Las 71 familias que forman La Esperanza, la considerada como la mayor comunidad ocupa de España (250 personas, 149 de ellas menores), han pedido este jueves a las autoridades que les den una oportunidad de regularizar su situación, convirtiendo sus casas en pisos públicos de alquiler social.
Esta particular comunidad de vecinos de Guía, en el norte de Gran Canaria, celebró hace unos meses el segundo aniversario del nacimiento de La Esperanza, una iniciativa social espontánea que ha dado vida a cuatro bloques de viviendas que, como otros miles a lo largo de toda España, se quedaron varados en medio de la crisis.
Sus portavoces no recelan del apellido okupa, pero subrayan constantemente que su ocupación “no fue ilegal”, sino que ellos accedieron a los edificios porque su empresa propietaria, Piornedo, les permitió hacerlo, acuciada no solo por los litigios que mantenía con la entidad bancaria que financiaba su construcción, sino también por el continuo saqueo que estaban sufriendo las viviendas.
“Y sigue sin ser ilegal”, apunta su portavoz, Ruyman Rodríguez, que alega que la propiedad del edificio sigue todavía en litigio, aunque esté embargado e inscrito en el registro a nombre de la Sociedad de Gestión de Activos Procedentes de la Reestructuración Bancaria, la Sareb, entidad más conocida como el “banco malo”.
Sin embargo, no ocultan que tienen miedo a que los echen de esas viviendas, a tener que revivir el trauma del desahucio por el que ya han pasado la mayoría de los habitantes de La Esperanza.
Esta comunidad ocupa se formó a partir de los distintos movimientos antidesahucios que surgieron en el peor momento de la crisis, algunos a partir de plataformas más o menos organizadas, otros liderados por colectivos anarquistas y muchos creados de forma espontánea por los vecinos de aquellos que perdían su vivienda.
De hecho, fue el comentario de una vecina en un desahucio en Telde el que puso a los primeros habitantes de La Esperanza sobre la pista de cuatro bloques de viviendas sin terminar en Guía, cuya ocupación “con permiso” emprendió una federación anarquista.
Sin embargo, La Esperanza es una comunidad plural, autogestionada por sus habitantes, con normas de convivencia y una comisión vecinal que se encarga de aceptar o denegar a nuevos miembros. Solo requieren dos condiciones, estar en paro y no tener propiedades, y dan prioridad a aquellas familias con menores a su cargo, por eso más de la mitad de sus habitantes son niños.
Es el caso de Miriam González, de 33 años, madre de cuatro niños: “Mi pareja estaba en la construcción, pero vino la crisis, se quedó en paro y las ayudas se acabaron. Yo me vi en la situación de, o repartir a los niños, con mis padres, o venirme aquí a vivir”.
Esta joven grancanaria cobraba una ayuda de 400 euros mensuales, con los que podía “pagar un alquiler o comer; las dos cosas no”. Hoy sus ingresos son todavía menores, 288 euros al mes.
Como su caso hay otros muchos. Manuel Castro, de 37 años, es un albañil que desde 2010 no encuentra trabajo, al que le echaron de su casa por no poder pagar el alquiler y tuvo que decidir entre irse con sus dos hijos “debajo de un puente” o probar suerte en un edificio ocupa en Guía del que le habían hablado.
“Me he recorrido la isla mil veces dejando currículos, buscando trabajo. En las plataneras, de sepulturero... de lo que sea”, dice.
Otro caso es el de Wendy Rebaque, de 25 años, una vecina de Jinámar (Las Palmas de Gran Canaria) que se quedó sin casa con dos niños a su cargo y sin posibilidad de trabajar, debido a una enfermedad. Ahora muestra orgullosa cómo ha convertido en un hogar su piso de tres habitaciones en La Esperanza.
El portavoz del colectivo apunta que hay más perfiles entre las 71 familias de esta comunidad: mujeres maltratadas que no podían seguir en pisos tutelados y temían perder sus hijos, inmigrantes sin trabajo ni derecho a sanidad... familias desesperadas, en general.
De hecho, asegura que han tenido casos en los que fueron los propios servicios sociales de la zona los que enviaron a La Esperanza a familias que no tenían otra opción de conseguir un techo.
“Necesitamos una solución colectiva. Nos dan bonos de compra de 30 euros, pero eso es caridad. Está muy bien, sobre todo para quien sea creyente cristiano, pero nosotros pedimos justicia. No queremos pescado. Dennos una caña”, proclama Rodríguez.
En primer lugar, piden al Ayuntamiento que les ayude a regularizar los suministros, porque siguen funcionando con luz de obra (sin pagar) y no han podido engancharse a la red de agua potable, algo que están dispuestos a hacer pagando lo que corresponda, ya que ahora se abastecen con camiones cuba.
Pero sobre todo, demandan que el Ayuntamiento “o el organismo público que corresponda” asuma la titularidad de las viviendas y de a sus actuales habitantes la opción de seguir en ellas con un alquiler social, cuyo importe no supere el 20 % de sus ingresos.
Porque, como dice el portón de entrada a las casas: “Comunidad La Esperanza. Lo último que se pierde”.