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En deconstrucción

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Indra Kishinchand López

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Te buscas a ti mismo entre los maniquíes
del escaparate que vende mentiras
modelos vitales, iguales, perfectos.
No pueden comprar con dinero todo lo que siento.
Somos víctimas del estímulo, tú sigues esperando
hijos esclavos del humo con padres esclavos del telediario.
Por eso somos títeres.

'Los lobos', David Ruiz

Al lado de los baños del patio de mi colegio había una casa en la que vivía el conserje. Al menos así lo recuerdo yo. Ya entonces me gustaba ir a esos baños cuando el patio estaba vacío y contemplar la inmensidad de un espacio, en parte, desvirtuado por el no-uso del momento. Aprovechaba mis paseos para asomarme a las ventanas con todo el disimulo posible y tratar de entender cómo, lo que para mí era un colegio, se había convertido para alguien en un hogar. A pesar de la juventud creo que intuí que había elementos fuera de su lugar, porque el espacio que se habita es al final un límite a la propia existencia, una manera de comunicar y de ser; y allí todo me hablaba de desorden.

Años más tarde, la noche en la que pasé por la calle del que había sido mi hogar recordé una conversación que tuve con mi padre en el portal. Las conexiones Madrid-Tenerife siempre transcurrían en el mismo escalón los días de verano; en aquella hablamos del trabajo y de los viajes, y fijamos con entusiasmo mi próxima visita a la isla. Esa noche, con la memoria de aquel momento, también vino a mí el día en que mis padres y yo hablamos de nuestros defectos. Mi padre aludió a mi volatilidad en el carácter y no supe entonces darle las gracias por verbalizar todo lo que era; por expresar con tanta claridad mis miedos y mis imperfecciones y darme la oportunidad de corregirlas únicamente para no volver a hacerle sentir lo que sospechaba con certeza.

Cuando estoy con mis padres siempre me pasa que no sé muy bien cómo corresponderles. Pienso a menudo que lo que más me molesta de la política es la falta de humanidad, y es precisamente porque ellos me lo han mostrado con delicadeza. La carencia de una sociedad que se derrumba radica en la imposibilidad del hombre de buscar causas a los problemas en sí mismos. Ahí es cuando surgen los discursos simplistas y egoístas, porque al fin y al cabo la política no es más que el juego de sumar siempre, de rellenar discursos con personas y de usurpar vergüenzas y reemplazarlas por libertad.

Cuando digo que lo que más me molesta de la política es la falta de humanidad lo que quiero decir es que lo que más me molesta de la humanidad es su ausencia. Cuando mi padre me dijo aquellas palabras en el bar mientras bebíamos vino, me di cuenta de que al final era yo la que me estaba retratando con mis gestos, con mi indiferencia y mis silencios, con mi mirada altiva. Ojalá alguien que nos dijera a todos que hay pautas que no son más que un síntoma del miedo, del propio, que nos pasa a todos, que sucederá siempre; ojalá alguien que nos dijera que al final se esfuma, aunque a veces vuelve, y que el problema de la política no es (solo) la falta de humanidad, sino la entrega de la libertad a desconocidos que ignoran su existencia.

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