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Vacaciones otra vez

Camy Domínguez

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Llegan tiempos de vacaciones, de descansar, de echar la mirada atrás a un año escolar que ha sido largo y lleno de avatares y sensaciones, a veces buenas, la mayoría desagradables, al menos en mi caso, porque muchas veces te llega el desaliento y la desilusión viendo el panorama educativo actual.

Pero llegan por fin las vacaciones para chicos y profes. Según dicen, los profesores tenemos más vacaciones que el resto de los trabajadores, pero también más horas de quebraderos de cabeza. Los estudiantes, los menos, disfrutan de un merecido descanso después de quemarse las pestañas todo el año y rindiendo cuenta de lo que es su único quehacer, estudiar. Otros, la mayoría, tendrán que presentarse a la convocatoria de septiembre para ver si rascan algún aprobadito más. Pero buena parte de esos a septiembre no irán ni se les espera porque les da igual tener una o diez asignaturas suspendidas. No les interesa, no es asunto suyo ni de su familia.

No soy modelo de nada pero… ¡qué diferente es esa responsabilidad respecto a la que tenía yo cuando era adolescente! No solo tenía que aprobar mis cursos (me tengo por pesimista pero nunca me planteé suspender y aun así suspendí bastante más de lo que quisiera), sino que debía ayudar en las tareas de casa, todo era prioritario antes que estudiar para los exámenes y hacer los deberes. Mis padres eran de la opinión de que dedicar tiempo al estudio era sinónimo de holgazanear y, como además era la mayor y única chica de la prole, me encomendaban tareas como limpiar, recoger y doblar ropa, pelar papas, fregar la loza, dar de comer a los animales, regar las plantas, ayudar en cualquier labor doméstica incluido el calado, que era en lo que mi madre podía sacarse unas perras sin salir de casa en aquellas épocas de escasez, aunque solo fuera para comprar algo en la venta, que todos sabíamos que a nosotras nos daban quinientas pesetas por esa primorosa labor y a los turistas les vendían la pieza a doce mil por lo menos, pero no era cuestión de perder tan valiosa ayuda económica enemistándose con intermediarias comechosas. Total, que a una rebelde como yo pretendían encauzarla de mujercita de su casa desde pequeña antes que ser buena estudiante. Era lo que estaba establecido en la normalidad cotidiana de las familias de entonces, lo que veía en el entorno con las niñas de mi edad.

Pero es que, además de todo ese quehacer doméstico, yo seguía siendo muy yo, una enfant terrible curiosa e hiperactiva que veía toda la programación infantil en el único canal al uso, jugaba en la calle y en los matorrales con mis vecinitos, leía clásicos de la literatura (y de la subliteratura) universal de todos los tiempos, escuchaba radionovelas lacrimógenas con la misma avidez que los Cuarenta Principales, peinaba y vestía muñecas hasta por lo menos los dieciséis años y el día me alcanzaba para tantas cosas… Pero también recuerdo llegar a casa y decirle a mi madre “saqué un sobresaliente en tal asignatura”, a lo que ella me contestaba “más podías haber sacado”. Nunca supe lo que era una palabra de felicitación o de aliento. No sé, pero creo que me consideraban muy fuerte, incombustible, que no me reían ni una gracia, vamos, no fuera que me durmiera en los laureles o me les subiera a la chepa. Algún miedo me tendrían para no tratarme como una niña humana.

Tampoco me quejo. Pienso que esas formas de tratar a una niña sensible como yo era van moldeándote el carácter desde pequeña para enfrentar toda la dureza de la vida que me ha tocado llevar después. Por eso, cuando veo la forma de comportarse de los chicos y chicas que son mis alumnos ahora y la forma de consentirlos de sus progenitores, me pregunto cómo podrán enfrentarse al futuro niños que, por ejemplo, viendo que ya es su último curso de la ESO, con quince o dieciséis años, o incluso más, que en nada estarán en la calle formando parte de las hordas de trabajadores que conforman la población activa de este país, que en su mayor parte engrosan la cifra de parados, en un cambio de clase te encuentras que uno se te encarama en el altillo de un armario por la curiosidad de ver si cabe, otro te cuenta que se pasa horas eternas en una liga de videojuegos que lo absorbe día y noche y por eso no asiste a clase ni a los exámenes, otro que te dice que le da igual aprobar que suspender, otra que mientras lee en voz alta para la clase se para en la lectura para preguntar el significado de cualquier palabra del habla común mientras sus compañeros, en lugar de escuchar la explicación de dicho significado, aprovechan el momento para hablar en conversaciones particulares sobre cualquier tema de su interés, el otro que, con su barba y aspecto de hombre mayor, te dice “maestra, mira a este, me quitó el lápiz, dile que me lo dé”... Aunque parezca atrevido lo que voy a decir, tengo muy claro que a la gran mayoría de los alumnos que llenan y saturan las clases en los institutos no le interesa nada de lo que les enseñamos los profes. Alguno habrá que realmente esté preocupado por su futuro, seguro que sí, ojalá que sí. Pero los tenemos dentro de las aulas encerrados ocupando unos años maravillosos de sus vidas en los cuales podrían hacer algo de provecho o de interés para lo que va a ser su futuro, que desconozco cuál ha de ser, pero no parece que coincida con lo convencional que el sistema pretende, ni siquiera el que sus padres o su familia pretende, porque de lo contrario remaríamos todos los interesados, alumnos, padres y familias, en el mismo sentido y no solo los profesores y las instituciones educativas, que más parecemos bandos enfrentados que un mismo barco con un destino común.

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