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En defensa del 'domingueo'

Domingo, 11.30. El bálsamo del sol en su efervescencia de sana molicie. Sudor y descanso. Y la playa de Las Teresitas atestada de toallas, mochilas con sándwiches con apenas dos o tres horas de vida más, sombrillas abriéndose como flores y gritos de niños. Algarabía, cuerpos brillando y somnolientos; vigilando la orilla y lo que en ella sucede. Es domingo, el día de descanso. El día del domingueo. Y ahí están ellos, los domingueros, así denominados por a los que les molesta esta alternativa de pasar el día, como molestan los granos de arena que acribillan el cuerpo disparados por la ventolera en esta soleada mañana.

¿Quién es el dominguero? El que tiene como día de no trabajo (neg-otium) el último día de la semana, instaurado por la cultura cristiana como día de descanso; el día que la rutina laboral detiene su engranaje y desengancha al trabajador de la obligación del trabajo. Ahí están, llegando en sus coches, en la guagua, a por el trocito de placer que brindan los espacios que poco a poco van quedando libres en la arena rubia traída del cercano Sahara.

El plan es sencillo: descansar. Nada más y nada menos. Tumbarse al sol, la cerveza fresquita en la nevera portátil, un ojo puesto en el niño que corre rápido y feliz a llenar el cubo para hacer efímeros castillos de arena. Las Teresitas es una playa accesible, familiar, urbana; diseñada para el habitante de la capital tinerfeña. No es la mejor, ni la más bonita ni la más espectacular de la isla, pero es accesible para todos. Perfecta para dominguear.

Por eso llego relativamente temprano, porque en una hora se podrían mensurar los kilos de arena suficientes para tender las toallas de Frozen y clavar la sombrilla del bazar chino. Por unos pocos euros, se tiene un día en familia. Y por poco esfuerzo: bastante baldado están muchos como para planificar otro plan que no sea éste.

Bendito domingo, gracias señor por este día en el que no nos tragamos la cola de la autopista a las seis de la mañana ni nos pasamos entre ocho y diez horas ganándonos uno de los sueldos más bajos del Europa con el sudor de nuestra frente. Chicas bonitas con piel perlada de océano Atlántico secando sus caderas tibias. Madres sacando fotos a sus críos contentos y llenos de arena. Hombres yendo y viendo por la orilla para hacer un poco de ejercicio como les habrá recomendado el médico para mejorar la circulación. Aprovechemos el día, mañana toca otra vez volver al tajo. Vamos a festejar las migajas que nos podemos permitir después de que el festín del imperativo del productivismo, la precariedad y esa abominación de la cultura del esfuerzo han dejado la hogaza que nos merecemos todos.

Pero hay quien no sólo rehúye del domingueo, sino que parece denostarlo. Es el ocio vulgar y poco atractivo como para consumirlo y desaprovecharlo en una playa tan popular, en la que el individuo es un granito más entre millones.  El ocio es consumo y es estética; estética del consumo como reflexionó el sociólogo Zigmunt Bauman. Y sobre la estética ya se sabe: dime cómo consumes tu ocio y te diré que clase de “sí  mismo” quieres transmitir. Porque la identidad personal es una mercancía preciada en estos días y la experiencia en el capitalismo emocional es oro. No la malgastemos en la banalidad del domingo, el domingo es para las clases populares.

Pero parece que el ocio se ha vuelto un trabajo en sí mismo. Hay que emplearse en preparar un buen día de descanso para poner en el tablero nuestros capitales culturales, sociales, económicos… y mostrar el tipo de estilo de vida y estatus que tenemos. Y más aún, ya no se trata solo del gusto como distinción social: diferenciación sutil en la lucha de clases (sí es que eso existe aún, que seguro que sí, porque las clases medias parecen que están librando una batalla por no ser derrotadas…).

Yo tengo la fortuna de tener una jornada laboral de lunes a viernes, como muchos profesionales liberales. Por lo que esos dos días completos del fin de semana dan para mucho. Dan para mucho si tienes el dinero suficiente, y las disposiciones de hábitos heredadas para un ocio estimado por tus followers y la cámara del iPhone. Pero muchas personas solo disponen del domingo, algunas ni eso. Y el tiempo y los recursos de los que disponen dan para una comida barata en familia en algún bar modesto o para sentarse alrededor de un asador de alguna área recreativa igual de concurrida que este pedacito de costa. O dar una vuelta por el centro comercial y aprovechar para hacer la compra. Y los usos y modos del ocio no sé si marcan una lucha, pero sí que establecen diferencias. Y no solo sociales.

En este sentido, la palabra dominguero esconde un desdén paradigmático para esta tercera fase de la sociedad de consumo, como lo explica Lipovestky en su ensayo La felicidad paradójica: el hiperconsumo ha superado la distinción para llegar a ser del ocio y el consumo una extensión supernumeraria del individuo. Para qué pasar un aburrido día de playa si puedo ojear la costa con mi kayak, descender un barranco rapelando o irme de fin de semana rural a algún lugar apartado. Pero esto sale pasta y cuesta tiempo. Si lo profano es el trabajo -para quien no haga del trabajo su beruf, su vocación ( Weber dixit)-, lo sagrado es el tiempo de ocio, cada vez más escaso, pero cada vez más instrumentalizado e igual de sufrido que la jornada laboral.

Currarse un buen ocio no es cosa baladí. No es lo mismo el filtro de la app aplicado en la playa de domingueros que en la playa salvaje y poco visitada a la que hemos llegado tras un arduo pateo. Aunque al final hagas lo mismo: enseñar tus tetas y el culo amortizando el centro de fitness o tumbarte a sudar bajo el sol. Pero hay diferencias…

Estamos en la era del exceso de positividad, de escapar por obligación de eso que llaman aburrimiento, y que no rinde, no es un capital que dé beneficios (y no me refiero solo a los económicos). Parece que vivimos en la era del hedonismo, en la que el individuo busca sentidos excelsos en sus vidas. Aquí el ocio es la aventura, la fuga de la rutina. Me viene a la cabeza el pequeño ensayo de George Simmel Sobre la aventura: es como si se quisiera recrear el concepto de ésta en sentido romántico; saltar la aborrecida cotidianeidad de la sociedad del empleo y sus requerimientos.

Y el ocio cobra cada vez más importancia, porque el ocio también es producción, se consume y se gasta. Y todas esas actividades adrenalínicas, todas esas fotos impactantes, toda esa presentación del yo que disfruta de la vida y no la malgasta en banalidades como de la que estoy disfrutando este domingo de playa junto a cientos de personas en su día de asueto, no es más que la directriz que el lunes nos guiará aunque nos creamos más que la familia que ha venido hoy aquí con el maletero de su coche lleno de cubos de playa, bocadillos preparados por la esposa, cervezas del Mercadona y esperanzas de pasar un día de descanso. Un día de domingueo. Y que así sea; que disfruten su domingueo, porque de ellos serán los extramuros del que se cree rey y dueño de sí mismo, hecho en sí y para sí como le recuerda el lema motivador de la taza de su despacho. Y hoy me uno a ellos, los respeto y disfruto con ellos, como disfruta el grupo de niños llenos de arena hasta las cejas.

Domingo, 11.30. El bálsamo del sol en su efervescencia de sana molicie. Sudor y descanso. Y la playa de Las Teresitas atestada de toallas, mochilas con sándwiches con apenas dos o tres horas de vida más, sombrillas abriéndose como flores y gritos de niños. Algarabía, cuerpos brillando y somnolientos; vigilando la orilla y lo que en ella sucede. Es domingo, el día de descanso. El día del domingueo. Y ahí están ellos, los domingueros, así denominados por a los que les molesta esta alternativa de pasar el día, como molestan los granos de arena que acribillan el cuerpo disparados por la ventolera en esta soleada mañana.

¿Quién es el dominguero? El que tiene como día de no trabajo (neg-otium) el último día de la semana, instaurado por la cultura cristiana como día de descanso; el día que la rutina laboral detiene su engranaje y desengancha al trabajador de la obligación del trabajo. Ahí están, llegando en sus coches, en la guagua, a por el trocito de placer que brindan los espacios que poco a poco van quedando libres en la arena rubia traída del cercano Sahara.