Es usted padre feliz de un hermoso bebé de 9 meses. O madre de un adorable niño de 3 años. O resignados pero satisfechos progenitores de una adolescente de 13 que se las trae con su rebeldía y su smartphone. Hasta que un buen día su hija/o debuta en el Materno Infantil con diabetes tipo 1 y todo su mundo se le cae encima. Entonces, una vez superado el primer impacto -sobre todo si su hijo entró por Urgencias con 600 de azúcar y al borde del coma- y de nuevo en casa tras la semana de aprendizaje en el hospital, empieza a darse cuenta de que su vida va a cambiar -ha cambiado ya, de hecho- para siempre; de que su desempeño y su carrera profesional -sobre todo si es usted mujer y su hijo, muy pequeño- se resentirán notablemente (rara es la empresa privada que muestra sensibilidad y empatía hacia los empleados cuyos hijos tienen dolencias habituales, trastornos de comportamiento diarios o enfermedades crónicas). Notará tal vez cómo se apodera de usted una cierta bajona. O, más directamente, algo que se parece sospechosamente a una depre… Señal evidente de que debe usted prestar atención a las señales e ir al médico. Porque como cuidador primario que es, debe estar bien -cuerpo y ánimo- si quiere ayudar a su hijo (y a usted mismo) a aceptar su diabetes como una nueva compañera de vida y de juegos. La dichosa diabetes, esa compañera obligada a la que nadie invitó pero que se ha convertido sí o sí en un huésped más de su casa y miembro de su familia. Le guste o no.
Bien. Pese a este comienzo pelín dramático, no se quede con la idea de que las personas (niños, adolescentes, adultos) con diabetes son seres tristes, amargados, cenizos o pesimistas. Todo lo contrario. De ello dan fe los asistentes a las pasadas jornadas Adolescencia y diabetes (Seminario práctico de Psicología para padres y adolescentes) organizadas por Adigran, la asociación de Gran Canaria con la que le habrá puesto de inmediato en contacto el personal sanitario del Materno. La entidad sin ánimo de lucro que suple lo que la sanidad pública debería hacer pero no hace, como dar apoyo emocional a los progenitores, que lo necesitan tanto o más que quien debuta. Porque, como bien explica Iñaki Lorente, psicólogo y experto en la materia, se habla mucho de las diabetes tipo 1 y tipo 2, pero nadie nombra la DT3, “aquella que padecen los familiares -padre, madre, hermanos, abuelos, primos- del paciente tipo 1, que no requiere insulina ni pinchazos, pero sí atención, ayuda y sustento emocional”, explica. O en palabras del endocrinólogo asturiano Ramiro Antuña, padre intelectual del concepto, ese “estado crónico que afecta a las personas en cuyo entorno hay alguien con diabetes”. Para Montse Martínez, presidenta de la Asociación Majorera de Diabéticos de Fuerteventura, “el psicólogo es el gran olvidado por la sanidad pública. Hemos de reivindicar su papel, exigir que aumenten las plazas para que no nos veamos perdidos y solos en este camino”.
Reaprender a vivir
Lorente tiene bien observadas sus características: presión por la responsabilidad (si yo me equivoco, la salud de mi hijo se resiente); sufrir sin derecho a queja (si mi hijo me oye, terminará pensando que tiene la culpa de mi sufrimiento); sentimiento de impotencia (me cambiaría por mi hijo, pero no puedo) y angustia (¿qué será de él en el futuro?). Y comenta que la clave para superar este estado está en aprender a hacer una lectura sana de la situación porque sentirse culpable, frustrado o impotente no ayuda a nadie, y menos al hijo. “Para que la DT3 no desgaste tanto hay que cuidarse, no dejarse invadir por la desesperanza, que aboca al sufrimiento, y centrarnos en lo que podemos hacer: ¿qué puedo hacer yo para que mi hijo tenga la mejor calidad de vida? Y actuar. Reaprender a vivir. En una enfermedad crónica, uno tiene que aprender a quererse y estar bien. Unos padres quemados no pueden cuidar bien a sus hijos”.
También es fundamental encontrar espacios para reencontrarse como pareja, al menos cada dos meses, y sanear la familia, atendiendo al resto de hermanos a quienes la diabetes ha restado atención y tiempo de sus padres, absortos en el enfermo. Para esto es vital tener apoyo logístico, además de emocional. No es habitual que un familiar, normalmente por miedo a que ocurra algo malo que no saben manejar, a no enfrentarse, por ejemplo, a tener que remontar una hipoglucemia, quiera hacerse cargo del diabético. No importa. Pues ¿quién mejor para dejar una noche o un fin de semana a un niño con diabetes que los padres de otro niño con diabetes? “Durante las jornadas -cuenta una asistente- hubo quiénes propusieron crear un grupo de wasap para gestionar ese intercambio de hijos o simplemente para quedar una vez al mes en un espacio con iguales donde poder dar rienda suelta al dolor, a la queja, a la puesta en común de situaciones similares, al aprendizaje, al dar ánimos. La cita es los segundos viernes de mes y ya han quedado”. En opinión de Almudena, madre de María, 9 años, “la diabetes solo la entienden quienes la tienen cerca. Por eso es importante estar con gente que te habla en tu idioma”.
Cuidadores que se cuidan
La diabetes hace gente muy luchadora, muy optimista, que conoce bien su vulnerabilidad y tal vez por eso aprende a autocuidarse, tanto a nivel físico como psicológico y social. En las Jornadas se lloró, sí -el impacto emocional es brutal y es sano airear sentimientos y dolor- pero sobre todo, hubo optimismo y muchas risas. Y la convicción segura de que si la enfermedad les echó un pulso al principio, menores, padres y familiares le están ganando a diario la partida. Optimismo porque los avances en la investigación alimentan la esperanza. Risas porque el sentido del humor y la actitud son claves, en ésta como en otras enfermedades. Lorente, que escuchó y enseñó a los progenitores de adolescentes con diabetes a convivir con la enfermedad “en una etapa de la vida en la que el desarrollo hormonal es brutal y alguna, como la del crecimiento, contrapone directamente el efecto de la insulina”, les inculcó la importancia de que padre y madre sean competentes, teniendo ambos la misma información e idénticas habilidades, evitando delegar en la mujer el rol de cuidador primario del enfermo. Para Olga Sanz, también psicóloga, que se ocupó de dinamizar y entrenar en habilidades y estrategias diarias a padres y madres de niños más pequeños, es fundamental que la enfermedad no se convierta “en el epicentro de la vida familiar. Porque hay cosas más importantes sobre las que debe girar la vida”.
Lorente y Sanz, con diabetes ambos, con bomba de insulina uno, con sensor en el brazo para medir el azúcar sin necesidad de pinchazo la otra, hablan de la enfermedad como una compañera de vida que les ha hecho superarse a sí mismos y dedicar sus vidas profesionales a dar formación a pacientes y familiares, a brindarles el necesario apoyo psicológico y a colaborar con actividades de divulgación, para explicar a la sociedad y a la opinión pública, también a los políticos, que se puede ser inmensamente feliz, estudiar y hacer deporte pese a esa inevitable compañera. “Darles a los chicos el mensaje de que pueden elegir ser lo que quieran, teniendo diabetes. Sin ponerse límites por ser diabéticos”, recalcan.
Javier Hurtado y Jaume Picazos, por último, jalearon a los menores hasta hacerles protagonistas de un reality show -Usted habla y yo le escucho- donde, como por arte de magia, los padres se convirtieron en niños y adolescentes y los hijos, en padres y madres, preocupados por la enfermedad de sus hijos y pesados por amor a ellos. Un rol play que llevó a ambas partes a entender mejor el punto de vista del otro y a propósitos sinceros de establecer y/o mejorar canales de comunicación diaria para gestionar la enfermedad como equipo, no como partes enfrentadas. Al finalizar el encuentro, unos y otras, adultos y pequeños, reconocían haber llorado, sí, pero también sentirse liberados del peso de emociones reprimidas durante semanas o meses, y de haberse reído muchísimo con las payasadas del equipo docente. Y es que cada persona vive su diabetes de una manera. “Para cada uno es individual, aunque la patología sea la misma para todos”, explica Lorente. “Teniendo la misma dimensión biológica, hay gente que la lleva bien y otra que fatal. Y es que hay una dimensión psicosocial importante. La patología no se cura, pero la forma de percibirla sí. De cada persona depende dejar de verla como algo que lastra y aprender a vivir y a ser feliz con ella”. Y cuentan, convencidos, que aceptar no es lo mismo que resignarse. Recordando la definición de Balzac de la resignación como suicidio cotidiano, Sanz, Lorente y Ortega eligieron la aceptación, ese establecer una relación positiva con lo real, ver lo que hay y convivir con ello; ese admitir la enfermedad como un desafío, como un camino hacia una plenitud personal y social, como un reto de lucha diaria. El famoso refrán Con estos bueyes hay que arar. “Esto es lo que hay, no la elegí pero la tengo y con ella voy a caminar”, concluye.
El 14 de noviembre se celebra el Día Mundial de la Diabetes. En España la padecen más de cinco millones. En Canarias, unas 250.000, 13.500 tipo 1 y unos cuantos más tipo 3; la tasa de DT1 supera la media nacional y está en los primeros puestos de Europa. A día de hoy, ésta no se puede prevenir: los científicos aún no han averiguado porqué en un momento dado el páncreas infantil deja de fabricar la necesaria insulina. La 2, que tampoco se queda corta en las Islas, ligada como está a un estilo de vida insano, con mala alimentación, poca actividad física y frecuente obesidad, sí se puede evitar. Investigación, prevención, tratamiento. Y la esperanza de que el avance científico permita, más pronto que tarde, el final de los debuts de menores. Y la cura de todos.