La estampa es para echarse las manos a la cabeza. Porque lleva tiempo delante de los ojos de quienes han visto caminos tupidos de vegetación en la Cumbre de Gran Canaria, sin que el sentido común gobernara. O la lógica inquietante de senderos y carreteras rebosantes de ramas, hierba seca y pinocha caídas pidiendo vida al fuego. Cosas de la normativa que impide recoger del suelo lo que no sea basura humana.
Ahora, donde antes era verde cuando llovía, amarillo pálido en estos tiempos de ni gota, o hasta blanco cuando la nieve alegra un par de días la tierra y la mirada de los grancanarios, solo se pisa un negro tétrico que humea como si de un asadero se tratase. Que impregna la ropa y las fosas nasales más allá de la vuelta a casa. Es un negro como carbón de una desgracia que ha caído sobre parajes fríos. Paradójico.
Es lo que marca el pisar de las botas por Llanos de Ana López, el Diseminado de sus casas en busca de la vivienda de la víctima mortal del incendio que asola la isla desde el miércoles, o la negritud de Degollada Becerra, donde el mundo se para de vez en cuando a contemplar los roques Nublo y Bentayga; al fondo el Teide. De donde nace el barranco de La Mina que ahora se deshidratada entubada sus aguas.
La pisada se hunde unos centímetros como cuando nieva ligeramente, pero lo que brota debajo del negro es rojizo, es hierba seca, madera humeante, enfriada por la lluvia y la neblina. Hace frío y huele a quemado. Casi no se ve nada, solo una pista: ha sido un fuego a ras de suelo, recorriendo imparable el manto combustible que, intocable, acumula años de estar ahí. Y a ver quién rechista por no recogerlo.
El aprovechamiento de lo que el monte bota al suelo. Eso que se ha dejado tirado a lo largo de años, a la vista accesible de carreteras asfaltadas, pero inimaginable en lo más abrupto de los barrancos. En el ir y venir mental de los grancanarios, desde el gran incendio de 2007 que hace solo días se ha terminado de juzgar, ha quedado siempre ese resquemor de que nada se limpia sobre el terreno. Que sobre la tierra de sus pinares y montes bajos hay un cúmulo de maleza dispuesta a arder. Por el orden natural medioambientalista incontestable. Otra lógica urbanita académica.
Y así ha sido. Una inspección ocular rápida deja en evidencia que es el suelo lo que se ha quemado de cabo a rabo. Que han ardido árboles, pero pocos hasta sus copas, muchos han quedado intactos. En las casas, mayor evidencia no hay: paredes por el humo chamuscadas, pero pocas pérdidas irreparables. Casi todo lo que ha ardido está donde pisamos, donde dejamos caer lo que la gente del campo reutilizaba para animales y cercados, pastos y alpendres, según su mejor entender… y también su peor procurar, que hay mucho espabilao.
Dicen que la tierra quemada estos días en Gran Canaria se regenera con rapidez. Es agradecida con cuatro gotas, todos lo sabemos. Pero suena eso a consuelo de mal de amores. Otra huida hacia delante, una nueva impertinencia si no se abre de una vez el debate de qué hacer con el monte. No está ahí para que nadie lo pise, como si fuera el césped intocable de Las Palmas de Gran Canaria hace veinte años.
No sé. Seguro que estoy equivocado. Pero esta entrada de otoño me voy con olor a chamusquina y una imagen que no se me va de la cabeza: alguien pensando que la naturaleza ha hecho la limpieza necesaria del suelo sobresaturado del campo.