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Miranda

En primero de carrera siempre presentaba los trabajos con manos a la espalda, voz rasgada, y no por la resaca, y cuerpo pegado a la pizarra. Así, mientras le hablaba a una audiencia desconocida a la que ahora podría explicarle mi vida sin rasgos de timidez, pensaba si algún día cambiaría mi manera de mirar a todos los que no eran como yo.

Aquel mismo año mi profesor de antropología nos contó que había recorrido media España en coche para estar con su novia en un día importante y, al llegar, ella le preguntó: “¿Pero me quieres?”. Mi profesor, atónito, murmuró: “¡Pero cómo no te voy a querer después de lo que he hecho!”. Recuerdo esa historia a menudo porque nunca sé si juzgar el valor por lo que se dice o por lo que se hace. A medida que pasan los años me parece más iluso entender las complejidades del otro; es por eso que la gente se sorprende cuando digo que me gustaría ser Meursault en cualquier playa desierta a cuarenta grados y aceptar una propuesta de matrimonio cualquiera.

Entendería sus caras atónitas si no fuera porque todo el mundo sabe que esos deseos son en realidad la búsqueda constante de la ausencia de dolor. El mío y el de ellos. Pero frente a eso no existe antídoto que no sea alguna cerveza y un poco de autoengaño. También es un buen revulsivo admirar la felicidad desde fuera cuando se tiene.

El sábado pasado me ocurrió cuando conocí a Miranda. Ella tenía ocho años y hablaba como una persona adulta y sensata. Yo con 26 cargaba con un palo desde hacía cuatro horas y la admiraba por su paz en medio de un caos tan adulto, tan ajeno a todo lo que debería ser. Admiré la felicidad desde fuera cuando corríamos entre las mesas con lo que habían sido nuestros globos y luchábamos a ver quién era más valiente. También nos mirábamos cómplices cuando pasaba algún hombre gris y colocábamos rectas nuestras espaldas, guardábamos nuestras sonrisas y esperábamos a que se fuera. Entonces terminábamos de disimular y rompíamos a reír para continuar la lucha. Solo una hora después de despedirnos vi a Miranda durante algunos minutos en pantalla grande y pensé que tal vez había hecho llegar su cartel al escenario y me emocioné irremediablemente.

En Miranda vi una felicidad que no había conocido antes. Supongo que esa es la razón por la que le escribo, para decirle que no deje nunca de ser quien es incluso aunque esté rodeada de desconocidos, que no deje de hacer y decir, porque querer siempre es eso, y, sobre todo, que no se pierda en un futuro que aún no le pertenece.

Ojalá pronto veas en ti todo lo que vimos nosotros cuando te conocimos aquella noche de septiembre en Granada, Miranda.

En primero de carrera siempre presentaba los trabajos con manos a la espalda, voz rasgada, y no por la resaca, y cuerpo pegado a la pizarra. Así, mientras le hablaba a una audiencia desconocida a la que ahora podría explicarle mi vida sin rasgos de timidez, pensaba si algún día cambiaría mi manera de mirar a todos los que no eran como yo.

Aquel mismo año mi profesor de antropología nos contó que había recorrido media España en coche para estar con su novia en un día importante y, al llegar, ella le preguntó: “¿Pero me quieres?”. Mi profesor, atónito, murmuró: “¡Pero cómo no te voy a querer después de lo que he hecho!”. Recuerdo esa historia a menudo porque nunca sé si juzgar el valor por lo que se dice o por lo que se hace. A medida que pasan los años me parece más iluso entender las complejidades del otro; es por eso que la gente se sorprende cuando digo que me gustaría ser Meursault en cualquier playa desierta a cuarenta grados y aceptar una propuesta de matrimonio cualquiera.