La búsqueda interrumpida de Balla, Sidy, Samba y Boudalaya

José María Rodríguez / Efe

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El sacerdote está abatido, le acaban de decir que no busque más a Balla, Sidy, Samba y Boudalaya, que esos chicos de Mali se embarcaron en el cayuco perdido durante tres semanas al sur de El Hierro, en el que solo sobrevivieron tres personas de 59. Cierra los ojos, reza para adentro y avisa: “Estamos convirtiendo el océano en un cementerio”.

El cura José Antonio Benítez lleva años implicado en la ayuda a quienes llegan en patera. En su anterior destino de Málaga, coordinó durante tres años los pisos de Cáritas para la integración de los extranjeros y desde que está en Gran Canaria es una de las referencias del Secretariado de Migraciones de la Diócesis.

En la actualidad, este religioso claretiano ejerce de párroco de Nuestra Señora de La Paz, en Las Rehoyas, uno de los barrios populares de Las Palmas de Gran Canaria donde más cerca estuvo a finales de 2020 de prender la mecha de la xenofobia, con varias manifestaciones en la calle directamente contra los inmigrantes.

Desde octubre, dedica gran parte de su tiempo a tejer una red de contactos que ayuden a responder a aquellas familias que llaman desesperadas desde África, pero también desde Francia, Bélgica o la España peninsular, para preguntar por un pariente del que solo saben que intentó emigrar a Europa en una patera rumbo a Canarias.

Unos 850 inmigrantes murieron el año pasado en la Ruta Canaria en naufragios o de hambre y de sed tras quedar a la deriva en el Atlántico, según las cifras que la Organización Internacional para las Migraciones, de Naciones Unidas, asume como “mínimas”.

La ONG Caminando Fronteras cree que la ONU se queda muy corta en sus estimaciones y habla del doble de muertos, 1.851 personas, una cifra que se casa con la franja alta de la tasa de mortalidad que Cruz Roja adjudica a la Ruta Canaria: del 5 al 8 %, lo que aplicado a las llegadas de 2020 arroja un rango de muertos de 1.151 a 1.841.

El cementerio de agua

“El océano es un cementerio tremendo”, repite Benítez cuando Efe se pone en contacto con él. Eso, al segundo día, porque en la primera llamada pide excusas, le llega cuando todavía está impactado por la noticia que acaba de recibir: los cuatro chicos a los que buscaba puede que estén en el depósito de cadáveres del Instituto de Medicina Legal de Tenerife o, peor aún, puede que sus cuerpos se quedaran en el mar y sus familias nunca sepan de ellos.

“Salen con lo mínimo. Llevan comida y agua para dos o tres días y, después, pues lo que el cuerpo aguante. Pero, si se pierden o se acaba el combustible...”, reflexiona en voz alta.

Benítez cree que eso es lo que le pudo pasar al cayuco donde iban Balla, Sidy, Samba y Boudalaya y sus 55 compañeros de travesía, localizado ya fuera de toda ruta marítima, camino a ninguna parte. Le faltan detalles, no conoce aún el resultado de las autopsias a los 24 cadáveres: murieron en un lapso de tiempo comprendido entre uno y siete días antes de que los encontrara el Ejército del Aire.

Detrás de la frialdad forense de esos números, emergen dos conclusiones. La primera es obvia: a los últimos en morir les faltaron apenas 24 horas para salvarse. La otra es menos evidente, pero resulta aterradora: los ocupantes del cayuco fueron muriendo de hambre y sed con el paso de los días y sus compañeros los entregaron al mar, por respeto y por instinto de supervivencia; pero, al comenzar la tercera semana a la deriva, los que quedaban vivos ya no tenían fuerzas ni ánimo siquiera para eso. Les rodeaban cadáveres.

“Se que el ministro manifestó en el Congreso que no existe normativa nacional ni internacional que obligue a crear algún tipo de oficina de información a las familias, pero la necesitamos. Las familias la necesitan, no se puede aguantar más este silencio de que aquí no ha ocurrido nada. Por favor, son vidas humanas”.

El sacerdote se refiere a Fernando Grande-Marlaska, cuyo departamento respondió por escrito al diputado Jon Iñarritu que ninguna norma le obligaba a abrir en Canarias una oficina que ayude a tantas familias como acaban preguntando por las parroquias, a la Cruz Roja, a la Cruz Blanca, a CEAR, en la puerta de los campamentos o en las comisarías por un hijo, una esposa, un sobrino...

“Es de derecho, es humano. Una madre tiene derecho a saber si su hijo vive o está muerto, para que lo pueda llorar... de verdad. Tanto sufrimiento gratuito es inhumano, muy injusto”, alega.

La rede de buenos cómplices

Con la colaboración de otro compañero religioso y de dos abogados que suelen asistir al Secretariado de Migraciones, Benítez comienza a encontrar en Gran Canaria y Tenerife cómplices en todo tipo de instituciones que entienden la desesperación de esas familias y se prestan a ayudar en lo que pueden, aunque a veces solo sea con un “esa persona no está en este campamento” o “por Cruz Roja no pasó”.

Lo hace solo con casos que le llegan de Caminando Fronteras, ONG con al que colabora, o de otra entidad con garantías, porque ha aprendido que quien dice buscar a un desaparecido no siempre tiene un interés legítimo. A menudo, las redes de tráfico de personas tratan de colarse por esa vía, para recolectar información.

El esfuerzo no siempre da resultados. A veces, las más, no hay información sobre la persona que busca. Otras, las menos, dan con alguien que ha estado temporalmente incomunicado y no ha podido llamar a los suyos. Y algunas, logran acreditar que tal chico o tal chica se subió a una barquilla en Dajla, en Nuabibú o en Saint Louis y nunca llegó a Canarias; la conclusión se la dejan a la familia.

“Cuántas muertes más, a cuántas desapariciones tenemos que contar para que Europa tenga una política real para evitarlas. Cuántas muertes, cuántas desapariciones hacen falta para que Europa entienda que erigir fronteras, levantar muros no es la solución. Es la pregunta que se hace cualquier persona con dos dedos de humanidad. Cuántos más tienen que morir para que nos demos cuenta de que estas personas no se van a detener”, se plantea.