Espacio de opinión de Tenerife Ahora
Cosas de Lepanto
Yo vivía en Lepanto número cuatro, como creo que alguna vez ya he dicho, que era la calle paticorta y estrecha más cercana a la montaña de verdad, al volcán de picón o zahorra que lo dominaba todo en las distancias más cortas. Para mí, Lepanto número cuatro era la calle capital de ese barrio pobre (La Montaña), pese a que fuera un sitio con huerta en su interior, y las restantes, las calles de la plaza y la de atrás, pura periferia maldita. En esto coincidía con mis primos Santi el Negro y Vicentito, y con el Tejero, que también estaba en el núcleo duro y era de los que hay que echar de comer aparte, como ya contaré en próximas ocasiones.
Los de la calle más menuda del barrio siempre nos estábamos peleando con los de la periferia, que eran los que empezaban. Comprobado. Este fue nuestro sino en la infancia y en la primera adolescencia. Peleas, riñas, cogotazos y revolcones con los de la calle de atrás y con los de la calle de la plaza. Así todo el ajetreado día.
De las tres calles de mi barrio, ninguna conducía a lado alguno: siempre a alguna de las otras dos vías principales. Para ir a otro lado, había que tomar otra calle, más señorial, que para mí nunca fue del barrio. No formaba parte del mapa porque en ella no se podía jugar ni correr ni tirar chapas. Una de esas calles, la llamada carretera general, era la que conducía a otras partes: por La Luz, por La Zamora, por La Vera o por El Jardín; era la llave para entrar al resto del mundo.
A esa calle proscrita casi siempre la recuerdo por los atropellos, los frenazos, los robos y las redadas; por las urgencias, las muertes y las peleas de adultos, con sus borracheras a cuesta y sus ristras de palabrotas. Por poco más. También recuerdo la carretera general por el chorro, por El Café y por la barbería, y por La Fonda, por la tienda de comestibles de Goyo y porque en ella nació una mujer león. Ah, y porque un día se calló el pino que allí germinó, ya adulto, y se comió una casa terrera enterita. A las personas no las tocó, como si tuviera conocimiento el pobre pino amputado del asfalto por el viento.
En esas tres asimétricas calles, pasé mi infancia y mi primera adolescencia, con la certeza de que Lepanto número cuatro era la capital del barrio y lo demás territorio conquistado por el núcleo duro. Fantasía maldita.
Yo vivía en Lepanto número cuatro, como creo que alguna vez ya he dicho, que era la calle paticorta y estrecha más cercana a la montaña de verdad, al volcán de picón o zahorra que lo dominaba todo en las distancias más cortas. Para mí, Lepanto número cuatro era la calle capital de ese barrio pobre (La Montaña), pese a que fuera un sitio con huerta en su interior, y las restantes, las calles de la plaza y la de atrás, pura periferia maldita. En esto coincidía con mis primos Santi el Negro y Vicentito, y con el Tejero, que también estaba en el núcleo duro y era de los que hay que echar de comer aparte, como ya contaré en próximas ocasiones.
Los de la calle más menuda del barrio siempre nos estábamos peleando con los de la periferia, que eran los que empezaban. Comprobado. Este fue nuestro sino en la infancia y en la primera adolescencia. Peleas, riñas, cogotazos y revolcones con los de la calle de atrás y con los de la calle de la plaza. Así todo el ajetreado día.