La colada del volcán de La Palma llegó al mar la noche del 28 de septiembre y los 14 miembros de la familia Plasencia respiraron de alivio. Creían que en ese momento su casa ''de toda la vida'', localizada en El Pampillo, dejaría de estar en peligro y pasaría desapercibida para la lava. Sin embargo, la catástrofe no cesó y continuó arrasando a su paso con cultivos e inmuebles. Entre ellos, su vivienda, construida hace más de medio siglo. Desde que estalló el volcán hace ya dos semanas, se refugiaron en un pequeño piso de 80 metros cuadrados de Tazacorte, propiedad de Esther, una de las hermanas. Allí pasaron doce días de agonía pegados al televisor. La esperanza se esfumaba con el paso de las horas, hasta que una imagen de WhatsApp les confirmó la tragedia. “Que se quemara la casa fue un descanso emocional”, confiesa Esther, de 47 años.
El día que la tierra se rompió en la zona de Cabeza de Vaca, ella, sus padres, sus hijos, sus sobrinos, sus hermanos y sus cuñados pasaron la noche en esta pequeña vivienda del suroeste de la isla. Tiene tres habitaciones, un baño, un lavabo y una cocina. Sentada en el colchón de un salón reconvertido en cuarto, Esther explica que, por mucho que lo intentaron, ''fue imposible''. Así que en cuanto un ser querido les ofreció la opción de mudarse temporalmente a una vivienda de El Paso, algunos de ellos la aprovecharon. En ese momento, pasaron de ser 14 personas a ser diez.
''En ningún momento nos planteamos que alguien se fuera al acuartelamiento de El Fuerte'', cuenta. Los vecinos afectados que no tenían otra opción estuvieron alojados de forma temporal en este cuartel militar de Breña Alta, que ya está vacío. Los Plasencia ahora tienen que comer por turnos, dormir en compañía y acostumbrarse a los horarios de los demás. Aún así, prefieren permanecer unidos hasta que las administraciones públicas les ofrezcan otra opción.
“La casa que se está quemando es la mía”
Los padres de Esther tienen 76 y 74 años. ''Nosotros construimos los cimientos con nuestras propias manos'', lamenta la mujer mientras se prepara para arreglar documentación relacionada con su vivienda, que ahora ha quedado sepultada por la lava. Todos los días que precedieron a la tragedia, llamaban por teléfono a la concejala del Ayuntamiento Mar Pérez. ''Quedan dos o tres días para que llegue'', les intentaba tranquilizar ella.
La mala noticia llegó el jueves 30 de septiembre a través de una foto que circulaba por las redes sociales. Lorena, una de las hermanas de Esther, sostiene la imagen en sus manos y señala con el dedo el hogar donde creció: ''Eso que se está quemando es nuestra casa''. Primero la recibieron ellas. ''Lloramos juntas en esta misma habitación. Luego nos calmamos y se lo dijimos a los niños. Después vino lo más difícil, decírselo a mis padres antes de que se enteraran por la televisión. 'Mamá empezó a llorar y a tomar su medicación. Papá se quedó callado''.
Al día siguiente, comenzaron a recomponerse poco a poco. El Ayuntamiento de Tazacorte les ha prestado un local donde guardar los enseres que rescataron. Algunos vecinos les han cedido sus trasteros. Cada pocos días un psicólogo los llama por teléfono y algunos supermercados les han donado cajas de comida y productos de higiene. Y, además, un particular se ha puesto en contacto con ellos para ofrecerles una vivienda.
Los Plasencia tienen familia en El Hierro, que no han dudado en ofrecerles casas, pero ellos no quieren abandonar su isla. Aunque cuando pase el tiempo, Esther sí quiere que sus padres se marchen unos días: ''Quiero que cambien un poco de ambiente y puedan escuchar otras cosas. Aquí, sales a la calle, y solo oyes el volcán''.
La situación económica de la familia tampoco les favorece. Esther y su pareja tienen ganado. Para salvar a sus animales de la erupción, tuvieron que reubicarlos en Garafía. Así que cada mañana recorren 40 kilómetros para alimentarlos. Ambos se dedican a vender leche, pero las personas compradoras ahora lo han perdido todo y ya no pueden pagar. El cuñado de Esther también está desempleado. Hasta ahora ha encadenado contratos temporales y ha tenido que combinar distintos trabajos para salir adelante.
Su solución para sobreponerse a la catástrofe es ''permanecer unidos'' y mantener vivos los recuerdos que se sucedieron durante más de 50 años entre las paredes de una casa que ya no está. ''Yo iba a recoger a los niños al colegio después de trabajar y pasaba toda la tarde allí'', dice una de las hermanas. ''En Navidad, una vez fuimos más de 20 y nunca llegábamos a discutir. No dejábamos que los mayores cocinaran. Hacíamos la comida juntos y siempre lo pasábamos bien'', cuenta Esther. Este año será diferente, pero intentarán que siga siendo especial: ''No nos queda de otra''.