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La enfermedad de Wilson, una patología no tan rara en Gran Canaria por una mutación aborigen

Iván Suárez

Las Palmas de Gran Canaria —

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La enfermedad de Wilson está catalogada como una patología rara. Su prevalencia es de aproximadamente un caso por cada 30.000 habitantes. Es un trastorno hereditario, genético, que provoca alteraciones en la metabolización del cobre. El organismo no puede eliminar de forma correcta este metal, presente en determinados alimentos, y se va depositando en varios órganos, principalmente en el hígado, pero también en el cerebro o en los ojos. Los cuadros más severos se asocian a un diagnóstico tardío y pueden producir fallos hepáticos (algunos pacientes requieren incluso un trasplante) y alteraciones neurológicas como consecuencias más graves. 

En Gran Canaria se da una particularidad. Aun manteniéndose en los márgenes definidos por la Unión Europea para encuadrar las denominadas enfermedades raras (aquellas que afectan a una de cada 2.000 o más personas), la prevalencia de esta patología en la isla es elevada. La incidencia se cifra en un caso por cada 12.639 habitantes, según recoge un estudio elaborado por un equipo de profesionales del Complejo Hospitalario Universitario Insular Materno Infantil de Gran Canaria (CHUIMI) y publicado en noviembre en Journal of Gastroenterology, la revista oficial de la sociedad japonesa de Gastroenterología. 

El estudio analiza las características clínicas, bioquímicas y genéticas de 70 pacientes con la enfermedad de Wilson, pertenecientes a 50 familias no emparentadas, con el objetivo de determinar las mejores estrategias para facilitar su detección. En casi tres de cada cuatro análisis genéticos realizados (48 de 65) se detectó una mutación específica, llamada L708P. “Viene de los aborígenes canarios, es una mutación prehispánica”, resume Luis Peña, catedrático de Pediatría de la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria (ULPGC) y jefe de la unidad de Gastroenterología, Hepatología y Nutrición Infantil del CHUIMI. 

Peña explica que los estudios genéticos realizados en años precedentes por el doctor Antonio Tugores, jefe de la unidad de investigación del complejo hospitalario de referencia del sur de Gran Canaria y especialista en el área, revelaron que había que remontarse más de 50 generaciones para hallar el origen de esa mutación autóctona. “Se encuentra preferentemente en esta isla, aunque no en exclusiva. También se da en países de América Latina por la emigración que se dio hacia allá”, precisa el catedrático de la ULPGC. 

Esa mutación genética, presente en cerca del 75% de los casos analizados, tiene, por tanto,  un importante componente antropológico. Se vincula a la endogamia en una población aislada. “Antes de la conquista castellana, los aborígenes quedaron acantonados en la zona centro-norte. Sobre el 92% de la población isleña tiene genes europeos, pero persisten entre un 2 y un 4% los genes de los aborígenes canarios, que eran bereberes”, sostiene Peña, que resalta como curiosidad que la L708P no se da en otras islas del Archipiélago. 

Para contraer la enfermedad de Wilson, tanto el padre como la madre del paciente deben ser portadores. De los 48 casos detectados en el último estudio, una mitad tenía la mutación prehispánica prevalente en Gran Canaria junto a una segunda mutación (en heterocigosis). La otra mitad, solo la aborigen, lo que significa que ambos progenitores la portaban (en homocigosis). Esta última, apunta Peña, parece ser más agresiva. El estudio remarca que todas las mutaciones causaron daño hepático desde edades tempranas, incrementando su severidad cuanto más tardío fuera el diagnóstico. 

El catedrático de Pediatría explica que la enfermedad de Wilson apenas presenta sintomatología en los primeros años de vida, por lo que puede pasar desapercibida. Los elevados niveles de transaminasas en los análisis de sangre constituyen la primera señal que alerta sobre la posible presencia de esta patología en edad pediátrica. Si no se diagnostica de forma temprana, puede avanzar, seguir deteriorando el hígado y provocar cirrosis o insuficiencias hepáticas. Otro signo diagnóstico, más frecuente en edad adulta, es el denominado anillo de Kayser-Fleischer, una franja de color verde o dorado-verdoso que aparece alrededor de la córnea. También puede provocar alteraciones neurológicas (temblores, movimientos musculares, dificultades del habla) y trastornos psicológicos en estados más avanzados de la enfermedad.  

El diagnóstico temprano de sospecha suele realizarse en edad pediátrica con las transaminasas altas. A partir de ahí, se realiza un análisis para analizar los valores de un marcador clave en esta enfermedad, una proteína llamada ceruloplasmina. En estos pacientes suelen ser bajos, al igual que el cobre en sangre y a diferencia del cobre en orina, que presenta registros altos. “A algunos también se les hace una biopsia hepática cuando hay alteraciones sospechosas de enfermedad de Wilson para detectar si hay una elevación de cobre en el tejido”, cuenta Peña. La secuencia se completa con un estudio genético. 

Las personas que sufren esta patología deben llevar una dieta baja en cobre. No pueden tomar legumbres, algunos frutos secos y verduras, chocolate... También se les administra tratamiento farmacológico. “Si el diagnóstico es temprano, el paciente puede hacer una vida normal. Si se detecta tarde y hay una afectación hepática o neurológica, ya es mucho más complicado”, afirma el especialista, que añade que la investigación ha avanzado para que, “en un futuro inmediato”, pueda haber terapia médica. 

Día mundial de las enfermedades raras

Este domingo se conmemora el Día mundial de las enfermedades raras. Según datos de la Sociedad Española de Neurología (SEN), más de tres millones de españoles sufren una patología de este tipo. La mitad de los trastornos cursa con afectación neurológica y más de un 60% de los europeos que los padecen aún no ha sido diagnosticado. 

Una de estas afecciones también ha sido objeto de una investigación reciente en Canarias por su alta incidencia en dos islas (1/15.614). Se trata del hiperinsulinismo congénito. El especialista Yeray Nóvoa, vicepresidente de la Asociación Canaria de Investigación Pediátrica (ACIP), explica que esta patología congénita se caracteriza por una “secreción descontrolada de insulina en el páncreas”. La insulina es la hormona que se encarga de facilitar la salida de la glucosa de la sangre para que pueda entrar en la célula y se pueda utilizar como fuente de energía. Cuando los niveles están muy altos, el azúcar en sangre “baja demasiado, produce hipoglucemia, y, especialmente en los niños en crecimiento, puede provocar daños neurológicos persistentes”.

El estudio, publicado en octubre del año pasado en la revista Anales de Pediatría, publicación oficial de la Sociedad Española de Pediatría, hace una revisión retrospectiva de los pacientes diagnosticados con esta enfermedad durante casi dos décadas en el Hospital Insular Materno Infantil de Gran Canaria. Los cuadros más severos se suelen manifestar en recién nacidos, que pueden permanecer semanas, incluso meses, hospitalizados. De los diez casos de hiperinsulinismo congénito persistente analizados en esta unidad, nueve presentaron síntomas el primer día de vida. “Normalmente se detecta con controles de rutina de glucosa, cuando se ve que los niveles están bajos. Son niños que comienzan, incluso, con crisis convulsivas por la hipoglucemia”, señala Nóvoa. Los estudios genéticos pueden confirmar el diagnóstico, aunque en muchos casos “no encuentran nada”. De la serie estudiada, dos pacientes no presentaban ninguna mutación patogénica.

“Cuando la glucosa es muy baja, pueden producirse alteraciones neurológicas, porque es la principal fuente de energía del cerebro. Es especialmente peligroso en los niños más pequeños, en los que el crecimiento del cerebro es muy importante. Puede condicionar su futuro, produciendo secuelas cognitivas y motoras”, expone el pediatra. Nóvoa alude a estudios que establecen un vínculo entre el padecimiento de esta enfermedad en periodo de desarrollo y alteraciones posteriores que afectan al ámbito académico (por ejemplo, en las capacidades matemáticas o de lenguaje) o a las relaciones personales.

El tratamiento comienza con aportes intravenosos elevados de azúcar. También se fuerza la ingesta oral de alimentos, incluso con vías nasogástricas, cuando hay elevados requerimientos de glucosa.  Aparte, se les administra fármacos para intentar disminuir la secreción de insulina. “Hay veces que funciona, depende de la mutación, de la parte de la maquinaria celular en la que se encuentre”. El pediatra señala, no obstante, que los casos más severos “no responden” a estos medicamentos. En estos casos es necesario extirpar el páncreas. La cirugía “puede ser curativa o no”, subraya Nóvoa, porque “nunca se va a poder extirpar el 100%” de este órgano, cuyos tejidos se adhieren a otros, y, por lo tanto, se corre el riesgo de que “ese poco” siga generando el problema. “Los que sí se curan, dejan de tener hipoglucemias, pero tienen un riesgo elevado de padecer diabetes”, advierte el especialista.

Con la finalidad de informar a la población de temas relevantes de salud infantil y de dar visibilidad a este tipo de estudios, un grupo de profesionales ha impulsado la denominada Asociación Canaria de Investigación Pediátrica (ACIP), una iniciativa que pretende obtener financiación para fomentar la investigación y potenciar la formación de pediatras jóvenes, así como de dar respuesta a dudas frecuentes sobre temas relacionados con la salud pediátrica a la población.

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