No hay sonido en este pueblo que alerte de la llegada de un forastero como el ladrido de los perros. Pero Martín conocía un truco infalible para hacerlos callar: silbaba.
Silbaba una milonga de marineros que siempre le daba resultado. Era un sonido casi hipnótico para los animales. La había aprendido de su padre y él, desde chico, dominaba y mejoraba, con alardes de stacatto, aquella suave melodía.
Nunca creyó que ser ladrón iba a ocuparlo tanto tiempo pero este sería, seguro, el último golpe que daría. Con el botín de aquel día podría terminar la casa que su padre comenzó a construir y pagar las deudas que de él heredó.
Esperó a la noche de aquel martes de primavera pues había estudiado bien las fechas y los horarios de los mozos de cuadra. Sólo había robado caballos una vez, siendo todavía aprendiz y, aunque le resultaba más fácil ir a por las joyas, se resignó con este encargo.
Tras calmar a los perros con su silbido liberó el candado del portón con su maña habitual y accedió a la galería donde descansaban los caballos. Le interesaban sólo las dos yeguas percheronas recién traídas de Francia pues había cerrado ya su venta con un intermediario, que esa misma noche las llevaría a Portugal.
Al llegar a la cuadra 23 supo que todo el plan se venía abajo. Al acercar el candil vió algo que no esperaba. Las dos yeguas habían parido a dos potrillos y allí estaban los cuatro, tranquilas ellas, pegadas a las tetas de sus madres las crias.
Una de ellas, la de color canela, se acercó a la gatera de la puerta, bajó el hocico y dejó ver a Martín su reflejo en la pupila humedecida por la lágrima, junto al fuego del quinqué. Supo que aquel era también el espejo de su propia vida. La misma que lo separó de su madre para dedicarse al oficio que en ese mismo instante decidió abandonar. Para siempre.
Salió de allí, entre lágrimas y silbando, esta vez, el arrorró que su madre le cantaba para dormir… mientras los perros volvían a ladrar.