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Queridos “quebraderos de cabeza”

Ayer por la tarde decidí ir a comprar con mi hija a una tienda, no porque fuese necesario nada de lo que finalmente compramos, sino sobre todo para despejarme de una terrible semana y como excusa para pasar un rato con ella. Decidió comprarse unas cuantas cosillas y, cuando íbamos a pagar, de pronto me fijé en la dependienta, la miré con la cabeza inclinada, ella me miró y sonrió como aceptando con simpatía estoica que la observara con los ojos desorbitados.

Aunque yo no llevaba puestas las gafas porque en la calle lloviznaba, busqué su nombre en el cartelito que exhibía a la altura del pecho para confirmar que efectivamente era ella. Una milésima de segundo bastó para que de mi boca salieran una tras otra las palabras: “Yo a ti te conozco”. “¿Ah, sí? ¿De qué?”. Asombrada, me dijo que le sonaba mi cara, pero no esperaba que yo le dijese su nombre completo, su lugar de procedencia, a qué se dedicaba su padre y en qué clase y colegio había estudiado hacía catorce años.

Efectivamente, era una antigua alumna sorprendida del prodigio de mi memoria. Ojalá mi memoria fuera prodigiosa como ella decía para otro tipo de recuerdos, como por ejemplo para aprobar un examen de oposición, aunque ¿de qué me voy a acordar si cada vez que hay oposiciones voy con la lengua afuera sin haber podido estudiar? Porque, a ver quién es el guapo que compagina estar dando clase a jornada completa con estudiar oposiciones, a lo que sumaremos ser madre y ama de casa, y otros menesteres y pruebas que nos pone la vida.

Aunque siempre es mejor que exista el olvido, especialmente en algunas cuestiones indeseables. Pero a día de hoy, afortunadamente recuerdo mucho más a mis maestros que lo que ellos se acuerdan de mí. Yo, aunque siempre he sido rebelde, contestona e hiperactiva, en clase apenas era una niña muy imaginativa, con los ojos y los oídos muy abiertos y la boca calladita (todo lo contrario de la mayoría de alumnos de hoy en día), a veces no demasiado brillante en los estudios, que pasaba inadvertida... Pero, si hay alguien que admiraba con devoción a los que tuvieron la suerte o la desdicha de ser mis maestros, esa siempre fui yo, incluso a aquellos que tenían menos fortuna de serles simpáticos al alumnado. A todos les agradezco tantas enseñanzas... Pero hoy los alumnos por lo general no aprecian al profesor que pasa tantos desvelos para que ellos se enderecen y sigan por una senda de provecho, que se pasan noches en blanco creando una actividad nueva para motivarlos en su aprendizaje, que no salen los fines de semana para dedicarlos a corregir y a hacer actas e informes, que a veces regresan a casa agotados, hechos una piltrafa, con el alma rota... Los maestros y profesores somos en realidad sus enemigos. Los mandamos a escribir y a estudiar para los exámenes, con la intención de verlos felices algún día, dando buenos frutos, saliendo por su propio pie, no teniendo que ser una carga para nadie.

No de todos pero sí de la mayoría de los que han sido mis alumnos, mis queridos quebraderos de cabeza, que no han sido pocos, me acuerdo, normalmente cara con nombre y a veces con apellido también y con alguna que otra anécdota o dato surgido del tiempo compartido de aprendizaje recíproco. Algunos de verdad me sorprenden lo lejos que han llegado. Pero la mayoría de veces, sin necesidad de ser la Bruja Lola, puedes predecir cuál será su ocupación en el futuro.

Pues me sorprendió gratamente esta chica que una vez fue mi alumna y, aunque por entonces tenía muebles en la cabeza, no estaban totalmente ordenados y se negaba a dar palo al agua, alardeando de que viviría de niña de su papá contratista, rodeada de oro y de comodidades. Pero una vez resquebrajada la piel de la burbuja inmobiliaria, habrá tenido que enfrentarse a la cruda realidad de que había que “abatir el lomo” y en la actualidad compagina su trabajo de cajera y “chacha pa' todo” en una tienda, con la crianza de su hijita y con los estudios, pues reconoce que teníamos razón y de verdad eran muy necesarios... Me alegra saber que si no aprendes con los maestros, como siempre, la vida acaba dándote la lección.

Ayer por la tarde decidí ir a comprar con mi hija a una tienda, no porque fuese necesario nada de lo que finalmente compramos, sino sobre todo para despejarme de una terrible semana y como excusa para pasar un rato con ella. Decidió comprarse unas cuantas cosillas y, cuando íbamos a pagar, de pronto me fijé en la dependienta, la miré con la cabeza inclinada, ella me miró y sonrió como aceptando con simpatía estoica que la observara con los ojos desorbitados.

Aunque yo no llevaba puestas las gafas porque en la calle lloviznaba, busqué su nombre en el cartelito que exhibía a la altura del pecho para confirmar que efectivamente era ella. Una milésima de segundo bastó para que de mi boca salieran una tras otra las palabras: “Yo a ti te conozco”. “¿Ah, sí? ¿De qué?”. Asombrada, me dijo que le sonaba mi cara, pero no esperaba que yo le dijese su nombre completo, su lugar de procedencia, a qué se dedicaba su padre y en qué clase y colegio había estudiado hacía catorce años.