La opinión está en todas partes: en la televisión, en la radio, en los libros y los periódicos, en cualquier medio o canal, en espacios públicos y privados, en los entornos sanitarios, en el trabajo, en la casa, en el gimnasio y, por supuesto, en la política (pero eso ya es un tema aparte). La opinión es una palabra que se ha conformado como un esencial de nuestro día a día, si hicieran un concurso de palabras sería la ganadora sin grandes competidoras próximas. La opinión, por tanto, es la reina de nuestro diccionario. Se nos llena la boca cada vez que la nombramos, se nos aceleran los dedos cada vez que la usamos, y se nos paraliza el cerebro cada vez que (no) la pensamos. Porque aunque la opinión está en todas partes, su carácter omnipresente ha generado que, contradictoriamente, cueste situar en qué lugar concreto se encuentra y, lo que es peor, si realmente es opinión o es crítica vacía malintencionada.
En nuestra sociedad, de repente, todas las personas somos “opinólogas” (agradezco el término a Paula Galván). Tenemos el grado en crítica social y, algunas, incluso, tienden hacia la especialización con un máster en charlatanería basada en prejuicios y estereotipos. En nuestra sociedad, ciertas personas se respaldan en un supuesto derecho a la libertad de expresión para lanzar, sin pudor alguno, toda su idiosincrasia hacia la otra persona. La “libertad de expresión” esa máxima hegemónica que, como está siendo usada ahora mismo, parece justificar el racismo, machismo, xenofobia y todo tipo de discriminaciones con aras de promover los discursos de odio y generar alboroto social. Porque aunque a veces nos cueste recordarlo, no nos debemos olvidar de que hay una fina línea entre decir lo que quiero entendiendo sus implicaciones y decir lo que quiero aunque sepa que causará dolor. Como sociedad (y no como individuo aislado), me debo ajustar a unos valores éticos y morales que nos permiten el seguir viviendo en armonía.
Porque si nos vamos a resguardar en la libertad de expresión para hacer daño de manera reiterada e injustificada a ciertas personas o colectivos, sin lugar a dudas, eso no es libertad. Como diría Sara Ahmed si para ser libre tengo que oprimir (discriminar o vulnerar) a otros, eso no es libertad. Por supuesto siempre habrá otras personas que, desde ese lugar de incomodidad ante la supuesta pérdida (de cualquier tipo, pero suele ser de privilegios), decidirán que lo mejor es inventar mentiras y camuflarlas entre distorsiones basadas en el miedo, conectando con una de las emociones básicas como factor clave para propagar odio desde la posverdad.
Hoy en día la opinión se ha vuelto algo cotidiano, todas las personas lanzamos toneladas de palabras en forma de cucharadas de opinión, más o menos formada, más o menos vacía, (quizás, incluso, adulterada) a un mundo que no para de recibir críticas constantes. Quizás podríamos hablar del afianzamiento del neoliberalismo, del individualismo más exacerbado, de la competitividad y el afán de consumo, de la meritocracia…O, quizás, como harían los eruditos, podríamos buscar alguna explicación onto-epistemológica que trate de dar sentido al momento sociocultural en el que nos encontramos. Una realidad que ya no saben si darle nombre de: “modernidad líquida” (Zygmunt Bauman), “sociedad del espectáculo” (Guy Debord), “sociedad de consumo” (de nuevo Zygmunt Bauman), o como yo tiendo a opinar, “vida precaria” (Judith Butler).
Sea como fuere, debemos ser conscientes de que la opinión no debería ser una excusa para realizar un escarnio (público o privado) a aquella persona que se encuentre en nuestro punto de mira. Porque, en primer lugar, las afectadas siempre suelen ser las mismas personas y, en segundo lugar, parece que hay bocas que merecen (y pueden) opinar y otras que no. Deberíamos ser autocríticas y entender que hay opiniones que sobran. Deberíamos entender que lanzar nuestro odio hacia fuera–principalmente en X (Twitter), Instagram e, incluso, Facebook– solo nos muestra que hay mucho odio hacia dentro.
Yo, por mi parte, propongo usar la regla de la inversión (de nuevo agradecer a Paula Galván). Este método que trata de advertir si un texto incurre en sexismo lingüístico también nos puede servir para saber si lo que vamos a escribir (o decir) no es realmente una opinión sino una crítica destructiva. Es decir, si al darle la vuelta y ponerte como sujeto consideras que esa opinión es ofensiva y que no contribuye en nada positivo o, incluso, que no es algo que no se puede modificar en un período corto de tiempo, omite decirlo. Porque es probable que tu crítica sea dañina y que, realmente, no vaya a beneficiar, ni a ser productiva para quien la recibe. Y cuando hablamos de opinión no nos cerramos a un solo ámbito, porque ya basta con hacer sentir mal a las otras personas por cómo son o cómo viven, ya basta con tanta “opinología”.