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Kamal, Rida, Brahim y su pandilla abren camino

José María Rodríguez / Efe

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En la habitación que comparten desde hace meses Kamal, Rida, Brahim y su pandilla ha tocado madrugar... y mucho. Las maletas están hechas; los abrigos, preparados, pero alguno de estos niños todavía no se hace a la idea de su nueva vida, así que cuesta explicar a Abdullah que no podrá caminar por Palencia en marzo con esas cholas que lleva puestas.

Después de meses pidiendo ayuda al resto de comunidades autónomas para compartir la tutela de los casi 2.700 menores imigrantes no acompañados que han llegado a las islas desde finales de 2019, el Gobierno de Canarias envía este miércoles a dos centros de Palencia y León a diez chicos marroquíes de entre doce y catorce años que llegaron en patera a las islas hace tiempo, algunos hace un año ya.

Son nueve varones y una chica que están plenamente integrados ya en las costumbres de España, llevan meses en centros de Gran Canaria y Lanzarote, donde han aprendido español, han retomado en algunos casos sus estudios de Secundaria y han comprendido que aún les queda un buen trecho por delante para hacer lo primero que viene a la boca de todos cuando les preguntan: trabajar para ayudar a sus familias.

Los acoge Castilla y León, la primera comunidad que se brindó a ayudar a Canarias con la integración de estos menores, y se dirigen a hogares pequeños de un máximo de diez niños, casi familiares, muy diferentes al que han compartido hasta hace unas horas Kamal, Marwan, Rida, Addelhakim, Brahim y Abdallah. Los seis chicos salen del centro de Santa Brígida que hasta hoy tutelaba a 101 menores.

“Gracias, Bandama, gracias”. Es casi lo primero que se les escucha decir cuando se levantan de sus literas y comienzan a ordenar el cuarto. Es su agradecimiento al centro que ha cuidado de ellos en los últimos meses, pero toca espabilarse, darse prisa y desayunar, apenas falta una hora para que los recojan para ir al aeropuerto.

Sus educadores ya les han explicado a los seis cómo son las ciudades que en unas horas se van a convertir en su nueva casa, pero parece que Abdallah ha entendido Valencia, no Palencia. Sus monitores le toman el pelo con ello, porque el chico se empeña en viajar en cholas y no hay manera de hacerle cambiar de idea.

Ya se dará cuenta cuando aterrice en Madrid, le dicen. Pero resulta que el chico no es terco. La cosa tendrá su explicación cuando estén a punto de embarcar y confiese que en realidad no tiene zapatos. Los que tenía se los ha regalado a un compañero que se queda en el centro. Él ya se va y le basta, se siente afortunado.

Kamal tiene fama de travieso. No se sabe si partió de él la idea de que tres de sus compañeros de viaje lleven el pelo pintado de verde, pero se le nota el liderazgo. Es de los que más tiempo lleva en Canarias, llegó a hace un año, en este momento estaba ya escolarizado y se marcha de las islas con una pierna escayolada. “Fue esquiando”, bromea. En realidad, se cayó con unos patines.

De los seis, Abdallah es el más veterano en el archipiélago. Desembarcó hace un año y tres meses en Lanzarote y se maneja bien en español. “Vinimos para tener un futuro mejor, estudiar, trabajar y ayudar a la familia”, dice. “Este es un centro guapo, amigos guapos”.

Los va a echar de menos, pero espera volver a verlos a todos tarde o temprano. Por si alguien tiene dudas, recuerda a los presentes un proverbio de su tierra que, traducido al castellano, dice algo así como “Los hombres pueden volver a reunirse; las montañas, no”.

“Quiero vivir aquí. En España hay futuro, porque en Marruecos... En Marruecos hay peleas, muchos problemas con la policía y robos”, dice este chaval, que dejó en su país a ocho hermanos.

Piensa lo mismo su amigo Rida, que no quería quedarse en Marruecos “a fumar”. Él tiene 14 años y llegó a Lanzarote en una patera con otras 32 personas a bordo. Recuerda que pasó mucho miedo, que fueron cinco días en el mar y que solo una persona sabía manejar la barca, pero de ello no quiere hablar mucho más. Todavía le cuesta.

El responsable del centro que ha cuidado de él en Santa Brígida, Enrique Quintana, aclara que es algo común. Tiene más de 20 años de experiencia educando a chicos de las pateras y lo lleva viendo desde siempre: el viaje por el océano es un trauma difícil de olvidar.

“Tengo chicos que llegaron en 2002 y 2003, que ya son adultos y que hoy me dicen: ni por todo el oro del mundo me subo yo hoy a una patera. Es un viaje en el que pasan muchísimo miedo, no solo por lo que supone la propia travesía, sino por lo que representa para un menor separarse de su familia”, dice Quintana.

“A veces, cuando los llevamos a la playa, me cuentan: Eso no son olas, las olas están dentro, son grandes como montañas. También recuerdan la oscuridad, el temor a que los arrolle un barco de noche. En sus primeras semanas tras la patera muchos tienen pesadillas, se despiertan pensando que están en el mar. Es algo que se va atenuando con el tiempo, pero no se va nunca”, subraya.

Quintana está orgulloso de los chicos que envía a Castilla y León, aunque no puede olvidarse tampoco de los momentos malos, los días que vivieron hace no tanto, cuando en Canarias circulaban con fuerza amenazas xenófobas en las redes sociales y se convocaban manifestaciones en algunos barrios contra los inmigrantes. En su centro -como en otros- se vieron obligados por seguridad a pedir a sus chicos que no salieran a la calle durante varias semanas.

La directora de Protección a la Infancia del Gobierno de Canarias, Iratxe Serrano, también está contenta de que, por fin, comiencen a hacerse realidad los ofrecimientos de ayuda por parte de otras comunidades autónomas. Castilla y León asumirá a 25 chicos (diez ahora y 15 más adelante) y otras regiones irán haciéndose cargo de más grupos, hasta sumar unos 200 menores.

Serrano reconoce que es un alivio, porque su departamento tutela en este momento a unos 4.300 menores con diferentes problemáticas, el 63 % de ellos inmigrantes, si bien reconoce que los traslados serán muchos menos que los 800 que esperaban. Además, está feliz de que los diez que abren camino vayan a ser recibidos en centros pequeños, casi familias, donde su plena integración será mucho más fácil.