En una callejuela cerca de la Plaza Mayor de Santa Ana, en Las Palmas de Gran Canaria, un edificio con los balcones revestidos por los trozos de cemento que se han desprendido, una puerta de madera de más de tres metros un tanto degradada y una pintura amarilla sin brillo presentan la vivienda de José y Mari, una pareja de jubilados que lleva más de 40 años viviendo ahí, en el corazón de la capital grancanaria.
La fachada del bloque por la cara norte está descuidada, como si nadie la hubiera tocado en décadas. En una vía trasera, el inmueble parece otro. El color de la pared brilla y las ventanas están reformadas. Hasta le da el sol que se pone entre los coloridos barrios de San Juan y San Roque. A pesar de ser una misma construcción, las diferencias entre una parte y otra son bastante evidentes.
José espera delante del portón. Detrás, no hay luz. Saca el móvil y pone la linterna. Más de una vez se ha despeñado con el pequeño escalón que hay nada más entrar, así que no quiere problemas. Los dos primeros pisos del edificio, en la planta baja, están vacíos. Los dos siguientes, más de lo mismo. Después de subir al tercero, Mari aguarda en la entrada. Y su primera reacción es señalar arriba, donde se ve el techo deteriorado y agrietado. “Mira cómo está esto…Y nos quieren echar, como agua sucia”, lamenta.
La casa es antigua, “una maravilla”, exclaman ambos. El salón es grande. El cuarto de ellos dos. El cuarto de los animales. Hay hasta dos cacatúas y una habitación que funciona como maleta gigante, donde este matrimonio con cerca de 48 años de casados guarda sus bienes esenciales antes de ser desahuciados. En principio lo iban a ser en marzo. Ahora les toca esperar hasta septiembre. La dilación no les permite conciliar el sueño. “Esto es un sinvivir”, agrega José.
El Gobierno de España aprobó a principios de año una prórroga del decreto antidesahucios que se acordó cuando estalló la pandemia. Esa norma finaliza el 30 de septiembre. Y a medida que la crisis del coronavirus deja de ocupar páginas en la agenda de La Moncloa, parece cada vez más improbable que se vuelva a renovar.
También es cierto que su aplicación ha sido un tanto decepcionante. De hecho, en algunos tramos de la emergencia sanitaria se han llegado a notificar más lanzamientos (cambio de posesión de un inmueble) que antes, probablemente por la falta de información y el rechazo de muchas familias a seguir postergando el sufrimiento de la demora. El Ejecutivo canario anunció hace un año que en el momento en que la moratoria cayera, sacaría su propia ley antidesahucios. Pero no ha habido más pronunciamientos al respecto.
Los indicadores de exclusión social y pobreza, por las nubes
Canarias es una de las comunidades que más ha sufrido las consecuencias de la explosión de un virus invisible a los ojos que sacudió al mundo durante dos años. La economía está empezando a caminar, pero cayó tanto que aún permanece a la cola de la Unión Europea (UE). El último informe de la Fundación Fomento de Estudios Sociales y Sociología Aplicada (FOESSA) detalla que el 29,1% de los canarios está en una situación de “desventaja importante” tras la epidemia.
Según datos recientes del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), el número de lanzamientos registrados en el Archipiélago durante el primer trimestre de 2022 asciende a 676, un incremento del 10% con respecto a las mismas fechas del año pasado y una ratio de 31,3 por cada 100.000 habitantes, el tercer valor más alto de todo el país. El temor de muchas asociaciones sociales es que esa cifra se dispare cuando concluyan las medidas de protección que se desplegaron mientras la COVID-19 causaba estragos.
“También acaba la prohibición del corte de suministros básicos a hogares vulnerables”, recuerda Fernando Rodríguez, director de Provivienda en Canarias. “Desde aquí nos hemos preguntado a lo largo del recorrido de estos dos años de escudo social: y cuando se retire, ¿qué pasará?”.
“Me preocupa muchísimo el caso de familias que han sido avisadas para ser desahuciadas, que se ha conseguido paralizar ese lanzamiento en el juzgado alegando las medidas que el gobierno ha aprobado a raíz de la pandemia, pero que, cada vez que quedan 20 días o 30 para que sepan si eso se va a parar, no duermen. Lo pasan fatal”, reflexiona Isabel Saavedra, abogada del Sindicato de Inquilinas de Gran Canaria en el programa Informe Trópico.
La previsible avalancha de desalojos forzados se espera sin una red de apoyo en la vivienda pública. El Archipiélago es la comunidad autónoma que menos ha incrementado el número de pisos protegidos con respecto al total de viviendas construidas entre 1981 y 2019, según el Boletín Especial de Vivienda Social publicado en 2020. Por hacer una comparativa entre dos regiones: en Asturias, de todos los domicilios que se levantaron en esas cuatro décadas, el 60% eran de protección oficial; en Canarias, poco más del 10%.
El alquiler tampoco está en posición de ofrecer una mano amiga. El único ingreso que reciben José y Mari son los 800 euros que percibe el primero como pensión y la ayuda que les proporciona la Asociación de Afectados Hipoteca Norte de Gran Canaria (AHINOR). Ya se han hecho a la idea de que van a tener que abandonar su casa y llevan semanas pateándose Las Palmas de Gran Canaria en busca de un piso asequible. Pero hasta ahora nada.
En Canarias, el precio del arrendamiento ha crecido en todos los municipios entre 2011 y 2020, pero especialmente entre las regiones más pobres, según datos del Índice de Precios de la Vivienda en Alquiler (IPVA), una estadística elaborada por el Instituto Nacional de Estadística (INE).
Un desahucio un tanto particular
Mari pasea por toda la casa anunciando lo que es suyo y lo que no también. “¿Ves esas puertas? Las pusimos nosotros. ¿El baño? Lo reformamos. Antes había un agujero solo. A nosotros esto nos ha costado media vida”. José y ella, quienes se refieren el uno al otro como “negrillo” y “negrilla”, viven en pleno centro de Las Palmas de Gran Canaria y solo pagan 100 euros de alquiler.
Hace cuarenta años, el matrimonio entabló una relación de amistad con Fernando Bello, un hombre pudiente que presidía una de las clínicas privadas más importantes de la ciudad. Él, aseguran, se quedó prendado con José por una recomendación que le hizo. Y Bello, a modo de réplica, le ofreció ser el cobrador de los alquileres que tenía por algunas de las calles del vecindario.
El trato era bastante simple: José hacía ese trabajo, y, a cambio, él y Mari podían asentarse en uno de sus pisos frente a la Plaza Mayor de Santa Ana por una baja cantidad. Según el portal inmobiliario Idealista, la vivienda en alquiler más barata en esta zona de la capital cuesta 650 euros al mes; la que menos, 2.500. Ellos pagan 100.
El contrato de arrendamiento entre José y Fernando Bello (“Don Fernando”, como le dice él), firmado en 1980, está dentro de los contratos de alquiler de renta antigua, aquellos acuerdos que se firmaron antes de 1985 y que por norma general se prorrogan en función de la voluntad del inquilino sin cambios en el precio.
Pero Fernando Bello murió. Y uno de sus hijos heredó la gestión del inmueble, dando comienzo al “calvario” que denuncia sufrir la pareja. Primero, le cerró el grifo a José como cobrador de alquileres. Y segundo, interpuso una demanda de desahucio al matrimonio por el impago del Impuesto sobre Bienes Inmuebles (IBI) entre los años 2015 y 2018, una cantidad que se eleva hasta los 1.277 euros.
Según la ley de arrendamientos urbanos, en los contratos de renta antigua es el arrendatario el que debe abonar este impuesto, y no el propietario, como suele ser habitual. José y Mari sostienen que desconocían este hecho y defienden que nunca antes se les reclamó dicho tributo. A fin de cuentas, tampoco tenían el dinero suficiente para costear el pago demandado.
El abogado de ambos ha presentado un nuevo recurso ante el Tribunal Supremo, después de haber sido desestimado por la Audiencia Provincial y el Juzgado de Primera Instancia, en el que solicita la enervación del desahucio para que así los inquilinos puedan abonar las cantidades adeudadas.
En el escrito, alega que no se concretó el importe a reclamar por parte del propietario y que su principal interés no es el cobro de la deuda, sino “resolver un contrato de arrendamiento de renta antigua que frena el ansia inmobiliario, especulativo y económico del actor”. El documento está a la espera de ser admitido a trámite.
Mientras, José y Mari continúan en el hogar que han creado juntos, pero al que todo apunta que dirán adiós en septiembre. “Yo tuve una depresión… Estuve acostada en la cama, sin ganas de nada. El vecino de arriba me dijo: si te llega el desahucio, una de las habitaciones, para ti”, cuenta ella. “Pero mi idea es celebrar mis bodas de oro en esta casa. ¡Me quedan dos años!”.