Ese lenguaje bélico

Creo que todos los gobernantes desde este tiempo, desde aquellos al frente de los Estados más poderosos hasta los más humildes alcaldes de pueblos pequeños, sueñan con disfrutar en algún momento de sus carreras políticas de lo que podría definirse como “un momento Churchill”. La epidemia de coronavirus ofrece una óptima oportunidad para ello, incluso hasta el hastío. Uno termina por concluir que Churchill ha hecho mucho daño a los redactores de discursos de todo el planeta, porque puso el listón demasiado alto, tanto a efectos literarios (esos inolvidables “sangre, sudor y lágrimas” y “lucharemos en las calles, lucharemos en las playas”…) como alegóricos, porque Gran Bretaña estaba en guerra con el III Reich nazi y parecía al borde del colapso ante un enemigo inequívocamente superior. Luego ocurrió lo que todos sabemos, que el Imperio Británico salió indemne gracias al auxilio de su primo americano, la superpotencia cuya intervención cambió el signo de la II Guerra Mundial.

Curiosamente, una epidemia de solemnidad dialéctica ha invadido todas las esferas de la actualidad política. Fíjense en las intervenciones del presidente del Gobierno, que aluden de un modo permanente a referencias de corte bélico, al igual que prácticamente todos los gobernantes occidentales. Para ellos el mundo “se encuentra en guerra”, una guerra “asimétrica y no convencional” frente a “un enemigo invisible”, que se esconde en nuestras calles pero “será derrotado” porque el único escenario posible “es la victoria”. La receta dialéctica de Sánchez incluye algunas referencias de cosecha propia, como la alusión permanente a la fuerza, entendida en este caso como la solidez de los servicios públicos, con un adjetivo empleado hasta la sociedad en alusión al sistema sanitario español, que según Pedro Sánchez es “robusto”, aunque no disponga de los suministros necesarios para su personal y admita su incapacidad para imitar el exitoso modelo surcoreano porque no tiene los test de detección que exigiría esa estrategia. Autocrítica, por tanto, ninguna.

Tengo dudas sobre el éxito a medio plazo de este sendero que nos conduce directamente a la personificación del enemigo como estrategia para generar consenso entre la sociedad. Los virus son virus, no enemigos. Y son nuestros errores el auténtico enemigo, sobre todo los descuidos del pasado, la sordera general ante el mensaje de advertencia de esos expertos que siempre estuvieron alerta y ahora nos lo recuerdan en horario de máxima audiencia a través de las pantallas de televisión. Un poco de humildad en estos tiempos difíciles estaría bien. Porque no nos medimos a una nación enemiga que nos invade, ni a un movimiento terrorista que golpea nuestras ciudades. Estamos recluidos porque sufrimos la expansión de un virus de nuevo cuño, incubado en animales salvajes y extendido a la especie humana en cumplimiento estricto de las reglas de la globalización que nosotros mismos hemos alentado. Puestos a recurrir a citas literarias solemnes, igual podríamos sustituir la épica victoriosa de Winston Churchill por William Shakespeare y su Julio César: “La culpa, mi querido Bruto, no se halla en las estrellas, sino en nosotros mismos”.