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La falacia son ellos

El dinero otorga una autoridad que se ejerce con violencia invisible, imperceptible en su totalidad pero pesada y ruda en su presencia. La costumbre del respeto a quien tiene más y la no-banalización del poder también se ejecuta en las calles, a ojos de otros, a juicios de otros. Es ese hábito que termina convirtiéndose en pesadumbre ante lo que uno es, porque cambia con lo que dicen que eres.

Yo vivo en un cuerpo y una voz que no reconozco cuando me sacan de mí, y todos los días acabo preguntándome si al final mi yo es el que ellos ven o el que creo que soy. Entonces pienso que mis miedos me pertenecen, que mis manías son mías, que mi desolación solo me llama a mí y me sigo cuestionando el modo, el ensamblaje perfecto entre el dolor y el perdón, la pertenencia como lo efímero y el desposeer como reencuentro.

Todas esas dudas viven en ciudades hechas de certezas absolutas, de puntualidades incumplidas, de avenidas repletas de desconocidos; y en medio del incendio hay que seguir averiguando la razón del llanto.

Vivo en un gris suave, en un día de niebla al que aún no ha llegado el invierno. Vivo en todas las películas que no he visto y en todos los ascensores en los que me miro fijamente aunque no haya espejo, en las escaleras que utilizo para llegar a casa. A veces vivo más sentada en esas escaleras que en mi cabeza, porque solo temo o espero el momento de derribarlas. Tengo una especie de síndrome de estocolmo con mis desequilibrios y por eso juego a lanzarme al precipicio sin cuerdas, y sin darme cuenta de que debajo de mí hay un océano esperando para llevarme de vuelta al punto de partida.

El origen como cura es la falacia del volver a empezar.

O, tal vez, la falacia es la cura.

Ahora entiendo cuando los adultos gritan.

Y te suplican.

Y te explican que antes ellos fueron como tú.

Que serás como ellos.

Ahora entiendo cuando los adultos gritan desolados en una calle vacía, en una guagua repleta, en un mundo sin gente.

El dinero otorga una autoridad que se ejerce con violencia invisible, imperceptible en su totalidad pero pesada y ruda en su presencia. La costumbre del respeto a quien tiene más y la no-banalización del poder también se ejecuta en las calles, a ojos de otros, a juicios de otros. Es ese hábito que termina convirtiéndose en pesadumbre ante lo que uno es, porque cambia con lo que dicen que eres.

Yo vivo en un cuerpo y una voz que no reconozco cuando me sacan de mí, y todos los días acabo preguntándome si al final mi yo es el que ellos ven o el que creo que soy. Entonces pienso que mis miedos me pertenecen, que mis manías son mías, que mi desolación solo me llama a mí y me sigo cuestionando el modo, el ensamblaje perfecto entre el dolor y el perdón, la pertenencia como lo efímero y el desposeer como reencuentro.