¿Cuántos yos habitan este cuerpo? ¿Qué cantidad de gente tengo aquí bajo el mismo abrigo que me abriga?
Todos hablamos con nosotros mismos en algún momento del día, o de la semana. Si nos ponemos trascendentales diremos que, al menos, en algún momento de la vida.
Esos silentes soliloquios en los que construyes para tí un escenario diferente al que ocupas, mientras afuera sucede la tormenta del siglo, capaz de hacerte sentir en la cara el fuerte viento que no sopla dentro del vagón de metro donde estás sentado.
Tu voz en off juega con ventaja. Cree, y con razón, ser la voz de tu conciencia, poseer autoridad moral sobre ti y, es posible, que hasta disfrute de tal condición, incluso cuando juega a hacer lo que más le gusta: contradecirte.
Pero ella, como la que sale de tus cuerdas vocales, padece también uno de los males de este tiempo. Convive con el ruido ensordecedor del resto de sonidos y voces que escuchas y no escuchas.
Yo discuto mucho con mi voz interior. Ese otro yo que se bifurca en el imaginario colectivo como dos figuras, la angelical y la diablesca, sobre cada uno de tus hombros y a cuya conversación asistes sólo en calidad de oyente, como un juez que escucha los alegatos finales de los abogados en un juicio.
Por primera vez estaban de acuerdo en algo, pero yo todavía dudaba. Mientras atravesaba la ciudad subterránea debía decidir si aceptar o no aquella oferta.
Nunca es fácil matar al padre.
De repente otra voz sin rostro se abre paso entre el silencio: “Próxima estación CALLAO, correspondencia con Línea 5”.
De milagro escuché el aviso.
No hay quien se concentre con tantas voces… con tanto ruido.
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