Espacio de opinión de Canarias Ahora
Vargas Llosa y yo (elegía y recuerdos de un simple lector)

El primer libro que leí de Mario Vargas Llosa fue La Ciudad y los Perros. Estaba en casa mis abuelos maternos, en Puerto de la Cruz. Una casa terrera canaria muy humilde donde mi madre se crio con cuatro hermanas más. Alguien le habría regalado ese libro a mi abuelo Gilberto. A él le gustaba mucho leer, por lo menos en su vejez, es lo que yo recuerdo. O a lo mejor no leía tanto. Pero tampoco uno en la vejez tiene mucho más que hacer: el paseo a la Plaza de la Iglesia, acercarse al muelle, subir por la calle Quintana, sentarse un rato otra vez en la Plaza de la Iglesia a echarse una conversa con los amigos y para casa. Y a su sillón, película del oeste y leer un rato. Y la lectura, mucha o poca, la que fuera, estaba dentro de esa rutina en la vigilia de la senectud.
Por casualidad, un día me encontré que mi abuelo tenía un libro de Mario Vargas Llosa. ¿Ya me sonaba su nombre? ¿Ya sabía que era uno de los grandes escritores de esos que en el instituto llamaban “boom latinoamericano? No recuerdo. Solo recuerdo que cogí el libro y empecé a leerlo. Fue el primer libro de Vargas Llosa que leí. Así que podría decir que fue gracias a mi abuelo Gilberto que entré el mundo literario del que es uno de mis escritores preferidos (tal vez el que más devoción despierta en mí).
Por cierto, que siempre me llamó la atención que mi abuelo Gilberto y Mario Vargas Llosa tuvieran un cierto parecido físico. Mucho más de jóvenes: más galán tal vez Vargas Llosa, pero también ese aire pícaro seductor de mi abuelo. En la vejez también se parecían. Mi abuelo murió ya hace unos 10 años, Mario Vargas Llosa este domingo 13 de abril.
Tras esa lectura primera, iniciática, de La Ciudad y los Perros, comencé a leer más libros del peruano. En casa de mis padres descubrí otro libro de él: Pantaleón y las visitadoras. Libro desternillante, tal vez el más próximo al realismo mágico. El libro era de mi madre. Mi madre; a ella si le gustaba leer. Estaba suscrita a Planeta, porque todavía hay un buen puñado de libros de esa editorial de fines de los 60 y 70. Ella no fue mucho a la escuela, a los 14 años se tuvo que poner a trabajar para poder aportar un sueldo y sostener al resto de la familia, pero eso no le impidió seguir disfrutando de la lectura (y emocionarse hasta las lágrimas oyendo la Sinfonía Fantástica de Berlioz).
Hablo en pasado de ella no porque esté muerta, sino porque con su alzheimer, ya no “lee”; coge un libro, por ejemplo, entra en mi viejo cuarto, coge un libro lee las primeras páginas en voz alta, se queda embobada, (ciertos recuerdos nunca mueren y todavía no ha olvidado leer). Al día siguiente, coge otro, y no se acuerda lo que leyó. Así en la casa es como un bookcrossing continuo: descubres libros en cualquier lado, y cada página es nueva para ella. Tengo que probar con Vargas Llosa, pero a saber si aparece en las baldas del baño o en una gaveta de yo qué sé sitio
En fin, Pantaleón y las visitadoras, un libro que descubrí por mi madre, la hija de Gilberto. Vargas Llosa llegando a mí. Luego ya se sabía en casa y en todos lados que el escritor peruano era mi predilecto.
Llegué a tener discusiones incluso entre excompañeros de militancia política por salir en defensa de Vargas LLosa. Recuerdo perfectamente una tontería, planteada por un fervoroso seguidor comunista, como quien sigue al Tenerife o a la Real Sociedad, revivida hoy por las políticas identitarias: “Yo no leo a Vargas Llosa no puedo separar la ética de la estética”. Tal vez fueron ese tipo de dilemas acneicos los que me fueron alejando de cierto tipo de izquierda.
También he discutido internamente con el autor, por supuesto. Nunca he abandonado del todo las tesis marxianas del análisis sociológico (aunque descubrir a Weber fue epifánico), y aunque siempre he intentado combinar el liberalismo político con el socialismo, no sin existenciales terremotos unamunianos. Con Vargas Llosa, me han separado en múltiples ocasiones sus ideas políticas y económicas. Pero mi admiración literaria no ha decaído.
La fascinación de sus libros estaba y está para mí no solo en las historias sino en esas arquitecturas narrativas propias del genio que era. Recuerdo cuando leí La Casa Verde, como quedé fascinado no solo por la historia sino por armazón y la estructura que utilizó el escritor peruano.
Leía sus libros con el asombro de sus técnicas narrativas de saltos en el tiempo, de imbricación de historias en la historia principal. Siempre diciendo “que le den el Nobel”, y la alegría cuando se lo dieron.
Sus libros sobre la utopía, sobre la libertad y la dignidad humana: El paraíso tras la esquina, La Fiesta del Chivo, El Sueño del Celta. Hablan sobre el intelectual humanista que no olvida las raíces de los males, y me gusta, me enorgullece conmoverme en ese nivel moral y ético con un intelectual con el que me separan líneas políticas.
Pero por encima de todo, Vargas Llosa fue, será el gran literato. Y así es como lo voy a recordar.
Nunca tuve el placer de poder estrecharle la mano, o de que me firmara algún ejemplar. Si tuve la ocasión de verlo encima de un escenario. Mario Vargas Llosa como actor en Las Mil Noches y Una, su adaptación y versión de este clásico de la literatura. Él en el papel Sahrigar y la gran Aitana Sánchez-Gijón en de Scheherezade. Fue el Auditorio de Tenerife, una oportunidad tan emocionante poder ver al escritor que tanto admiraba encima del escenario. Revivo el instante mientras escribo estas líneas.
Su último libro, Le dedico mi silencio no he podido leerlo. Pero en su memoria empezaré hoy. Fue un regalo de una persona que ya no está en mi vida y ya se sabe, literatura y vida duelen por igual.
Esta mañana me levanté triste, como desde hace unos meses, pero hoy la noticia de la muerte Mario Vargas Llosa me dejó peor. Recuerdo cuando murió mi admirado Ángel González, pasé la tarde llorando. Igual que ese día compraré el periódico para recortar la fatal noticia.
La pena es que no puedo compartir con mi madre mi pena de hoy: “Ma, se murió Vargas Llosa” porque ella ya ni se acuerda de quién es ese hombre. Le daré Pantaleón y las Visitadoras para que lea una o dos páginas en voz alta y se maraville como la primera vez que lo leyó, como me pasó a mí.
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