sé, pero era imposible abrazarlos a todos y pedirles perdón una vez más. Caminaban en fila con un papel en la mano y una pequeña bolsa que imagino les habían dado igual que la ropa que llevaban puesta. No hablaban entre sí. Ellos sabían a dónde iban y quizá aún tenían viva la esperanza. Estaban pasando por el escáner del aeropuerto y un hombre blanco daba alaridos y parecía arengar una tropa o llevar un rebaño de cabras por el monte. Pregunté a otro señor que había a mi lado y le dije que por qué les gritaba así a los muchachos y me dijo que no, que no gritaba, que les estaba pidiendo que enseñaran al pasar un papel que los identificara. ¿Y para eso tiene que gritar de esa manera? Dije yo con la ira superpuesta a la tristeza. El señor, muy amable, me dijo que trabajaba en uno de esos centros de acogida y bueno… Puntos suspensivos. No me dijo más. Hizo un gesto y deduje que lo que me estaba diciendo era lo mismo que yo había traducido cuando llegué al aeropuerto y los vi. En resumen: que los tratan como si fuera ganado y vinieran marcados a fuego. Quien los arengaba no era más que un patrón de cualquier cosa, alguien que daba órdenes a un puñado de seres inferiores para él; tan inferiores como éramos nosotros para el turista inglés del día anterior. Habían llegado en patera a este mundo que ellos creían, almas de cántaro, que esto era el no va más y podía darles la solución a todos sus interrogantes. Lo hacían llenos de ilusiones y esperanzas. Cuando pasaban por mi lado y yo les sonreía señalándome el pecho como diciendo que los acompañaba con cariño, ellos me miraban con esa mirada inteligente en la que lees algo así como “qué vamos a hacer, lo hemos querido así y vamos a soportar lo que haga falta”. A continuación, después de ver ese espectáculo y hablando con otras personas que trabajan en el aeropuerto, me comentaron el trato que se les da al trasladarlos y que lo peor son algunos comentarios de la gente diciendo cosas ofensivas como “bueno, éstos que hacen aquí… esta gente… estos negros…”. Como si el negro fuera un apelativo, no de color, sino una palabra despectiva que encierra desprecio y la idea de que ese color es inferior a cualquier otro.

Sentada en un banco con el nudo apretado en la garganta, pensé en el tono de algunos blancos que aún no se han enterado de que ese color, ese “negro” que utilizan despectivamente es el color esencial de nuestras vidas; que nos hemos ido decolorando lentamente y ahora somos inferiores en muchos aspectos a esos muchachos fuertes, atléticos, brillantes y saludables que llegan a nuestras costas buscando lo que el hombre blanco les arrebató hace muchos años: sus minas, su comida, sus árboles, sus fuentes de vida y supervivencia; que muchos de ellos necesitan y buscan trabajo, un porvenir, un sueldo digno para poder enviar a su familia y poder pagarles, poco a poco, lo que invirtieron en ese viaje; esos dos mil o tres mil euros que les cuesta un trayecto terrorífico que muchas veces acaba en el fondo del mar o en la cárcel acusados de ser ellos los que manejan las pateras mientras las mafias se quedan en tierra o no aparecen nunca en las fotos y ellos pagan por algo que no han hecho cuando lo único que hicieron en esa travesía infernal fue achicar agua, arrojar cadáveres de niños o hermanos al mar y seguir remando hasta adivinar o ver una costa.

¿Qué está mal? ¿Qué es lo que hemos hecho mal?  Para algunos, los negros vienen a quitarnos el trabajo, vienen a robarnos, vienen a violarnos, etcétera. A uno no le queda más remedio que pensar que esas palabras son producto de la ignorancia, del desconocimiento, amén del egoísmo y de la mala baba del hombre blanco acostumbrado a tener el poder y el dominio de las tierras y los hombres que en ella habitan. Si pensamos un momento qué hemos hecho nosotros con África, cómo hemos destruido su vida y su  trabajo, cómo hemos construido un continente levantado a vuelapluma sobre un tapete, en una mesa de despacho donde unos pocos hombres blancos dividieron tierras, levantaron fronteras y pusieron nombres a lo que no tiene nada que ver con la realidad y era sólo el producto de sus ansias de poder, del horror de un sistema que hace que tracemos fronteras, hagamos países falsos, construyamos nuevos mundos que nos favorezcan y que favorezcan a aquellos que invierten en esos lugares, que van a expoliar sus bosques y sus ganados, que van a secar sus tierras, que van a desviar el agua y que, además, explotan miserablemente a quienes las habitan desde hace siglos. Podría poner muchos ejemplos de explotación en África, pero basta con la muestra de esos niños pequeños introducidos en los huecos excavados en montañas para extraer el producto de las minas. Y, para colmo, el hombre blanco ha creado la mitología de la felicidad, la creencia de que hay países donde hay trabajo y riqueza para todos. Esta idea la proyectan sobre sus cabezas y de eso se aprovechan luego traficantes de vidas y dinero. Familias enteras están años mal comiendo, mal viviendo, para que el muchacho pueda emprender un largo viaje hacia esa gloria que parece le está esperando. Falsa propaganda que multiplican las mafias y las mentiras de los blancos y que ahora, cuando ven llegar a los negros en patera se asustan porque nos invaden, nos van a quitar lo nuestro, no hay trabajo para ellos, nuestras hijas… Ellos, ¿a qué vienen?

Esa es la historia de África y esa es la terrible historia del hombre blanco. Cuando yo defiendo a los negros no defiendo un color, defiendo una historia. No defiendo un pueblo ni dos ni tres, defiendo a cientos de pueblos masacrados desde hace siglos. Porque aquí nos han contado en películas y en novelas una historia incompleta de la esclavitud. Cómo se los llevaban a América, cómo los explotaban, cómo los humillaban, y cómo los humillan todavía, pero nadie nos ha contado la historia de África en relación con Europa y es bueno saber que nosotros hemos tenido esclavos negros; que también íbamos al continente africano a buscar, a secuestrar niños y adolescentes para llevarlos a Europa, para traerlos a Canarias, por ejemplo. Y sabemos dónde los metían, y sabemos para quienes trabajaban. Que no se hagan los tontos quienes ayer en el aeropuerto mascullaban frases indignas contra los negros que estaban allí, porque ahora se hace necesario recordarles quiénes de sus antepasados fueron los canallas que los trajeron de Guinea para trabajar en sus campos de caña de azúcar. Quiénes de sus tatarabuelos, bisabuelos y demás ralea fueron capaces de tal horror y nunca tuvieron el pudor de reconocer esa felonía y pedir perdón siglos después por haberlos traído como esclavos a la isla de La Palma, a Tenerife o a Gran Canaria. Un tráfico de esclavos que comenzó a principios del siglo XVI y que, según las cifras que maneja el catedrático de Historia Moderna de la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria, Manuel Lobo, en los siglos XVI y XVII había entre un 15-20% de población esclava en esas islas. Sólo en Gran Canaria, se calcula que en el siglo XVI había 10.000 esclavizados, de los cuales un 70% eran negros. Y en la ciudad de Las Palmas se alcanzaron cifras que la asemejaban a capitales andaluzas y castellanas. Lobo recuerda que en este sector de la población había, en menor medida, personas del norte de África y en un número mucho mayor, subsaharianos que procedían de Senegal, Gambia, Guinea Bissau y, años después, de Biafra, El Congo y Angola

Puedo citar lugares donde fueron encerrados; puedo citar apellidos y familias que se enriquecieron con ellos. Las mismas que hoy protestan por esta llegada masiva de negros a nuestros puertos. Los mismos que no se les mueve una tripa al llamarlos “negros” como un insulto. Pues bien, bajen el tono. Bajen la voz, hombres blancos, y, luego, pidan perdón.

 

Elsa López

16 de octubre de 2023