Borbón y el mismo cuento
Aunque desde los ochenta en España, según cantara Joaquín Sabina, las niñas ya no hayan querido ser princesas, siguen vigentes en nuestra mente los innumerables cuentos tradicionales infantiles con final feliz y argumento referido a la monarquía, en los que la protagonista -por lo general pobre y desposeída y sometida a desgracias varias, cual alter ego de la Justine del Marqués de Sade- pone fin a sus tribulaciones gracias a alguna venturosa hada que facilita sus esponsales con algún jóven, rico y apuesto Príncipe. Mutatis mutandis -ya que Letizia Ortiz Rocasolano responde a otro estereotipo de mujer de clase media, moderna y hasta algo agresiva- ese fue el relato que se nos trasladó a los ciudadanos hace 10 años con ocasión su matrimonio con Felipe de Borbón y Grecia. Lo hemos vuelto a revivir con peculiaridad con la proclamación como reyes de ambos y la renovada promesa de que junto a Leonor y Sofía van a ser muy felices comiendo perdices y cuidando de los abuelos y de la tía Elena.
Fueron Hollywood y, sobre todo, Disney, quienes con sus filmes más contribuyeron desde fechas tempranas del pasado siglo a arraigar esos mitos en nuestra cultura popular, a traves de pelis como Blancanieves, La Cenicienta, La Bella Durmiente o La Sirenita, quizá por esa fascinación que, como país sin Edad Media, siempre ha existido en Estados Unidos respecto a las monarquías y de la que hay ejemplos más recientes en sagas de ciencia- ficción tan emblemáticas como la de La Guerra de las Galaxias. Incluso en el mundo del cómic hay muestras de esa tendencia con series del Universo Marvel como la de Los Inhumanos, amén de otras muchas otras dinastías intergalácticas, nacidas de la imaginación del Tío Sam.
Y es que, vaya usted a saber por qué oscura razón impresa en nuestro inconsciente colectivo, nos guste o no, sigue siendo expresión de cariño hacia tu pareja o tu retoño llamarlo “'mi rey o mi reina'” y no “'mi presidente o mi presidenta'”; del balompie se sigue diciendo que es el deporte- rey y del león, aunque no dé un palo al agua o, precisamente por eso, se ha proclamado siempre que era el rey de la selva. Y si para los cristianos es asimismo claro que, según los Evangelios, Jesús de Nazaret vino a instaurar el Reino de Dios en la tierra, quienes juegan en una timba a la baraja no tienen más remedio que hacerlo con unos naipes que, por tradición histórica, son monárquicos y no republicanos. Incluso - y no tengo más remedio que volver a hacer una referencia religiosa-, lo que en la Biblia no son más que unos magos o sabios de oriente, mutaría monárquicamente en Europa convirtiéndose en Reyes Magos y en portadores la noche de cada 5 de enero de ilusión para los más pequeños.
Suele ocurrir también en los cuentos y mitos populares que los campechanos y bonachones reyes -porque casi siempre hay un campechano y bonachón rey- padre en el elenco- y los apuestos y virtuosos príncipes -que serán eternamente fieles a las bellas damiselas que han salvado de las garras de los malvados usurpadores que han intentado quitarles el trono- suelen ser buenos, justos y benéficos con sus sencillos, humildes y amorosos súbditos. Nunca hay en ellos asomo de explotación económica, pese a vivir en suntuosos castillos y palacios. Y del mismo modo tampoco hay nunca en su círculo amistades peligrosas con otros poderosos que se lucren explotando al pueblo y beneficiándose de su trato cortesano, sino que se relacionan directa y armoniosamente con la plebe, en un mundo de Yupi en el que, como si se tratara de una gran familia bien avenida, las relaciones sociales están presididas por el amor y no por el Homo Hominis Lupus (El hombre es un lobo para el hombre) de que nos hablara Tomás Hobbes.
La ley del más fuerte
Pero antes al contrario y como todos sabemos, lo que nos dice la Historia es que la realidad de las monarquías ha estado siempre totalmente alejada de esos cuentos de hadas, que para eso son cuentos. De hecho, el conocimiento de los primeros y más rudimentarios sistemas monárquicos de la Historia que están algo documentados -las ciudades estado sumerias, el Egipto faraónico- deja claro que dicha forma de gobierno aparece en un principio ligada a la idea de la ley del más fuerte, aunque dicho poder obtenido por la fuerza -o consentido por ser el del más fuerte- al establecer la regla de sucesión por derecho de sangre otorga a esas embrionarias sociedades -y, sobre todo, a sus élites- una estabilidad preferible a la lucha del todos contra todos propia del Homo hominis lupus.
Por otro lado, aunque en las épocas feudal y, sobre todo, en la absolutista, las monarquías otorgasen estabilidad o, en determinados momentos históricos, incluso facilitasen cierta prosperidad a los pueblos, casi siempre lo hicieron con un elevado costo en sacrificios y vidas humanas (el instrumento para lograr el crecimiento económico, hasta que no se consolidó la idea de progreso científico, no fue otro más que la expansión territorial por medio de la guerra), aunque también es verdad que es muy dificil establecer una comparación con otros sistemas, ya que con excepción de algunas ciudades-estado italianas, que en el fondo funcionaban como monarquías, o de las repúblicas aristocráticas de la antigüedad clásica, apenas se conocían en Occidente otras formas de gobierno.
Debe asimismo dejarse claro que, contrariamente a lo que sugieren ciertos estereotipos históricos -como el que, con frecuencia, ha circulado en torno a Isabel la Católica- respecto a una alianza de las monarquías absolutas surgidas a partir del Renacimiento con el pueblo o la emergente burguesía, para restar poder a la aristocracia, lo que dicen los estudios académicos es que en esa época en el plano económico los reyes nunca dejaron de ser, y menos aún en países como Francia o España, una especie de patrones o primus interpares de las distintas cofradías feudales de cada nación. Y que si bien es cierto que durante ese período se concentra en ellos el poder político y empiezan a constituirse los estados modernos, desde el punto de vista económico lo que sucedió es que se reforzó ese papel suyo como de presidentes del Consejo de Administración de esa gran empresa familiar -la gente bien suele casi siempre estar emparentada entre sí, no se olvide- constituida tanto por ellos como por el resto de nobles y aristócratas. Una empresa en la que, según el rango, se disponía de distintos paquetes accionariales y con cuyos componentes, igual que sucede ahora entre los que parten el bacalao con la gran economía capitalista, la propia Monarquía solía estar ligada por lazos de parentesco.
Dicha situación no empezará a cambiar hasta las revoluciones liberal- burguesas, tras las que las monarquías que sobrevivan no tendrán más remedio que sustentarse en sectores sociales cada vez más amplios convirtiéndose primero en constitucionales y después en parlamentarias. De modo paralelo, la estratificación social se basará cada vez más en el dinero y no tanto en la sangre, pero la pervivencia, incluso en la vigente Monarquía española de 1978 de instituciones tan añejas y apolilladas como el Consejo de la Grandeza de España, como reflejo corporativo de pasados esplendores, puede entenderse algo mejor a la luz de lo que acabo de decir. El problema, no obstante, es que, si nos atenemos a la historia de nuestro siglo XIX y al papel jugado por los antecesores de Juan Carlos y Felipe, en España dicho tránsito social y político resultó absolutamente fallido, la monarquía tuvo no poco que ver con dicho estancamiento histórico y ello provocó que llegáramos al siglo XX con la mayor parte de los deberes por hacer.
El bloqueo sociopolítico
Realizar un análisis detallado de todo lo que digo excede no sólo la capacidad del que escribe, sino el propósito de este trabajo y vaya por delante que si se produjo dicho fracaso la responsabilidad fue de toda la sociedad española del XIX, y especialmente de sus élites, y no sólo de las personas que encarnaban la Monarquía. Pero la nefasta actuación personal de personajes como Carlos IV, al entregar el país a Napoleón, o la de su hijo Fernando VII, al traicionar la Constitución de 1812 y provocar una vuelta al absolutismo, antes de dejar España sumida, a su muerte en 1833, en una guerra civil entre liberales y legitimistas, no pueden dejar de ser reseñadas. La raíz de la aparición de las llamadas dos españas se encuentra en aquellas horas trágicas y la verdad es que cuando se comparan a la luz de la historia dichos reinados con el brillante y probablemente decisivo papel de Juan Carlos en el tránsito de la dictadura de Franco a la democracia, su periodo de gobierno queda notablemente ennoblecido. Y, pese a las sombras que haya podido albergar, no deben dolernos prendas en señalar que supo aprender la lección de la historia.
En cuanto a Isabel II, la tatarabuela de quien ya es Rey padre, más allá de una vida privada más que controvertida, que le otorgó el sobrenombre de la reina castiza y hasta la convierte en una figura simpática, quedémonos con la idea, que ahora desarrollaré, de que es durante su reinado cuando el Ejército comienza a tomar un papel preponderante en la historia de España y a actuar por su cuenta y al margen del poder civil. Es la época de los espadones y los pronunciamientos, unas veces de signo liberal- conservador y otras de signo más progresista, y también la época en que, azuzada por una Iglesia integrista y tridentina, la monarquía toma partido casi invariablemente siempre por los conservadores encuadrados en el partido moderado.
Y llegó un momento en aquel reinado tan admirablemente descrito en los Episodios Nacionales de Galdós, en que, hartos unos de las veleidades y caprichos de Isabel y hartos otros de la ausencia de un régimen liberal homologable a los existentes en otros estados de Europa, una coalición mlitar encabezada por el general Serrano (que había sido uno de los muchos amantes de la Reina), pero cuyo principal impulsor era el general Prim, se enfrentaría al Ejército isabelino y la destronaría en 1868, dando comienzo el llamado Sexenio Democrático. Los hechos posteriores son de sobra conocidos (y vuelvo a Don Benito para decirles que constituye el marco temporal de la que muchos hispanistas consideran la mejor novela en lengua castellana después de El Quijote, Fortunata y Jacinta): larga búsqueda en el extranjero de un rey demócrata hasta la aceptación de Amadeo de Saboya; soledad de éste en el Palacio Real tras el asesinato de Prim, al ser acusado por la carcundia de entonces de masón y ateo; abdicación de Amadeo; y proclamación de una efímera e inestable Iª República en 1873, que el propio Serrano se cargaría con un golpe de Estado en enero de 1874 tras la irrupción, a caballo, del general Pavía en el hemiciclo del Congreso. En diciembre del mismo año, otro golpe mlitar, esta vez de carácter monárquico, sería el que encumbraría en el Trono a un hijo de Isabel, Alfonso XII, quien -ojo al dato- pronto asumirá en la Constitución de 1876 la condición de Jefe Supremo del Ejército.
Ejército como garante de unidad
Nótese asimismo que durante todos esos años, junto al inicio de la insurrección emancipatoria en las aún colonias americanas de Cuba y Puerto Rico, el Estado debió sofocar una nueva rebelión carlista en el norte y distintos insurreciones federalistas y cantonalistas en el Sur y en el Este de la península. En ese sentido la experiencia del Sexenio revolucionario sería determinante para que en aras de la integridad territorial el Ejército no sólo abandonara cualquier tipo de veleidad liberal o progresista, que a partir de entonces comenzaría a considerarse antesala de inestabilidad, sino para que empezara a autoconsiderarse garantía de la unidad de la Nación, si fuera necesario, frente al poder civil o el ordenamiento jurídico vigente.
Por otro lado, el hecho de que el propio Alfonso acudiera al campo de batalla cuando se sofocó la insurrección carlista y que asumiera el papel de Jefe Supremo de las Fuerzas Armadas, permitiría que a partir de entonces el Ejército comenzara a hacer piña bajo la Corona y a considerar a dicha institución garante de la integridad territorial y de la estabilidad del sistema, confundiendo muchas veces ésta última con el inmovilismo social y los privilegios de la Iglesia.
Y, ay amigos, esa función neta y primigeniamente militar de la monarquía española en la que tan o más importante que la legitimidad constitucional es la que otorga ser cabeza de las Fuerzas Armadas, se ha mantenido hasta el último traspaso de poderes, como hemos visto en la ceremonia de imposición del fajín, y a ello me referiré enseguida. Volviendo a 1876, todo hay que decirlo, lo cierto es que desde que el bisabuelo del actual rey padre se convirtió en jefe de los ejércitos, ya no hubo más pronunciamientos, salvo alguna pequeña algarada o plante que no tuvo éxito. Y ello permitió que -aunque fuese al precio del inmovilismo antedicho- con los militares en los cuarteles o combatiendo en África la llamada 1ª Restauración (1876- 1923) otorgase al país unas cuantas décadas de relativa prosperidad. Las únicas excepciones fueron, significativamente, el pronunciamiento que en 1923 llevó a cabo Miguel Primo de Rivera, a instancias del propio rey Alfonso XIII, para dejar unilateralmente en suspenso la Constitución de 1876, y que dio la puntilla al periodo y, más adelante, la rebelión de 1936 de un grupo de militares de alta graduación encabezados por Francisco Franco para terminar con la experiencia democrática de la IIª República.
Con la sucesión de Franco por Juan Carlos, dicha condición de Jefe Supremo de los militares como fuente de legitimidad del poder de la monarquía española se reforzó aún más si cabe. Juan Carlos nunca ha renunciado a ella y, aunque la Constitución de 1978 no le otorga poder para designar ministros, sí le confiere el poder de Jefe Supremo de las Fuerzas Armadas, y aunque no debiera ser así, eso en la práctica ha supuesto que haya nombrado a los distintos ministros de Defensa. Los hechos del 23-F y su actuación para que a diferencia de lo que sucedió con su abuelo Alfonso XIII y Primo de Rivera, el golpe de Estado de Alfonso Armada no triunfara, acentuarían aún más en la práctica ese papel.
En ese sentido, tanto por ese concepto como por el de sus nunca bien definidas funciones de representación en el exterior -y a las que habrá que dedicar otro artículo- Juan Carlos ha sido el último Rey político del continente. El resto de testas coronadas de Europa tienen funciones mucho más simbólicas y mejor tasadas tanto en la letra de sus constituciones como en lo que luego es su práctica política. Y, desde luego, no parece que, si nos atenemos al significado de la ceremonia del fajín y la imposición del uniforme militar, antes de ir a jurar la Constitución, eso vaya a cambiar con Felipe VI.
La ceremonia del fajín
Y es que aunque, tras la firma por Juan Carlos de la Ley de abdicación y su publicación en el BOE, se ha considerado que Felipe ya era Rey, el modo como se ha efectuado la sucesión plantea varios interrogantes. El primero, y no pequeño, es el de si la jura de la Constitución no debiera haber sido condición necesaria para ser considerado Jefe del Estado y si existe legalidad en que lo haya sido durante unas horas sin haber jurado aún la Carta Magna (ningún ministro o presidente del Gobierno lo es hasta que no jura o promete su cargo y sólo después se llevan a cabo los actos de traspaso de poderes en los ministerios). El segundo, y de calado mucho más serio, es el de que, aunque ya fuera entonces Rey por el BOE en que se publicó la Ley Orgánica que las Cortes aprobaron, Felipe fuese investido por su padre como Jefe de las Fuerzas Armadas antes de jurar la Constitución. Las loas empapadas en almíbar en que se ha envuelto todo el proceso han puesto al asunto sordina, pero lo cierto es que la legitimidad de los militares ha precedido a la legitimidad del juramento constitucional, cuando por lógica y por sentido común lo normal hubiera sido que las dos ceremonias hubiesen tenido lugar en orden inverso. Y que una vez jurada la Constitución, el Rey hubiera ido asumiendo las prerrogativas que ésta le confiere.
Y no es que uno quiera dárselas de prestigioso constitucionalista o politólogo, pero con los conocimientos académicos y sensibilidad que tiene, uno modestamente cree que aunque la ceremonia del fajín pudo ser legal (insisto, Felipe ya era Rey por la publicación en el BOE de la Ley del Parlamento) fue claramente disfuncional con el espíritu democrático y de supremacía del poder civil sobre el militar que se supone anima todo nuestro ordenamiento jurídico constitucional. Eso sí: seguramente guarda total coherencia con el carácter eminentemente militar de la monarquía en España tanto por la tradición histórica -que, como hemos visto proviene de Alfonso XII- como por el refuerzo que dicho carácter castrense adquirió al heredar Juan Carlos el legado de Franco. Y aunque se me objetará con razón que los militares ya no tienen el poder de antaño, las sombras que proyecta el acto del fajín sobre nuestra democracia no dejan nada bien parado a nuestro sistema constitucional.
Y es que se ha planteado en algunos círculos académicos en alguna ocasión como hipótesis de trabajo qué es lo que hubiera pasado si en éste o cualquier otro tránsito en la jefatura del Estado, el nuevo monarca se hubiera negado a jurar la Constitución. La respuesta ha sido la de que, en un caso como ese, las Cortes hubieran tenido que inhabilitarlo, algo que la propia Constitución prevé, aunque al no haberse desarrollado esa y otra cuestiones en un Estatuto de la Corona, porque -digámoslo claro- nadie ha querido nunca ponerle el cascabel al gato, no exista un procedimiento tasado. Y no es que uno quiera ser malintencionado: ¿Pero qué es lo que hubiera ocurrido si en una situación de tensión o crisis el Rey rebelde y refractario a jurar la Constitución hubiera sido al mismo tiempo Jefe del Ejército?
La responsabilidad de Rajoy
Y triste es tener que decirlo, pero con este modo de proceder, al que el actual Gobierno de Mariano Rajoy no es en modo alguno ajeno, en cuanto uno hila un poco fino pareciera que poco han cambiado algunas cosas desde que Juan Carlos acudiera a jurar su cargo vestido con uniforme militar antes de ser proclamado Rey por el entonces presidente de las Cortes, Alejandro Rodríguez de Valcarcel, “'desde la emoción en el recuerdo a Franco'”.
En aquella ocasión junto al Ejército y las Cortes franquistas, el otro elemento de legitimación por los poderes fácticos que recibió Juan Carlos fue el de la Iglesia, pues no debe olvidarse que aquel régimen era declaradamente confesional y no en vano uno de los argumentos con el que se quiso -¡¡manda narices!!- justificar el cruento baño de sangre que le dio origen fue el espíritu de Cruzada y el ateísmo de la República. Treinta y ocho años después, en base a la separación entre Iglesia y Estado, al menos se ha optado con muy buen criterio por prescindir de ella.
No debe olvidarse asimismo al poder económico y financiero, ahora cada vez más internacionalizado, pero del que en el caso de Juan Carlos se fue recabando respaldo de modo discreto en sus tiempos de Príncipe de España y de dónde, muy probablemente, proceden buena parte de las amistades peligrosas que han ensombrecido su reinado.
Destaquemos por último la legitimidad internacional que Juan Carlos debió obtener en Estados Unidos y en Europa -básicamente en Francia- para asentar su poder. De ahí proviene en buena medida su desmedido papel internacional si se compara con otros monarcas europeos y que no parece que vaya a decrecer con Felipe VI. Pero a ello dedicaremos de modo más específico otra entrega.
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