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Las 'huellas' tras 55 días en la UCI por COVID: “La parte dos es la más dura, dar tres pasos era una maratón”

Iván Suárez

Las Palmas de Gran Canaria —

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El coronavirus atrapó a Rafael Melián con las defensas bajas. Hacía apenas un mes que le habían notificado la remisión del linfoma por el que se había sometido a sesiones de quimioterapia el medio año anterior. La vida le había dado “una segunda oportunidad” y decidió viajar entre el 7 y el 9 de marzo junto a su mujer a Madrid para visitar a su hijo, estudiante universitario en la capital. No sabe si fue ahí, en el avión o en Gran Canaria donde se contagió, pero lo cierto es que a los once días de su regreso a la isla aparecieron los síntomas (fiebre, diarrea y malestar general) y se aisló. Llamó al teléfono COVID y a los dos días le hicieron la PCR. Antes de tener los resultados de la prueba, la noche del 28 de marzo, sufrió un síncope en su casa. “Estaba cenando y sentí una fatiga brutal. Pensé que iba a vomitar y fui al baño. Cuando llegué, caí y perdí el conocimiento. Fueron segundos”, recuerda.

Una ambulancia lo llevó al Hospital Doctor Negrín de Gran Canaria, del que no saldría hasta el 6 de junio. En total, 70 días. De ellos, 55 en la Unidad de Cuidados Intensivos (UCI). Uno por cada año de su vida. A su ingreso no sentía que le faltara el aire, pero sus niveles de saturación de oxígeno en sangre eran alarmantes y no hacían más que empeorar. La carga viral era muy alta, le dijeron. A los días tuvieron que intubarlo y posteriormente le hicieron una traqueotomía. Estuvo un mes sedado. “En abril estaba más en el otro barrio que en este”. La COVID-19 y el largo periodo encamado le han dejado secuelas de las que casi cinco meses después aún se recupera. “La parte dos es para mí la más dura, cuando sales te das cuenta de a las puertas de dónde has estado”. Perdió 25 kilos, tenía importantes problemas de movilidad, múltiples contracturas, un hombro encapsulado, daños neurológicos en uno de sus brazos, llagas en la espalda y una acusada sensación de cansancio. “Dar tres pasos era una maratón”.

Se estima que entre el 15 y el 20% de los pacientes que han superado la COVID-19 presentan secuelas de la enfermedad, explica Guillermo Pérez Mendoza, neumólogo del Hospital Doctor Negrín. El especialista precisa que esos porcentajes pueden variar en función de los avances sobre el conocimiento de una patología rodeada aún de grandes incertidumbres. Y es que, a pesar de haber invadido la esfera pública y privada, “apenas llevamos lidiando nueve meses” con ella. La fatiga y la disnea (sensación de ahogo, dificultad en la respiración) son las secuelas más frecuentes junto a la tos, el dolor en articulaciones y pecho y la debilidad muscular.

Durante este tiempo se han documentado, aparte de las respiratorias, repercusiones cardiacas, renales, cerebrales, vasculares, musculoesqueléticas y psicológicas, entre otras. Huellas que deja el cúmulo de complicaciones asociadas a la COVID-19, “la afectación pulmonar grave (propia del virus), el gran fenómeno inflamatorio, el encamamiento prolongado, la atrofia muscular, los efectos de algunos fármacos o el aislamiento social”. “Aún queda mucho por saber, sobre todo a largo plazo”, señala Pérez Mendoza, que destaca “la capacidad de la enfermedad de seguir sorprendiendo”. El neumólogo subraya que también se han observado secuelas en los pacientes que han cursado cuadros más leves de la COVID-19. “Ninguna persona, por sana y joven que sea, está exenta de poder sufrirlas”, advierte el facultativo.

Tamara Guerra, médica de familia en el centro de salud de Schamann, no requirió ingreso hospitalario. Cuando aparecieron los primeros síntomas pensó que era “la gripe de todos los años”. Se aisló en su domicilio el 10 de marzo y no negativizó hasta dos meses y una semana después. La fiebre, la debilidad muscular y el malestar general desaparecieron a los diez días. La tos persistió casi treinta. También perdió el olfato y el gusto. Sentía dificultades respiratorias, “pero sin llegar en ningún momento a desaturar”. El primer día que intentó retomar sus rutinas y la actividad tras el alta médica advirtió las secuelas de la COVID. “Fui a caminar y me empecé a asfixiar. No podía subir una cuesta ni más de un piso de escalera”.

Desde el área de Neumología la remitieron a Fisioterapia Respiratoria. Allí coincidió con Rafael. Ambos se pusieron en manos del doctor Daniel López, fisioterapeuta responsable de la unidad. “El tratamiento se inicia entre cuatro y seis semanas después de dar negativo” y consiste principalmente en “ejercicio terapéutico, ejercicio aeróbico, de resistencia y fuerza en brazos y piernas, así como de trabajo específico de la musculatura respiratoria”. También se usan técnicas ventilatorias para “mejorar la funcionalidad y con el único fin de que el paciente pueda volver a tener la máxima calidad de vida”, explica López, que remarca que la fisioterapia está siendo “esencial” para la recuperación de los pacientes COVID, tanto en las Unidades de Cuidados Intensivos, como en planta de hospitalización y tras el alta hospitalaria para el tratamiento de las secuelas.

“Cuando me desperté sí noté que la neumonía bilateral tan bestia que había pasado me hizo daño, me cargó los pulmones. Estaba asfixiado, muscularmente era imposible, no me podía mover. Cuando empecé la fisioterapia, aún ingresado, lo de sentarme en la cama era un mundo. Media hora para sentarme y otra media hora para ponerme en pie. Me caía”, recuerda Rafael. Después continuó en planta y con la hospitalización a domicilio (HADO). “De ir con silla de ruedas, con andador... De repente te das cuenta de que no sabes caminar, de que has perdido los mecanismos, no tienes fuerza, de que cualquier carga física la notas por la deuda de oxígeno y hay que volver a empezar. Es duro”, remarca.  

Aproximadamente al mes, comenzó a trabajar con Daniel López en el programa de fisioterapia respiratoria, que se prolonga durante diez semanas (un total de treinta sesiones) en las que el paciente va realizando “adaptaciones fisiológicas progresivas”, va mejorando “poco a poco”. “Empecé a cero. Me subí a la bicicleta y no podía pedalear. Mi capacidad pulmonar no llegaba aún al mínimo que tenía que estar”, relata Rafael, que confiesa que la palabra que más ha escuchado en estos cuatro meses ha sido “paciencia”. Se siente un “privilegiado” por haber hecho la rehabilitación pulmonar en el hospital. Los avances han sido notables, aunque las cicatrices no han desaparecido. Su recuperación también tiene picos y valles. “Empiezo a sentirme bien, por días o a ratos. Hay días en los que me duele la espalda, las piernas, estoy un poco decaído, las fuerzas no las ha recuperado del todo. Cuando comienzas estás tan abajo que la cuesta la subes rápido, pero llega un momento, al 70%, que empieza a ser un valle, necesitas mucho tiempo para mejorar. Lo importante es mantenerme arriba. Si ahora me paro y me siento en el sillón, dentro de seis meses estaré exactamente igual, sin fuerzas, sin poder caminar. Son lecciones que te da un virus que te machaca la cabeza, hay que hacer actividad física”.

Tamara también se considera “una afortunada”. “En España hay muy pocos programas de rehabilitación respiratoria como el que tenemos en el Negrín. Fueron diez semanas a tope. No es suave. Te entrenan como si fueras un deportista y gracias a eso fui mejorando”, subraya la médica, que sostiene que ya no se cansa al caminar ni al realizar actividades cotidianas. “El virus me atacó los músculos respiratorios, no podía hacer casi nada. La rehabilitación respiratoria fue un antes y un después. Entré pensando que no iba a poder, pero cuando terminé no me podía creer todo lo que hice, pude poner mi capacidad física casi al 100%”, relata la profesional afectada por la COVID-19.

Secuelas psicológicas

La enfermedad también deja secuelas psicológicas. Rafael admite que tras salir de la UCI quedó “muy tocado”. “No podía tener una conversación sobre el tema de más de tres minutos sin que se me saltaran las lágrimas”. Requirió ayuda psiquiátrica, también en el Hospital Doctor Negrín, en una doble vertiente. Por un lado, para ir modulando la retirada de la medicación que le habían estado suministrado durante su estancia en la unidad de críticos. “No la puedes quitar de la noche a la mañana. Me hizo un plan. A casa me vine tomando un tranquilizante, una pastilla para dormir y otra para el corazón”. Por otro, le ayudó a salir del pozo. “Necesitas que alguien te coja de la mano y te ayude a salir de ese bucle en el que te has metido. El psiquiatra te da pautas, pero el camino lo tiene que encontrar uno. Te hace ver la forma de cambiar cómo se ve el problema. Tiene solución, se puede trabajar”, afirma.

En su memoria se agolpan imágenes y sonidos del box acristalado de la UCI en el que pasó 55 días, la mayoría sedado. “Muchas horas no te enteras de nada, pero otras... Tienes un sentimiento absoluto de soledad. La familia no podía ir a visitarme. Sabes que no estás abandonado y que tienes que estar aislado, pero te sientes apartado. Somos animales sociales, que entrara alguien a quien veías nada más que los ojos y te saludara ya era un motivo de felicidad”, recuerda Rafael. En el box le instalaron una televisión. Pidió radiofórmula. “No quería ver ningún canal, todos hablaban de COVID. Yo ya lo estaba viviendo”. Pasó horas mirando los valores de los monitores. Entre sus peores recuerdos, los largos periodos en la posición de decúbito prono (boca abajo). “Mi mente ha generado esas imágenes en sueño, ninguno bueno”, señala este ciudadano grancanario que ahora acude al hospital dos veces por semana para continuar su recuperación con fisioterapia funcional. Le queda el consuelo de que no contagió a ninguna persona, ni siquiera a su mujer y a su hijo, algo que aún le sorprende.

Tanto Rafael como Tamara responden al perfil de paciente con secuelas que está tratando Daniel López en su programa de rehabilitación respiratoria. Personas con edades comprendidas entre los 45 y los 55 años, algunas con patologías previas de base, pero otras “sanas, que antes de padecer la COVID eran perfectamente autónomas y ahora sufren disnea”. El fisioterapeuta del Hospital Doctor Negrín explica que, en la experiencia acumulada durante estos meses, se ha encontrado con pacientes que han superado la enfermedad y que refieren “cansancio en las actividades de su vida diaria” aunque sus parámetros funcionales sean buenos. Las secuelas más graves las presentan aquellas personas que han estado ingresadas de forma prolongada en unidades de Medicina Intensiva y han requerido ventilación mecánica, con repercusiones neurológicas “como déficit funcional y disfagia (dificultad para ingerir) en algunos casos”, apunta el profesional.

Pérez Mendoza resalta la importancia de “identificar a aquellos pacientes que presentan un mayor riesgo de tener secuelas” y reconoce que aún quedan incógnitas por despejar, como los plazos de recuperación. “Sabemos que hay secuelas que probablemente se cronificarán. En esos casos, más que una recuperación total, buscaremos una optimización y control de los síntomas”, para lo que es esencial “los programas de rehabilitación respiratoria y funcional” y el abordaje desde una actuación conjunta de distintas especialidades médicas. “El trabajo en equipo es una baza en medicina y la COVID-19 nos lo ha vuelto a recordar”, concluye.

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