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Historia de una despedida

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Indra Kishinchand López

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Escribo los lunes siempre cerca de las 23.27.

Hoy es uno de esos lunes, y llevo siete domingos pensando en la historia que escuché en el tren que me llevaba a casa. Hablaba una mujer, con detalle, de una despedida. Grabé sus palabras, apunté sus frases, la miré con descaro, y entonces entendí lo que significaba decir adiós.

Despedirse es, en realidad, liberarse de los kilos con los que se cargan cada mañana, de un peso con el que se anda al trabajo, al gimnasio, al supermercado, a tomar unas cañas a alguna plaza de Lavapiés. Imaginé la escena de alguna película en la que una única persona fuese capaz de ver cómo todos arrastran, en una calle ancha y con un tráfico insufrible, una segunda piel a la que, inconscientemente, tienen en cuenta al subir a un taxi, al metro; y se les nota porque bajan un poco la espalda para acomodarse ambos, y miran a su lado para cerciorarse de que hay espacio suficiente para asentar a sus tristezas.

Ella era igual. Tenía la pesadumbre metida en el bolso y le bastaron dos minutos de tren para empezar a rebuscar en su pasado y acordarse de los pormenores del adiós.

Fue martes. El fin de semana había sido su cumpleaños. Él no era muy cariñoso pero lo pasaron bien, rieron, sacaron fotos. El martes ella fue a comer fuera, él, a tomar algo. Llegó más tarde, saludó contrariado. Ella pensó que había bebido, que estaba cansado. Él dejó el maletín en el cuarto. Volvió al salón y le pidió que se sentara. Ella preguntó, bromeando, que si tenía que preocuparse. Él no sonrió. Y ella empezó a preocuparse. Él dijo que no podía más, que no era feliz, que estaba agobiado. En ella, silencio, tan hondo, tan extraño, tan abismal. Esa noche ya no durmieron juntos.

Ella dice que está feliz, que vive sola, que era lo mejor, que puede que, que tal vez. Pero también dice que hay momentos en los que lo piensa y se queda petrificada ante el pasado, ansiosa por la razón, por la explicación, paralizada por la impotencia.

Ya son las 00.13 y ahora solo siento alivio. Eso lo digo yo. Que las despedidas son no grabar nunca esa película, que la verdad es entender que todos transportamos una condena y que obviarla sería tan ruin como cobarde.

Hace años que volví a Madrid y aún me persigo en cada trayecto mientras los desmerezco con un desprecio casi imperceptible, con un odio ejercido con la calma del que se sabe inerte ante cualquier duda congelada.

En aquel viaje de martes recordé a Dani diciendo lo que sostiene al deseo es la fantasía y que la ausencia de esta solo provoca la muerte del primero. Me gusta discutir con él aunque no tenga la certeza de que no estemos de acuerdo del todo, porque así los dos hacemos como que dudamos y con suerte un día lo haremos. Por eso aquel martes también estuve a punto de mirar muy fijamente a esa mujer y advertirle de esto mismo, que observara en qué se sostenía su deseo y que lo dejara morir hasta enterrar los restos debajo de las vías que cruzaba cada día.

En lugar de eso, agaché la cabeza y le cedí mi asiento. Dejé una réplica de mi pena a su lado, me llevé la suya, y puse en palabras todos mis silencios de Atocha.

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