“¿No te daba miedo?”, preguntó Martín Castillo. “Sí, pero tuvimos suerte. En esta no murió nadie”, respondió Moussa*, un niño de doce años que había interiorizado que en las duras y largas travesías en cayuco desde el África subsahariana hasta Canarias la supervivencia es una cuestión de azar, que la pérdida de vidas en alta mar no solo es posible, sino también habitual, un riesgo que se asume porque la alternativa es un futuro sin expectativas. Al pediatra le impactó la naturalidad con la que un niño hablaba de la muerte, de la experiencia límite que le había tocado vivir a tan corta edad simplemente por su lugar de nacimiento, pero también su plasticidad, su capacidad de adaptación a las circunstancias, incluso su alegría.
Desde 2004 y hasta el pasado mes de marzo, Castillo había ejercido de forma ininterrumpida en la zona básica de salud de Vecindario, localidad grancanaria en la que conviven más de cien nacionalidades y donde además coordina la unidad de Salud Internacional, creada para facilitar la atención preventiva y la vacunación a los pacientes pediátricos de la zona que viajan a sus países de origen durante sus vacaciones escolares. En su trayectoria vital y profesional también figura una estadía de dos meses en Honduras durante su cuarto año de MIR, como cooperante de una ONG que atendía a 600 niños sin familia o con hogares desestructurados.
En los primeros compases de la pandemia de COVID-19 fue 'reclutado' por la gerencia de Atención Primaria para formar parte del equipo de intervención domiciliaria debido a su especialidad en infectología pediátrica. Por sus manos y las de sus compañeros Abián y María han pasado en estos meses cerca de 2.300 menores migrantes a los que evaluaban y hacían la PCR a su llegada a la isla, con la ayuda de los intérpretes de las ONG y ciertas dificultades con aquellos que solo hablaban bambara o soninké. Algunos fueron derivados a las urgencias de los centros sanitarios, solo dos tuvieron que ser ingresados en planta hospitalaria. La labor del equipo pediátrico incluye visitas periódicas a los centros de acogida donde los niños permanecen 14 días en cuarentena y el control, con otro test COVID, transcurrido este periodo.
“Cuando llegan están cansados, no se pueden mover, cuesta hasta valorarlos porque quieren dormir, descansar. Se les intenta hidratar, nutrir, pero cuando están tantos días sin comer y sin beber no puedes darles cantidades grandes, tienes que darles raciones pequeñas, porque si no, no lo toleran”, explica el pediatra. Los días de travesía son un factor determinante. Los menores que salen de Senegal o, en algunos casos, de Costa de Marfil o de Guinea Conakry, llegan, por lo general, en peores condiciones por la mayor duración del trayecto, entre seis y siete días. Cuando los víveres se acaban, beben agua del mar para aguantar. Junto a la deshidratación y el cansancio, la afección más común entre los menores son las úlceras que sufren como consecuencia de permanecer tanto tiempo en la misma posición en la embarcación. “La inmensa mayoría no sabe nadar, van aterrados, agarrados al asiento”, relata Castillo. En el caso de los menores magrebíes, la expectativa de un viaje más corto, de entre dos y tres días, hace que se preparen menos y sufran con mayor virulencia los embates del mar cuando la embarcación se desvía de la ruta o el GPS se rompe y la travesía se complica y se prolonga.
De estos intensos meses recuerda infinidad de historias que le han marcado. Entre ellas, la de Prince*, nigeriano de 14 años que estuvo dos semanas escondido en el timón de un mercante. Cuando llegó, “no se tenía en pie”. También la de Amin*, un joven marroquí de 17 años que sobrevivió 15 días en alta mar, desde el cuarto o el quinto sin comida, y vio morir a 16 compañeros de viaje de hambre y sed. O la de Sally*, “un caso flagrante”, ya que a sus quince años permaneció una semana sola en el Muelle de Arguineguín en un momento en el que se hacinaban en el denominado 'campamento de la vergüenza' cerca de 2.000 personas.
“Si tengo que quedarme con un día de este año, fue aquel en el que se consiguió, con el esfuerzo de mucha gente, que los niños a los que la Fiscalía había separado de sus familiares pudieran volver con ellos, era un clamor”, apunta el pediatra, que rememora el caso de Sira*, una niña de cinco años que estuvo al menos un mes y medio apartada de una tía que para ella era su madre, ya que su verdadera madre había fallecido en el parto. Habían salido de Senegal, adonde llegaron desde Mali huyendo de la guerra. “No paraba de llorar”.
“En este momento no podemos ver las secuelas, habrá que esperar a largo plazo. El propio viaje, todo proceso de migración, es complejo a nivel psicólogico. No es solo el momento de la llegada, es la evolución, cómo afrontan el duelo migratorio, se separan de sus amigos, de sus familias, de sus estructuras y se adaptan al nuevo sitio. En el caso de los niños están en una etapa de desarrollo cognitivo y las consecuencias no las podemos saber en el momento inicial”, señala el pediatra, que destaca, a raíz de los testimonios que ha ido recopilando en esta etapa, que los adultos que viajan en estas embarcaciones intentan proteger a los menores, no solo ubicándolos en los lugares más seguros, sino también tratando de evitar que vean la tragedia, tapándoles los ojos cuando los cuerpos son arrojados por la borda. Y es que, como escribió la poeta Louise Glück, Premio Nobel de Literatura 2020, “miramos al mundo una sola vez, en la infancia. El resto es memoria”.
*Nombres ficticios