Refugio

Persiana.

María Neupavert

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17 pasos. Esa es la distancia exacta que hay entre el sofá y el lado derecho de mi cama. El recorrido más largo que puedo hacer dentro de este cubículo de 35m² que es mi refugio. Después de todo, tengo suerte: a mi compañero le corresponde la mitad izquierda, y eso le deja en una clara desventaja, con tan solo 13 pasos. Cada día, desde las 11:28 y hasta las 15:13 aproximadamente, los rayos de luz se cuelan por el doble ventanal del salón-cocina-comedor, por el que también se abre paso una fresca corriente de aire. Aquí no hay vistas a la playa, ni a la montaña, ni siquiera al alquitrán gris y frío con el que están cubiertas nuestras calles y por el que de vez en cuando transita algún vehículo, quién sabe si saltándose el confinamiento o acudiendo diligente a cumplir con su deber de producción para no provocar el colapso total del sistema capitalista. 

Si me asomo a ese hueco que me conecta levemente con el mundo exterior (aire, sol, cielo) tan solo alcanzo a divisar, al frente, un gran muro blanco de hormigón, eterno, liso y uniforme. En los laterales, flanqueando mi existencia, puedo entrever los también pequeños apartamentos de mis vecinos. Me fijo en su ropa colgada sobre el tendedero: camisas, blusas y faldas, prendas elegantes y coquetas, ropa interior de encaje y alguna que otra camiseta de deporte. A pesar de que ya hace 7 días que no podemos pisar las calles, hay quien hace esfuerzos por no abandonarse, por aferrarse a lo imprescindible para mantener alta la moral. Presto atención a la forma en la que recogen las cortinas para vencer, en la medida de lo posible, a la oscuridad, esa terrible oscuridad que se hace cada vez más intensa a medida que se desciende en este hueco, este profundo pozo que es mi patio de vecinos, la misma que con toda probabilidad obliga a mantener las bombillas encendidas las 24 horas a quienes habitan en la segunda planta, que provoca que este encierro sea más parecido a un infierno para ellos que para mí. Cierro los ojos y oigo los murmullos, los ruidos cotidianos (una cafetera, un microondas), las conversaciones (voy a acabar loca, no puedo más con este aburrimiento, estoy desesperado), los diálogos de las series y películas que la tecnología, bendita aliada, nos ofrece de manera continua y sistemática, infinitas producciones de directores sin nombre que nos hacen echar de menos toda nuestra rutina, tantas veces maldecida y odiada, esa que en más de una ocasión nos hizo sentir el afán de la prisa, el vértigo del desapego, el estrés y la ansiedad de ir corriendo a todos lados para no llegar a ninguno.

En estos días raros, mi refugio me salva de la locura. ¿Cómo quejarme, si al encender el televisor veo imágenes de Lesbos, de los slums de India, de las aldeas de Guatemala a las que no llega el agua corriente? ¿Cómo no apreciar la tranquilidad que me aportan las cuatro paredes que me rodean, que me mantienen ajena a la locura colectiva, a los cacerolazos y a los aplausos, a los gritos exacerbados de los inquisidores que, desde sus balcones, juzgan y castigan a transeúntes esporádicos y que se creen los máximos defensores del orden y la moral? ¿Cómo no sentirme afortunada, a pesar de todo, por esos minutos en los que cada día me sumerjo en un libro, sentada en mi sillón, y me abandono a la ficción, y disfruto y río y aprendo con los personajes inventados en otras vidas, en otros lugares? Sin más preocupación que levantarme y calentar la comida, sin más prisa que la que me provoca la trayectoria solar, debido a la cual a las 15:13h ya no hay rayos que impacten contra mi piel desnuda. Cómo no pensar que, al final, soy yo quien puede disfrutar de esos 17 pasos del sofá a la cama, de una trinchera a otra, de la esquina más septentrional de mi mundo a la más meridional. 

Respiro. Todavía nos quedan, al menos, 22 días más de resistencia. Y resistiremos, créanme que resistiremos, y venceremos, y entonces nuestros refugios, grandes o pequeños, bonitos o destartalados, bohemios o minimalistas, se convertirán en los refugios de toda la humanidad y abriremos huecos y ventanas para abrazarnos y querernos y cuidarnos y protegernos. Porque a fin de cuentas, no hay refugio más valioso que nuestro planeta, posesión más preciada que nuestro tiempo ni acción más revolucionaria que sentirse parte de este colectivo (familia, amigos, barrio, comunidad) por el que hoy luchamos, y al que mañana saludaremos más fuertes, más unidos y más solidarios que lo que hemos sido hasta ahora.  

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