I. LEYENDAS QUE NACEN A CAÑONAZOS
En 1964, Nueva York se había convertido a todos los efectos en aquella “Tierra De Las Mil Danzas” que Chris Kenner describía con dulce elocuencia en su canción. Santos o -con mayor frecuencia- pecadores, una abigarrada colección de músicos e intermediarios diletantes en busca de dinero, fama y estatus, con lanzamientos discográficos cada vez más promiscuos en la mezcla de los heterogéneos sonidos que nutrían a la Big Apple por aquel entonces. También en Spanish Harlem, ese lugar cuasi-mitológico que hemos dado en llamar El Barrio, los emigrantes caribeños de primera generación entraban en competición con una explosiva combinación entre sus ricas raíces en el folklore afro-latino, puesto al día con sensibilidad modernista que a nada hacía ascos, y la sencilla hibridación con los ritmos imperantes en el gueto “de enfrente”, el R&B urbano de post-guerra y su miríada de subgéneros, incluidos los temas crossover con un baile específico asociado; una aportación decisiva para que la exuberante propuesta nuyoricana se hiciera visible y creciera como estaba a punto de hacer.
En medio de toda esa actividad, Johnny Pacheco, un flautista dominicano con problemas para cobrar los royalties de sus exitosas sesiones charangueras para Al Santiago en Alegre Records, recurrió para gestionar un divorcio peliagudo al joven abogado que había conocido en La Habana unos años antes: Jerry Masucci, un enamorado de la música cubana deseoso de entrar en el negocio musical, logró solventar la situación marital satisfactoriamente a favor de Pacheco, y juntos empezaron a diseñar la que habría de convertirse en la etiqueta de referencia en su campo durante unos cuantos lustros, concebida originalmente como un hogar seguro para los jóvenes leones de la escena latina, hartos ya de los manejos de los sellos consolidados y el racismo, insidioso y cotidiano, que padecían en su condición de recién llegados a una industria con acentuada inclinación a explotar su comparativa debilidad frente al mainstream. Con esas ideas en mente, Masucci y Pacheco se fueron rodeando de un núcleo de cómplices musicales en su misma onda, artistas de un talento especial y una más que notable ambición: así, Bobby Valentin, bajista virtuoso e imaginativo arreglista, y el brillante pianista de origen judío Larry Harlow, estaban ya a bordo del proyecto para cuando los fundadores consiguieron reunir los 2.500 dolares que financiarían la grabación del primer larga duración del nuevo sello. Aquel El Cañonazo, disco firmado por Johnny Pacheco, incluía un tema titulado “Fania Funché” que iba a dar nombre definitivo (“nos pareció que sonaba bien en español y en inglés”, recordaba Pacheco) a una aventura que arrancaba llena de incertidumbres, aunque alimentada por una fórmula que finalmente se demostraría ganadora.
II. MANOS DURAS
“El Watusi”… “Señor 007”… la charanga trepidante en que convirtió “Wipe Out”… “A Deeper Shade Of Soul”… “Acid”… “Can You Dig It?”… el himno oficioso del bugalú que es y será “The Soul Drummers”… “Hard Hands”… “New York Soul”… “Cocinando”… “Número Uno”… la monstruosa adaptación de “Pastime Paradise”… Cuando la carrera de un músico está repleta de momentos de ese calibre, tan importantes en la vida de tantísimos fans e igual de inspiradores y relevantes que cuando fueron editados por primera vez, hablar de grandeza es prácticamente obligatorio. Y es que la obra y vida de Ray Barretto, excepcional conguero y gigante sin enemigos conocidos de la música latina, funciona como una guía virtual sobre la evolución de esta desde 1945 hasta nuestros días; su presencia es la del protagonista prácticamente ubicuo que vivió en primera persona las transformaciones y el asentamiento gradual, marcado por picos de éxito y reconocimiento globales, de una escena de la que él fue alma y motor hasta su muy llorada desaparición en 2006, aún sumamente activo en el estudio y los escenarios.
En la década (1967-1976) que pasó en nómina de Fania, el papel del soul drummer nunca fue menos que esencial, bien como punta de lanza del bugalú y el latin soul en su momento de mayor efervescencia comercial (y también socio-cultural), bien como elemento cohesionador entre los egos hipervitaminizados que poblaban ese invento maravilloso -pero inestable como la mismísima nitroglicerina- que fue Fania All-Stars. Recordar su imagen comandando las brutales descargas de aquel dream team con aplomo supremo, mientras sabes que alguien, en un allnighter británico o una latin jazz session en Tokyo, L.A., Berlin o Melbourne, está pinchando entusiasmado uno de sus clásicos, constituye el homenaje mínimo que se le debe a una figura así de torrencial e icónica. El latido detrás de toda esta historia, nada menos.
III. “ESTO ES EL GUAGUANCO”: CHEO Y TITE
Una historia de redención y triunfo del talento puro: Cheo Feliciano, caído en desgracia por su prolongada dependencia de la heroína, volvía, oficialmente rehabilitado, al estudio de grabación en 1971. Asignado por Fania al recién adquirido sello Vaya, otro de los antiguos rivales que sucumbía a la expansión del imperio de los de Masucci, el que fuera admirado cantante del Joe Cuba Sextet entre 1957 y 1967, despedido después de la orquesta de Eddie Palmieri por sus abusos narcóticos, regresaba con la urgencia de reivindicarse y despegar en su carrera como solista. Rara avis entre los soneros puertorriqueños, su rango de barítono, profundo y expresivo, le había convertido en un vocalista sumamente versátil, que enamoraba en su faceta ocasional de bolerista (Hector Lavoe y Rubén Blades, entre muchos otros aspirantes más jóvenes, le profesaban genuina admiración, y nunca negaron la gran influencia que el intérprete de “El Ratón” había ejercido sobre ellos), pero las dudas sobre su puesta a punto artística eran harto profundas.
Sin embargo, la (bendita) decisión de contar con el gran Catalino “Tete” Curet Alonso como productor y compositor principal para la sesión, iba a dar unos frutos extraordinarios: “Cheo” es uno de los discos imprescindibles de la saga Fania, un gran clásico cargado de temas escritos y arreglados para el lucimiento de un Feliciano excepcional, cómodo en todos los formatos, y que brilla como el intérprete definitivo de un cancionero único en la historia de la música afrocaribeña. Desde las primeras notas de “Anacaona”, pasando por joyas tales como “Mi Triste Problema”, “Esto Es El Guaguancó” o “Medianoche Y Sol”, una verdadera cumbre para todos los involucrados en su gestación. La acogida entusiasta de crítica y público, en un peliagudo momento de transición para la salsa, marcó la ascensión inmediata al superestrellato de Cheo (otorgándole en el proceso una merecidísima segunda carrera como cantante de boleros, su gran pasión) y colocó para siempre a su paisano Tite en el Olimpo de los grandes compositores. Fania había obtenido la recompensa por asumir unos riesgos que, casi 5 décadas después, apenas cuentan ante el resultado final que escuchamos, embelesados y gozando con la magia de una receta persuasiva, amorosa, exquisita.
IV. REINA DE AZÚCAR
Con todo lo acontecido posteriormente, y la perspectiva que tenemos en la actualidad sobre las consolidadas jerarquías salseras, resulta casi imposible creerse que la carrera de Celia Cruz estuviera languideciendo claramente al inicio de los años setenta, pero el estancamiento profesional de la temperamental guarachera era vox populi: su etapa en Tico Records junto a Tito Puente (que la abandonó por su antigua rival La Lupe, otra cubana exiliada en busca de asentamiento artístico definitivo en los USA) quedaba ya muy lejos, y cuando Masucci heredó su contrato discográfico al adquirir el sello Vaya, la otrora estrella con la Sonora Matancera parecía destinada a vivir de las rentas, arrinconada por la explosión salsera que la hacía lucir anticuada y fuera de sitio.
Ahora bien, los sabios engranajes creativos de Fania se pusieron a funcionar con dedicación intensiva, y tras el éxito del concierto (se habló de “música afrocubana”, ninguna mención aún a la salsa) en el Carnegie Hall junto a Larry Harlow, en 1973 llegó su estreno como parte de Fania All-Stars en un memorable encuentro en el Yankee Stadium de N.Y., que la iba a colocar en la primera fila del movimiento, una presencia carismática que había experimentado la puesta al día que necesitaba. En 1974, la jugada se completó con el álbum producido por Johnny Pacheco, una puesta de largo de esta nueva versión de la diva que marcaría el resto de su trayectoria, aupándola a la categoría de embajadora global de la salsa, tan reconocible como incontestable. Y es que todos podemos recordar, con un escalofrío de placer, la primera vez que escuchamos la introducción de una pieza tan monumental como “Quimbara”, ese himno maximalista que encapsula todo lo que Pacheco y Fania pusieron al servicio de Celia, una simbiosis perfecta que consiguió encumbrarla sin posible oposición.
V. EL MALO Y LA VOZ
Destinados a la gloria, condenados a entenderse: el trombonista cuyos arreglos fueron decisivos en el periodo formativo del sonido que hoy asociamos a la versión más triunfal de Fania, y el todopoderoso cantante de cantantes, inagotable versador y personalidad magnética que saltaba, sin aparente solución de continuidad, del drama amoroso a la celebración de su superego, del avezado comentario social al chiste escatológico de dudoso gusto. El curtido nuyoricano del Bronx y un jibarito soñador de Ponce, Puerto Rico. Willie y Hector, en sus siete años de trabajo juntos (1967-1973) definieron lo que era capaz de dar de sí la nueva banda sonora de las comunidades caribeñas trasplantadas a una América áspera, empeñada en fetichizar la violencia y encontrar glamour en la desesperación de sus ciudadanos menos favorecidos. Todo está en los discos que Colón y Lavoe facturaron en una racha de creatividad imparable, una mezcla (aparentemente espontánea) de tradición y hambre por lo nuevo que nos dejó una larga ristra de canciones apabullantes, asombrosas. Los logros posteriores de ambos artistas, reivindicados justamente por sucesivas generaciones de fans, no llegan a ocultar lo especial de aquella relación y la química musical que desató: el Hector de 21 años que canta las hazañas de “The Hustler (El Malo)” –arquetipo de todos los gangsters of love que poblarían el repertorio subsiguiente del boricua- ya tiene todos sus recursos expresivos a pleno rendimiento. Y el envoltorio, crudo, pero sumamente astuto, con el que Colón empuja al material a golpearte, apabulla por la clarividencia musical que lo nutre. Masucci y Pacheco habían encontrado oro de muchos quilates con esta dupla singular.
VI. “ALI BUMAYÉ”: FANIA EN AFRICA
Por fortuna, las imágenes (en glorioso tecnicolor, cortesía del documentalista Albert Maysles) están ahí para repasarse a placer y, llegado el caso, aplacar a los incrédulos. AQUELLO OCURRIÓ…
1974. Anunciado que el combate (conocido popularmente como “The Rumble In The Jungle”) por el título mundial entre George Foreman y Muhammad Ali se celebrará en Kinshasa, la capital de Zaire, el productor Stewart Levine y su socio Hugh Masekela, planean un ciclo de tres días de conciertos que coincida con la pelea. Y aunque esta se acabará retrasando seis semanas, los organizadores se ven obligados a seguir adelante (los contratos ya estaban firmados). Así, un elenco potentísimo de artistas (James Brown, Crusaders, B.B. King, The Spinners, Bill Withers, Miriam Makeba) viajan desde los EE.UU. en lo que se plantea como un reconocimiento explícito de la conexión con la música y la cultura africanas. Siempre alerta, Jerry Masucci se apunta a la propuesta y en el avión con destino a Kinshasa embarcan también la versión 74’ de la Fania All-Stars, una catarata de talentos que encabeza Johnny Pacheco como director musical: Barretto, Harlow, Lavoe, Feliciano, Celia e Ismael Miranda; más Roberto Roena, Nicky Marrero, Bobby Valentín, Yomo Toro, Jorge Santana, Víctor Paz, Louie Perico Ortíz, Ray Maldonado, Lewis Kahn, Ed Byrne, Pupi Legarretta, Santos Colón, Izzy Sanabria e Ismael Quintana. Tremendo. Y eso mismo debieron pensar los casi 80.000 asistentes a su concierto, debidamente inmortalizado por el equipo de Maysles, una celebración vertiginosa del poder de comunicación de esta música, por encima de barreras lingüísticas o culturales. Búsquenlo. Y una reflexión: si la música caribeña era extremadamente popular en el África subsahariana –ahí están los cientos de versiones grabadas en Senegal, Benin, Camerún, el mismo Congo… del repertorio clásico antillano, de la rumba y el son montuno, a la bomba y el merengue- , después de la formidable exhibición de aquella jornada, las estrellas de Fania (como James Brown, en otro-pero-próximo plano) se convirtieron para una generación entera de africanos en algo equivalente a lo que los Beatles representaban para Occidente en aquel momento. ¿Eso es tocar techo, o qué…?
VII. “HOMMY”, LA SALSA SE HACE PROGRESIVA
Larry Harlow, bautizado por sus compadres en Fania como “El Judío Maravilloso”, además de sus muchas aportaciones como pianista poseedor de un excelso feeling y genuino tumbao, también demostró un fino olfato para hacer trabajo en equipo y mejorar el rendimiento y la logística de la empresa en la que creció desde su mismo arranque. Un catalizador de energías, en suma, con imaginación y espléndidos oídos para captar modas y cambios en el gusto popular, algo de lo que el sello neoyorquino se beneficiaría a menudo y en cosas de lo más dispares. Así que, llegado 1973, y en plena expansión de la salsa, nadie le planteó mayores objeciones para grabar una adaptación de la ópera rock que Pete Townshed concibió para The Who… Si, Hommy – A Latin Opera es una versión salsera del disco original de los británicos, y a pesar de la innegable calidad de los arreglos y sus intérpretes, sufre de un serio problema de desorientación, especialmente cuando intenta permanecer fiel al “idioma” de las canciones de Townshed, más algún que otro despiste chirriante que empaña el resultado final de forma irreparable. Una aventura que, finalmente, alienó al público natural de Fania, sin ser capaz de penetrar en la zona de confort de las efeemes, que quizás hubiesen podido difundir su existencia entre otras audiencias, más orientadas al rock anglosajón.
Cuatro años después, y con la lección bien aprendida, Harlow iba a editar otro álbum conceptual, esta vez con material compuesto ex profeso para la ocasión. La Raza latina – A Latin Suite resultó un intento ambicioso por contar la historia de la música afro-latina desde sus mismos orígenes, y en esta ocasión la inspiración triunfa y hasta el formato escogido, sospechosamente inclinado a lo pomposo y recargado, aquí funciona como un bien engrasado vehículo para las muchas ideas que Harlow logró plasmar con brío y genio reconocibles. El trabajo vocal de Frankie Rodriguez, Néstor Sanchez, el trio femenino Latin Fever y un Rubén Blades a punto de despegar hacia la fama con la publicación de Siembra contribuyeron al resultado final de esta reivindicable muestra de la inventiva de un músico-esponja sin ningún miedo al fracaso, una de las armas secretas más valiosas de las que disfrutó la compañía de Masucci y Pacheco.
VIII. QUITATE TÚ PA’ PONERME YO
Repasar la discografía completa de Fania y sus múltiples subsellos depara sorpresas agridulces: algunos artistas importantes en tu vida, intérpretes de canciones que has hecho tuyas desde la primera ocasión en la que se cruzaron en tu camino, tuvieron escasa, casi nula, fortuna en su relación con la casa de discos, traducida en una visibilidad más o menos testimonial, unas cuantas referencias que apenas dan idea del potencial y los méritos que uno adivinaba detrás de tal o cual tema. De ahí que me haya planteado redactar, rehuyendo de los artistas consagrados y los himnos asociados al esplendor “faniático”, una lista de canciones que se han convertido en imprescindibles en mi colección. Pura subjetividad, lo sé. Pero ahí radica su gracia… Escarben sin prisas.
*Justo Betancourt – Pa’ Bravo Yo
*Bobby Rodríguez Y La Compañía – Número 6
*Mark Dimond – El Barrio
*Monguito “El Único” – Borinquen Tu Guaguacó
*Roberto Roena Y Su Apollo Sound – Con Los Pobres Estoy
*Louie Ramirez – Ali Baba
*Latin Tempo – Lo Tuyo No Es Tuyo
*Azuquita – Coco De María
*Joe Bataan – Puerto Rico Me Llama
*Santos Colón – Horas Y Minutos
*Johnny Y Daniel – Ciriaco El Sabroso
*William Rosario – De Barrio Obrero A La Quince
*Latin Fever – Rumba Del Monte Adentro
*Jimmy Sabater – Que Sabroso
*Ricardo Marrero & The Group – Southern Boulevard
*Ralfi Pagán – Up On The Roof
*Ismael Miranda – Soy Féliz
IX. MR. SALSA, EL CONCEPTO VISUAL
En esta saga en la que tanto abundan las leyendas, hay un sitio especial reservado para la figura bigger than life de Israel “Izzy” Sanabria… talento precoz aun cuando vivía en Puerto Rico, el director artístico de Fania Records, portadista lúcido, visceral e instintivo de algunos de los mejores y más celebrados álbumes en la historia del sello, presentador/agitador en los directos de Fania All-Stars, y el hombre que proclama haber puesto nombre al género, desembarcó en el mundo de la música, apenas adolescente, ejerciendo de maestro de ceremonias en el Triton, un club clandestino del Bronx donde cada jueves se organizaban jams con los mejores músicos caribeños del área de Nueva York. Allí conoció a Johnny Pacheco, al que, con todo el desparpajo, se ofreció como portadista para su primer LP en Alegre. El disco, Pacheco Y Su Pachanga fue el más vendido aquel año 1961 en la escena latina, y su trabajo gráfico se difundió consecuentemente por toda la ciudad. Para cuando Pacheco forjó su alianza con Jerry Masucci, no había mejor candidato para el puesto de diseñador de imagen en la nueva compañía discográfica, y Sanabria (con su enorme afro ondulante por inconfundible seña de identidad, y el savoir faire que empleó con eficacia en la promoción de las actividades entorno a Fania) se las arregló para marcar la estética, tan pop y tan callejera, de unas portadas que acabarían siendo parte integral de la marca Fania. Hiperactivo y carismático, Izzy se integró desde el primer momento en los shows de ese colectivo fluctuante pero siempre demoledor que fueron los All-Stars, convirtiendo sus arengas y bailes en parte de un espectáculo que supo conceptualizar como un desfile de superhéroes de barrio que, además de una música ciertamente irresistible, gozaban de una potentísima carga visual, entre la tradición de las orquestas latinas y el colorido toque de afro-futurismo que en aquellos años setenta emergía por todas partes.
Con su alias de “Mr. Salsa” aún en (orgulloso) uso y esas pintas estrafalarias de Peter Pan salsómano, Izzy continúa ejerciendo de caja negra andante -y parlante- de una época que vivió con toda la intensidad de los actores protagonistas de la función, si no más. Un mito entrañable: véanle junto a Ismael Miranda en “Our Latin Thing”, la calle era suya.
X. EN LA PANTALLA, COMO EN LA VIDA
Un fenómeno tan llamativo como el del despegue a escala internacional de la etiqueta “salsa” a nivel comercial, estaba pidiendo a gritos ser documentado y presentado al gran público en forma de estreno cinematográfico. Y varios fueron los intentos en esa dirección: ya hemos hablado del fantástico material rodado en Zaire, comercializado digitalmente desde finales de los noventa, y que acabó integrado parcialmente en el largometraje Soul Power (2009), junto al resto de las actuaciones de aquellas tres fechas gloriosas. El propio Jerry Masucci se involucró aquel mismo 1974 en la producción de Salsa – The Film, un recorrido documental por la historia de la música tropical y su desembarco en los USA, apoyada en una gran colección de material de archivo. Irregular, pero altamente didáctica, hace 15 años tuvo edición española (Vampisoul) en DVD, intenten localizarla…si pueden.
Pero la indiscutida joya de la corona –ya la hemos mencionado en relación a Izzy Sanabria- es otro proyecto de Masucci, estrenado dos años antes, en pleno asentamiento de Fania: Our Latin Thing / Nuestra Cosa nos ofrece la oportunidad de contemplar con nostalgia autosugestionada un New York que ciertamente ya no existe, la palpable efervescencia comunal entorno a una música que estaba emergiendo de su estado de crisálida, pero que aún permanecía pura y cruda, fascinantemente real y conectada con una comunidad en busca de una expresión que la música fuera capaz de canalizar. Muchos momentos memorables, con un valor documental digno de encomio, y la sensación de que nos encontramos ante una inminente pérdida de inocencia de la mayoría los implicados, justo antes del boom salsero y el subsiguiente aluvión de dólares y excesos que iban a cambiar tantas vidas, para bien o para mal. Pero en lo abrupto y tosco de su metraje, uno encuentra mucha de la belleza y la humanidad que alumbró los pasos de todos esos humildes genios, desembarcados en un mundo arisco y nada dispuesto a premiar sus evidentes logros artísticos. Esa esencia rara, la materia de la que están hechos los sueños. Los de Pacheco, Masucci y demás artífices del éxito de Fania Records, al menos.
XI. BUSCÁNDOSE AMÉRICA: RUBÉN BLADES Y LA CONCIENCIA SOCIAL DE LA SALSA
Tardé mucho tiempo en enterarme, pero que maravillosamente pertinente resultaba una vez desvelado: “GDBD”, el título del experimental monólogo (toma única sin cortes ni retoques, al fondo una instalación sonora con la que el artista se había topado en la 46 & Broadway) que nos fascinaba desde que el vinilo de “Buscando América” aterrizó en casa, significaba, ojo al dato, “Gente Despertando Bajo Dictaduras”. Solo cronistas con cantidades enormes de agudeza, templanza y vida sabiamente metabolizada pueden coquetear con la poesía de lo cotidiano, hallar humor en las absurdas rutinas de un ciudadano anónimo, y no perder por ello de vista el macabro y desasosegante espectáculo de fondo, una realidad alimentada por el odio y la ignorancia, lista para aplastarnos en bloque al menor descuido.
Ese era el nivel de excelencia narrativa que nos habíamos acostumbrado a esperar de un Rubén Blades simplemente pletórico en sus discos con Willie Colón y en la nueva etapa junto a Seis del Solar. Un observador nada neutral de la condición humana al completo, compasivo, pero permanentemente enfadado con la ruindad moral que describían muchas de sus historias-canciones. Y no eran canciones cualquieras: después de los primeros escarceos en su Panamá natal, la colaboración con la banda de Pete Rodríguez que supuso su bautismo de fuego discográfico, y el asentamiento definitivo en Nueva York allá por 1974, el Blades que ficha por Fania tan solo apuntaba maneras de segundón eficaz, y tanto la sesión de grabación con Ray Barretto como sus primeros pasos al lado de Willie Colón en absoluto revelan la verdadera estatura artística del panameño. Así que el segundo álbum que edita en tándem con Colón causó un verdadero seísmo en el universo salsero. Siembra (1978) rompe sin piedad las hechuras estandarizadas de las producciones de Fania propios de la época, y los arreglos, pletóricos de sabiduría alegre, contribuyen a realzar la extraordinaria autoridad de un vocalista que narraba historias con pulso y cadera a partes iguales, viñetas fidedignas de la vida urbana que iban mucho más allá de los automatismos llamada-respuesta instalados en el ADN del género. A sus treinta años, Rubén se presentaba como un autor-intérprete capaz de llevar a la salsa a territorios nuevos, una música consciente de sus raíces, aunque confiada en las bondades del futuro, exuberante y cómoda con su mensaje social explícito. Una colección non-stop de momentos álgidos que no imagino envejeciendo jamás, tal era el estado de gracia en que se facturó aquel prodigio. Y para los que discurran que crear una traducción tropical convincente de Brecht/Weill es tarea relativamente sencilla… vuelvan a escuchar lo que Blades y Colón consiguieron hacer con “Mack The Knife” en ese himno que todo el mundo conoce, entero o en parte, y que por sí solo ya convertiría en inmortal a su autor. El vértigo es la opción más honesta.
Por desgracia, durante los siguientes años la relación de Blades con la discográfica de Masucci se fue agrietando hasta entrar en conflicto abierto (resuelto en forma de grabaciones “obligatorias” para librarse del leonino contrato), y el apetito por encontrar formatos musicales novedosos, dejando atrás el sonido clásico de la salsa neoyorquina, terminaron por alejarle de Colón, no sin antes haber grabado maravillas de la talla de “Ligia Elena”, “Maestra Vida”, “Tiburón”… Los años ochenta trajeron nuevos incentivos y retos al discurso musical de un Rubén cada vez más militante en su denuncia de las injusticias sociales en Latinoamérica, y la cosecha de sus trabajos con Seis del Solar, rebosa canciones brillantísimas que se han convertido en auténticos clásicos globales por la pura calidad y emoción que desprenden, retratando los valores humanistas de su creador con espectacular caligrafía, una lista extensa de standards celebrados en el mundo hispanoparlante y más allá. Su, ejem, entretenida (“Predators” y “Fear Of the Walking Dead” figuran en su currículum, no podía evitar mencionarlo) carrera cinematográfica y televisiva, y el reconocimiento, más o menos sincero, de figuras del pop-rock anglosajón como Lou Reed, Sting o Elvis Costello, que le aceptaron como uno de los suyos –hasta con un disco en inglés probó nuestro protagonista, con mediocres resultados-, no impidieron que Blades perseverara en su sanísimo gusto por la reinvención artística, y los últimos 25 años han sido generosos en sorpresas, experimentos y exploraciones estilísticas en colaboración con músicos panameños, costarricenses, argentinos… un catálogo de “anomalías” merecedoras de mayor atención, sin duda, a las que el paso del tiempo pondrá en un lugar mucho más destacado.
Frente a ese Rubén Blades personaje, oficial, leyenda (no momificada) en vida, capaz todavía de llenar recintos de tamaño respetable con el poder de seducción que ejerce un cancionero como el suyo, podemos señalar en la dirección del tipo a punto de cumplir los 70, genuino animal político –repasen su blog-, opinante articulado y vitalista por derecho que reflexiona sin malicia (o una poca, quizás: “Yo no me meto en líos, la gente ha tenido líos conmigo”) sobre la fortuna de haber vivido varias vidas en una, y la responsabilidad que conlleva el rol de “consejero moral” en tanto que artista de perfil altamente politizado. Y aunque nos neguemos a correr la cortina de nuestra mitomanía, detrás de tantas descripciones sabias y tantos personajes memorables con los que nos ha permitido interactuar a pulmón libre, ante nosotros queda desnuda la honesta inseguridad, tan reconocible y que le hace aún más nuestro, del que ha visto de cerca mucho miedo, frustración y dolor: “Todos estamos de una forma u otra haciendo fila hacia un sitio que no conocemos”. No se puede explicar mejor.
Claro que quedará la obra, su efecto sanador/iluminador sobre la gente - reconforta poder experimentarlo a priori… Al final, el cantante, como dice la letra que primero interpretó el sublime Lavoe, es ese sujeto “Muy popular donde quiera/Pero cuando el show se acaba/Soy otro humano cualquiera”. Gracias por aceptarlo y saber cómo disfrutar de ello con tu público, Rubén: un viaje como este lo merecía.