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Opinión - Lo siguiente era el fascismo. Por Rosa María Artal

Interrupción programada

Dicen que toda buena historia merece un final feliz, pero en esta, en la que vengo hoy a contar, los cadáveres se sacan por la puerta de atrás, con sigilo y sin llamar la atención. Hay muertes de las que no se habla, nadie saca a la palestra lo que no es digno de mención. Ya se sabe, poco se comenta sobre los desaparecidos para siempre, los que anónimamente, sin ruido y con toda la munición cargada, son capaces de irse en una antagónica tarde de verano transfigurada en invierno.

Un aviso a las autoridades ha destapado el asunto y aparece el cuerpo inerte de un vecino en la casa donde vivía él solo. En el ambiente apenas sobrevuela un leve bisbiseo en las ventanas vecinas; tras las cortinas se despachan los pormenores del voluntario abandono, alargando las suposiciones, elucubrando el motivo, la razón, lo que pasaría por esa cabeza... En la calle no hay quien reclame nada. Solo queda espacio para el silencio, la tristeza y la burocracia. El drama solo durará unas horas, el tiempo suficiente para tapar el agujero, para enfriar, para entornar las puertas y seguir cada uno con lo suyo. Cuando no toca de cerca, el olvido actúa inmediatamente. Igual, con suerte, será llorado por unos pocos, a otros ni eso les toca.

Nadie lo vio venir. Entre las escasas visitas no hubo quien intuyera lo que pasaba, todo pasó desapercibido, sin ser notado. El lobo solitario fue condenado a un futuro sin guión desde el principio, no tuvo oportunidad ni fuerzas, el argumento fue desvaneciéndose día a día, sin conflictos por los que luchar, con el único remedio de final anticipado.

En mi cabeza resuenan los versos de Alfred Tennyson: “Una mano que ya no podré estrechar. / Obsérvame, pues como un insomne, / como un condenado me arrastro / muy temprano hacia la puerta”. Hay a quien le arrebatan la vida en un millón de sin sentidos y luego hay quien, aún conservándola, es capaz de perecer en ella. Irónico, ¿verdad? Son las contradicciones de la existencia, de lo que cabalmente no entra en la sesera, pero que a la vez resume las cualidades de los seres humanos: pura disparidad.

Y detrás de cada persona, una biografía que habla de todo lo que fue, aunque también una cabeza que machaca con lo que pudo haber sido, porque así somos muchas veces, ahogados en la infelicidad, presos de un pasado maldito. Pero no es tiempo de parar y sucumbir, las malas experiencias no son para eso. Palpar la realidad es una buena lección. De episodios como estos también se aprende a mirar hacia adelante, a cargar con los fantasmas y los miedos, a llenarse de más motivos si cabe. Nadie dijo que fuera un camino de rosas, que, como bien canta Fito Páez, “hablamos del peligro de estar vivos”.

Dicen que toda buena historia merece un final feliz, pero en esta, en la que vengo hoy a contar, los cadáveres se sacan por la puerta de atrás, con sigilo y sin llamar la atención. Hay muertes de las que no se habla, nadie saca a la palestra lo que no es digno de mención. Ya se sabe, poco se comenta sobre los desaparecidos para siempre, los que anónimamente, sin ruido y con toda la munición cargada, son capaces de irse en una antagónica tarde de verano transfigurada en invierno.

Un aviso a las autoridades ha destapado el asunto y aparece el cuerpo inerte de un vecino en la casa donde vivía él solo. En el ambiente apenas sobrevuela un leve bisbiseo en las ventanas vecinas; tras las cortinas se despachan los pormenores del voluntario abandono, alargando las suposiciones, elucubrando el motivo, la razón, lo que pasaría por esa cabeza... En la calle no hay quien reclame nada. Solo queda espacio para el silencio, la tristeza y la burocracia. El drama solo durará unas horas, el tiempo suficiente para tapar el agujero, para enfriar, para entornar las puertas y seguir cada uno con lo suyo. Cuando no toca de cerca, el olvido actúa inmediatamente. Igual, con suerte, será llorado por unos pocos, a otros ni eso les toca.