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Mis relatos de viaje: 'El castillo mágico'

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Llegué de noche. El nombre de la villa era muy sugerente: Sádaba.

Después de tantas horas de carretera, de tantas paradas para café, de tantos variados paisajes, de tantas nuevas gentes y de tantos caminos solitarios, no podía sino admirar la mágica belleza de aquel imponente castillo que se alzaba ante mis ojos.

Mientras avanzaba hacia él, imaginaba que albergaría la habitación que, con una llamada, había reservado un par de horas antes, cuando el sueño me vencía en la carretera. No podía creer en mi suerte.

El camino entonces, comienza a discurrir en dirección contraria, alejándome de mi fantasía.

Cuando finalmente el camino me llevó hasta la colosal puerta de madera del castillo, ni todo el cansancio del largo camino pudo impedir que me sintiera como la princesa de los cuentos de mi infancia.

En la recepción, el elegante conserje que me atendió, dijo algo así como que me estaban esperando. Se acercó un botones. Entonces caí en la cuenta; todos vestían ropajes de época, muy a propósito para un lugar como aquél. El botones recogió la enorme llave que le entregó el recepcionista y mi equipaje, al tiempo que me pidió que le siguiera.

Toda la decoración era muy apropiada y me sentí trasladada a otro mundo. Los diferentes salones por los que pasábamos estaban llenos de piezas de armaduras: guanteletes, yelmos, cotas de malla, etc. Las chimeneas encendidas añadían a todo el conjunto una calidez que compensaba con creces la soledad de los caminos que había transitado para llegar hasta allí.

Todo estaba dispuesto, como si realmente esperaran mi llegada. El baño preparado con pétalos de rosa y espuma, la irresistible botella de champán con forma de antorcha, la bombonera de cristal de Baccarat con los deliciosos bombones?

Junto a la bañera, un juego de enormes y esponjosas toallas negras; una majestuosa bata de terciopelo negro, con cuello de encaje dorado y mangas terminadas en punta casi hasta rozar el suelo, unas delicadas zapatillas, también negras, de pequeño tacón y pompones de pluma dorada y negra.

El aromático baño, me traslada a lugares y tiempos que no he conocido y me siento reconfortada en el cuerpo y en el alma.

Al despertar la luz entraba a raudales por los enormes ventanales, las flores de los versallescos jardines que rodeaban la propiedad, traían su aroma hasta mi principesca cama.

¡Me muero de hambre!

En ese momento llaman a la puerta. Un camarero de enorme estatura y aire marcial, ataviado también con ropajes de otro tiempo, aparece en el umbral portando una enorme bandeja de plata con un desayuno tan perfecto, como si yo lo hubiese elegido:

Un enorme jugo de papaya y naranja; una ondilla de macedonia de frutas con kiwi, fresas, mango, pera y melón, bañado con jugo de naranja y espolvoreado con azúcar y canela; un cesto lleno de variados panecillos calientes; un plato con pequeños cuencos que contienen diferentes mermeladas caseras de: higos, cabello de ángel, grosella negra, naranja confitada, de frutos del bosque, además de mantequilla y crema de queso a las finas hierbas. Hay también otro cesto con bollería surtida y pequeñas pastas de manteca, junto a una gran jarra cerámica que sorprendentemente desprende un fuerte aroma a buen café.

Finalmente, recuperada la energía y añorando volver al camino, cancelo mi cuenta mientras el botones deja el equipaje en el maletero del pequeño descapotable que me ha llevado hasta ese hermoso lugar.

Antes de subir al coche para dejar atrás aquel espléndido castillo y sus jardines, vuelvo la vista atrás para impresionar su imagen en mi retina al tiempo que en la de mi cámara.

¿Cómo es posible? Lo que he dejado a mi espalda, son las ruinas de un castillo medieval que, según los vecinos del pueblo, nunca ha alojado a viajeros, al menos no en lo últimos siglos.

¿Estará mi espíritu aventurero acabando con mi cordura?

Sentada al volante de mi Audi descapotable de alquiler, avanzo, y desaparezco integrándome en el paisaje.

Llegué de noche. El nombre de la villa era muy sugerente: Sádaba.