La torre de Löbenicht

San Andrés y Sauces —
11 de febrero de 2022 13:19 h

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El escritor Thomas de Quincey (1785-1859), que fue amigo de Carlyle, Coleridge y Woordsworth, no es un inventor de personajes pero describe con una exactitud difícil de igualar lo que ha visto y vivido. El romanticismo inglés, tan rico como el alemán, tiene en él a uno de sus prosistas más interesantes. “Sus ensayos son gratas y sabias monografías”, dice Borges, en el prólogo a Los últimos días de Inmanuel Kant y otros escritos“ ”A los trece años manejaba el griego con fluidez y elocuencia. Fue uno de los primeros que en Inglaterra exploraron el dilatado idioma alemán, casi secreto entonces. Confesó que no podía vivir sin misterio, descubrir un problema le parecía no menos importante que descubrir una explicación. Sus contemporáneos lo han recordado como el más cortés de los hombres; conversaba, more socrática, con cualquiera. Era muy tímido“. 

En La rebelión de los tártaros, el solitario y bohemio escritor, describe de un modo conmovedor, el éxodo del príncipe Oubacha y cuatrocientos mil calmucos, acosados y hostigados a través de la inmensa estepa rusa, en una colosal e incomparable hazaña, hasta que los acoge como un padre el gran Khan en China. Me gusta mucho leer y releer a Thomas De Quincey porque encuentro siempre a un hermano ideal que “recrea y amplía el pasado”. “Los últimos días de Inmanuel Kant y otros escritos” es una de las obras que releo a menudo, y les quiero ofrecer un fragmento que es para mí una revelación porque tiene una belleza conmovedora: 

“Al volver del paseo (Kant) se sentaba a la mesa de la biblioteca y leía hasta el anochecer. En esa hora de luz indecisa, tan grata al pensamiento, descansaba reflexionando, en lo que había leído, si el libro valía la pena, o bien preparaba la lección del día siguiente o redactaba unas páginas de la obra que tuviera entre manos. Mientras reposaba, invierno y verano, en el mismo sitio, junto a la estufa, miraba por la ventana la antigua torre de Löbenicht; no puede decirse con propiedad que la viera, sino más bien que descansaba en ella los ojos, tal como llega a los oídos la música distante que se percibe vagamente y sólo a medias se revela a la conciencia. Faltan palabras para expresar el placer que le daba la vieja torre vista al caer la noche, mientras se hallaba sumido en una actitud silenciosa y meditativa. Al cabo se pudo apreciar lo importante que había llegado a ser esta costumbre para su tranquilidad, pues habiendo crecido tanto los álamos del jardín vecino que llegaron a ocultar la torre, Kant se sintió tan inquieto y molesto que no le fue posible continuar sus meditaciones. Por suerte, el dueño del jardín era persona muy considerada y amable, gran admirador de Kant por añadidura, y en cuanto se enteró de lo ocurrido dio orden de podar los álamos. Así se hizo; volvió a divisarse, a lo lejos la torre de Löbenicht y Kant, recobrada la calma, logró reanudar en paz sus meditaciones del atardecer”. 

Al leer de nuevo ahora este fragmento tan sorprendente, me pregunto si a nosotros, a raíz de las medidas que se han tomado por la pandemia del coronavirus y las consecuencias sociales y económicas que han traído consigo, ¿no nos pasará lo mismo que al maestro de Konigsberg?, es decir, que los “álamos crecidos” por la Covid (agotamiento, neurosis, desorientación o incluso psicosis) y la brutalidad del reciente volcán en el caso de los habitantes de isla de La Palma, no nos dejan descansar los ojos en la torre de Löbenicht, en la torre lejana de todas las tardes, en el descanso merecido después del trabajo realizado, y no podemos reflexionar de un modo sereno y tranquilo. 

Al parecer, en España hay un tercio de los monjes que existen en el mundo; después de la pandemia el número de enclaustrados ha crecido considerablemente y en estos momentos, podríamos decir que vivimos en un mundo que es casi como un monasterio de celdas aisladas. Yo mismo me pregunto si poco a poco me voy convirtiendo en un franciscano que cultiva el huerto o en un benedictino enfrascado en sus libros miniados. Como el mal está siempre fuera, se ha vuelto muy molesto ejercitar la ciudadanía, incómodo viajar e imposible volver a una añorada normalidad, si es que eso ha existido alguna vez en la faz de la tierra. Ahora cualquier acto público con los asistentes distantes y separados, ya sea una presentación de un poemario bajo un artesonado de tea o delante de una pintura vanguardista, o sea una conferencia o un concierto de vihuela, con un vacío de por medio que suena de ciencia ficción, también me hace recordar las películas de Theo Angelopoulos, con sus figurantes extras en el paisaje, con el mar de la Odisea al fondo, con el viento, blanqueados y distantes, como estatuas de sal impasibles ante los avatares del ser humano. Ni la pandemia ni el cambio climático ni el paso inexorable del tiempo ni el volcán ni la dolorosa y persistente emigración, nada nos une, todo nos dispersa, todo nos recluye en una ausencia de entendimiento con los demás que empieza a ser alarmante. Solo el descubrimiento de la fragilidad nos emparenta en una pérdida de fortaleza, donde lo que creíamos seguro es ahora cristal quebradizo. Aquello de lo que presumíamos ha fraguado en pura debilidad. No es un crack bursátil, no es una guerra, es, simplemente, que nos hemos quedado desnudos. Y toda la estructura que nos sostenía muestra síntomas preocupantes a la vista de todos. Pero lo verdaderamente preocupante, es que viéndolo todos, no hagamos nada. Es necesaria una traumatología general para un mundo golpeado, magullado y con los huesos rotos. Hay una nueva fragilidad global que se asienta sobre la antigua, mucho polvo sobre tantas y tantas ruinas. La vieja fragilidad que nunca hay que olvidar, una ancestral y lacerante falta de justicia, de dignidad; y las dos juntas, hacen saltar el cristal que creíamos irrompible de la realidad del mejor de los mundos. O nos hacemos santos o aprendemos a jugar al solitario o estamos perdidos en una grisura sin remedio. Y lo más seguro, es que nuestro vecino no sea tan amable y considerado como el del gran filósofo alemán, sin el cual la Ilustración, ese gran paso adelante, no hubiera sido posible. Para ser monje a ratos, para saber sacarle partido a la soledad, también es necesario e indispensable, haber conversando en el ágora, en la plaza pública, con las personas que a ella acudían a aprender unos de otros; como hacía Thomas de Quincey yendo al puerto, como hacía Sócrates y aquellos filósofos griegos tan increíbles, como hacía Pío Baroja escuchando a la gente en las tabernas de Madrid, una ciudad en la que ya no queda, ni siquiera, una botella de Chinchón Seco. 

Hemos avanzado mucho, ahora podemos escribir con drones la palabra fragilidad sobre un cielo de grafeno. El neón forma parte del pasado, de las viejas películas, de las noches de las ciudades a las que ya no podemos volver; desde el ventanal del bar, la luz de las farolas se fue con la mujer que bajo ellas se alejaba paseando. Luces de led iluminan la desolación de unas calles que adoquinadas han ganado en extrañeza y frialdad. No se modifica el contenido, como si las pérdidas no condicionaran el lastre. Cambia sólo el continente, el envoltorio de las cosas, ese gastado truco comercial, y encima, te lo venden más caro. Por dentro, la desorientación sigue siendo la misma o se agranda cada vez más. La falta de interlocutor entre la velocidad del mundo y la comprensión de los hechos enmascarados, el contacto con las personas y los lugares, como los niños en el patio antes de que adquieran las manías clasistas o racistas de sus padres y de las películas feísimas que van a tragar, no se produce, no hay chispa. Pero ocurre que tras las consecuencias de la pandemia, esta alienación se ha hecho general afectando a todas las clases sociales y todos los territorios por igual. Sin embargo la defensa y protección de los más desfavorecidos ante las dramáticas consecuencias, tanto para los que creen como para los que no, no han podido ser las mismas, porque ello depende del estado de desarrollo, por no decir de riqueza, o más bien de pobreza de un lugar concreto. Todo se ha vuelto frágil, quebradizo, la realidad ha entrado en decadencia. El que vende seguridad hoy en día, vende mentiras. La seguridad no existe en un mundo donde todo se disipa. Tal vez, nunca ha existido. ¿Cómo construir a partir de la fragilidad? ¿Ponemos vigías para que nos relaten la decadencia del imperio? ¿Clavamos columnas en el lodo? ¿O esperamos a que reviente el siguiente volcán? 

El filósofo y sociólogo alemán Hartmut Rosa (1965), de la misma edad que el filósofo español Javier Gomá, es conocido por los conceptos de “aceleración” y “resonancia”. Viene a afirmar que en la sociedad actual todo está vinculado a un crecimiento constante. Hoy a los filósofos les toca descubrir más vértigos más que certezas: “O crecemos, aceleramos e innovamos, o la sociedad de derrumba”. “Es como una bicicleta, si vas rápido, te estabilizas, pero si frenas, te caes”. No siempre es desaconsejable la velocidad, pero puede desembocar en la alienación. En los años ochenta se dejó de hablar en la prensa del concepto marxista de “alienación”, al igual que “capitalismo”, y desaparecieron como si no llamar a las cosas por su nombre fuera suficiente para que dejaran de existir. Primero, el lenguaje políticamente correcto y después, la amnesia general. Este interesante filósofo alemán, de mi generación, en el artículo para El País (12-2-2020) de Marc Bassets nos aclara: 

Gran parte de la frustración política que vemos no se debe a problemas económicos, sino a que no se obtiene de la vida lo que esta prometía. La alienación consiste en no poder apropiarnos ni conectar con los lugares y las personas, que es lo que ocurre cuando vamos corriendo de un lugar a otro. Por eso di con el concepto de ”resonancia“ como una solución a la velocidad”. Este concepto no es otra cosa que una forma de relación, no es algo implícito en la persona, no es una emoción, es una “cuerda vibrante” que permite una aproximación, un acercamiento comprensivo entre los lugares, las personas y nosotros. En la entrevista que le hace Alejandro Bielakowsky para la Revista Colombiana de Sociología, número 41, lo explica muy bien (disculpen lo largo de la cita, pero no tiene desperdicio): 

“Cuando estamos alienados del mundo nos sentimos separados de él: podemos tener un trabajo, una familia, una casa, pero no parecen ”hablarnos“ y ”respondernos“. Podemos dominar muchas cosas y, quizás, un montón de personas, pero nos sentimos sin conexión interna. El mundo allá fuera parece estar silencioso, frío y gris, y nosotros mismos parecemos estar en el mismo estado: internamente vacíos, drenados, mudos, etc. Hay claramente una falta de resonancia: el burnout es un estado psicológico en el cual todos los ejes de la resonancia parecen estar muertos o en silencio. En contraste, nos sentimos vivos y bien cuando nos sentimos conectados en un modo receptivo con nosotros mismos, con la naturaleza, el trabajo, nuestra familia, etc. Así, la resonancia tiene cuatro características cruciales. Primero, uno está en resonancia con algo cuando verdaderamente ”nos habla“, es decir, cuando uno se siente afectado por ello. Hay un segundo requisito para la resonancia, para el que utilizo el concepto psicológico de ”autoeficacia“, que significa que tú puedes -y lo haces- responder al ”llamado“ o la afección: respondes a eso y sientes que puedes alcanzarlo y, también, tocar el mundo. Por tanto, la resonancia es una relación bidireccional para estirarse y tocar, no es solo un estado emocional del individuo. Tercero, si estás en resonancia con algo, eso siempre tiene un efecto transformador en ti. Entonces, cuando eres tocado realmente por una persona, por un libro, por una melodía que escuchas o un lugar que visitas, por ejemplo, tiendes a decir después que te ha hecho una persona diferente. Incluso si el efecto no es tan dramático, algo de lo que te apropias de una manera verdaderamente receptiva siempre transforma ligeramente quién eres y cómo te relacionas con el mundo. Finalmente, la resonancia se caracteriza siempre por un elemento elusivo: nunca puedes planear o controlarlo. No hay manera de obtener resonancia de modo puramente instrumental. Incluso si tratas de crear el contexto perfecto -una cena a la luz de las velas para tu amante o asientos perfectos para tu concierto favorito-, puede que no pase nada: puede no experimentarse ninguna resonancia. Aún más, si llega a haber resonancia, nunca sabes cuál será el resultado, nunca puedes prever cómo vas a cambiar a partir de una experiencia de resonancia. Y tampoco sabes cuánto durará”. 

Resonancia para un mundo desafinado, donde cada uno va por su lado, donde la cuestión imperante es el desacuerdo, donde la suma de intereses es siempre mayor que la suma de peligros que conlleva la falta de empatía, la falta de ética. La aceleración nos hace esclavos perennes de algún trauma, de alguna catástrofe o incluso, de varias, pues nunca vienen solas: “La desincronización entre la Modernidad y los tiempos naturales adecuados causa las crisis ecológicas; la desincronización entre la democracia, que es en su misma esencia un proceso que consume tiempo, y el mercado causa las crisis democráticas; la desincronización entre la velocidad de los mercados financieros y la economía real causa las crisis financieras; y la desincronización entre la psiquis humana y la velocidad de la sociedad causa alienación -y crisis como el burnout (”síndrome del quemado o de desgaste profesional) vinculado al estrés“.

Cada crisis viene con sus álamos crecidos, que nos impiden ver y no podemos descansar nuestros ojos en algo que nos conmueva, en algo que nos calme y nos permita reflexionar. Kant nunca salió de Koninsberg, su ciudad natal, y nosotros, parece que nos hemos instalado en el eterno salón y no divisamos  sino el desierto desconchado y salado de la pared del patio, y si tenemos suerte, al caer la noche oímos al vecino batiendo los huevos de la tortilla, y eso sería casi una música tierna. Vamos tan rápido que crecen los álamos y ni siquiera nos damos cuenta. Luego, descubrimos las carencias, la angustia, nos sentimos perdidos, no sabemos qué ocurre y vamos al psicólogo o vete tú a saber, porque hay cosas indudablemente peores. Todos estamos tocados por la vara demoledora de la aceleración, incluso los que no lo saben. Damián, un señor mayor de Los Sauces muy apreciado en el pueblo, un amigo al que veo cuando voy a la Plaza, en la panadería o sentado en un banco, me dice muy a menudo: “Siempre que te veo, vas con prisa, ¿a dónde vas corriendo para todos los lados?” No les digo las respuestas para no sentirme ridículo. La Plaza de Los Sauces no es ni sombra de lo que era, nosotros tampoco. Se notan mucho las ausencias. En realidad, drenados de vida y cargados de añoranza, damos pena de tanto alejamiento, de tanta separación, de tanta falta de resonancia. Han crecido los álamos y no podemos ver la torre de Löbenicht

 

Óscar Lorenzo 

San Andrés y Sauces

Isla de La Palma

11-02-2022