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OPINIÓN | 'Este año tampoco', por Antón Losada

La mujer y el voto en España

Con este artículo de la Constitución de la Segunda República (capítulo III, «Derechos y Deberes de los españoles»), promulgada a finales de 1931, España se convertía en la primera nación latina que otorgaba iguales derechos electorales a hombres y mujeres. La concesión se enmarca en el cuadro de la ampliación de los derechos ciudadanos llevada a cabo y recogidas en el texto legislativo republicano.

Ya desde el inicio de dicho texto se aprecia la voluntad y el talante del que pretende revestirse el nuevo régimen, como en el artículo 2, donde se reconocía la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley; o la libertad de expresión, reunión y asociación, recogidos en los artículos 34, 38, 39 y 40, por citar algunos ejemplos más. Pero mayor relevancia tiene a razón del tema que nos ocupa, exceptuando el citado más arriba, el número 43, en el capítulo referido a la familia, donde se eliminan una vez más los privilegios por distinción del sexo: «El matrimonio se funda en la igualdad de derechos para ambos sexos», dándole un carácter netamente jurídico a dicha institución y poniéndola bajo potestad de la República.

Tratándose de un tema de concesión y ampliación de derechos y no, por la contra, de restricción o limitación de los mismos, podría pensarse que la medida establecida por el artículo 36 no tuvo que superar obstáculo alguno. Es más, lo suscitado en torno al sufragio femenino dio lugar a una las batallas más recordadas de la historia parlamentaria española, de la cual fueron protagonistas dos eminentes mujeres: las abogadas Victoria Kent y Clara Campoamor. Aunque curiosamente en bandos distintos.

Dada la naturaleza de la cultura política española, podemos entender la pasividad de la que las mujeres fueron partícipes con respecto a la vida política. Existía, en efecto, cierta cultura del ciudadano, pero escasísima o ninguna de la ciudadana. Los valores tradicionales, emanados en su mayoría desde el púlpito y las cabinas de confesión y respaldados íntegramente por las instituciones, eran de raíz profunda, tanto que las corrientes renovadoras no hacia mella en ellas Para una mujer española de finales del siglo XIX y primer tercio del XX ser una ejemplar ama de casa, buena administradora del capital que el marido llevaba al hogar o una católica observante, fiel y decente suponía la mayor aspiración según la escala de valores establecida para su condición.

El llevar pantalón, hacer vida pública, entre otras cosas, era considerado por la castiza mujer española como «entretenimiento de señoritas desocupadas», si no frescas e inmorales. Efectivamente, era mínimo el número de mujeres que tenían algún tipo de formación o se interesaba por cuestiones que fueran más allá de sus labores cotidianas, y las que así lo hacían eran generalmente de un estrato social medio-alto y alto. Más del 70 por ciento eran analfabetas.

Una vez más esto supone si no la principal razón, sí una de las de mayor importancia, para entender por qué el feminismo y el sufragismo apenas tuvieron relevancia en España. La concesión del voto a la mujer no vino por una presión ejercida desde abajo por movimientos sufragistas o por años de enconadas luchas, como había ocurrido en Estados Unidos y Gran Bretaña, sino más bien por la convicción ideológica de algunos sectores políticos.

Esto se veía seriamente respaldado por el empeño que la II República puso en la incorporación de la mujer al campo educativo, implantando la coeducación y dando acceso a las llamadas profesiones liberales. Fue importante, en este aspecto, la retirada del monopolio de la educación al clero, desde donde su influencia era notable.

Esto es un esbozo somerísimo de la situación a la que se llega en 1931. Sin embargo, no era aquella la primera vez que el tema del sufragio femenino se abordaba en España. Entre 1907 y 1908, con Antonio Maura como presidente de Gobierno, durante la discusión sobre la reforma de la Ley Electoral, se presentaron dos enmiendas que abogaban por la concesión del voto a la mujer. Eran aún muy limitadas, pues restringían el derecho a casos particulares, como las viudas que hacían las veces de cabeza de familia y pagaban impuestos.

Huelga decir que las enmiendas no prosperaron: a la atmósfera social de ese momento, en modo alguno favorable a la aceptación de tales privilegios para la mujer, se une el desinterés de éstas por asuntos de esta índole, con lo que de ser aprobada una ley que la favoreciera en el sentido político, sería inane, ya que no respondería a una realidad palpable ni a una necesidad auténtica. Lo mismo da fe de lo ya mencionado más arriba: las reformas pro-feministas vienen dadas por influjo ideológico exterior, más que por una demanda verdadera de este sector social.

Zanjada las discusiones en 1908, el tema quedó ralentizado y hasta mediados de la década de 1920 no se retomó, aunque el germen había penetrado en la sociedad española, al menos entre las clases acomodadas. Fueron causa principal del letargo que vivió la cuestión del sufragio femenino los difíciles sucesos a los que hubo de enfrentarse el país a partir de 1910 (guerra marroquí, crisis económica, luchas obreras, y un largo etcétera).

Pero el germen se había hecho hueco y así, en 1920, surgieron diversas asociaciones exclusivamente de mujeres, de las cuales la más importante fue la Asociación Nacional de Mujeres Españolas, con sede en Madrid. Desde estos centros se van organizando y promoviendo ciclos y actividades, cuyo objetivo principal es denunciar la situación de inferioridad e incultura en la que se encuentra la mujer española. Se sirven de manera prolija de los medios de comunicación, con publicaciones de diversos artículos destinados a acabar con los arraigados prejuicios sobre la capacidad de la mujer.

Esto constituía una prueba fehaciente de que la situación interna estaba cambiando en lo que la cuestión feminista se refiere. Lo mismo evidencia, además, la creación progresiva de un sustrato fértil propicio para la forja y toma de conciencia necesaria para materializar los anhelos reivindicados desde estas sociedades.

Idóneo es, por otro lado, lo que está sucediendo allende las fronteras nacionales, donde todos los países europeos desarrollados, excepto Francia, Suiza e Italia, habían aprobado el sufragio universal absoluto. Pero, a pesar de todo, la realidad es que el florecimiento de las entidades arriba mencionadas y lo ventajoso de la coyuntura, si bien positivo y alentador, no deja de plasmarse, en España, en un movimiento aún muy minoritario y elitista, que se orienta a la consecución de derechos laborales y mejoras relativas a la educación, más que de derechos políticos.

El incipiente feminismo que se estaba dando en España vio, no sin asombro, como sus reivindicaciones eran satisfechas de manera inimaginable. En abril de 1924, Miguel Primo de Rivera promulga un Decreto Real, firmado por él como presidente del Directorio Militar y por Alfonso XIII, según el cual otorgaba el derecho a voto a la mujer. El documento presentaba ciertas restricciones, ya que ni la mujer casada ni la mujer prostituta podrían tomar parte en la política. Así, «el sueño por el que tanto habían tenido que luchar las mujeres inglesas y americanas (…), se consiguió en España de manera inesperada», como escribió Rosa Capel.

No se sabe muy bien a qué razones respondía esta inesperada concesión, pero todo parece indicar que Primo de Rivera quería atraerse el favor del sector femenino en futuros comicios. En efecto, del Directorio Militar se pasa, en 1925, a un Directorio Civil, con vistas a convocar una Asamblea Nacional que elaborase un nuevo texto constitucional. Primo de Rivera había fundado Unión Patriótica, un partido carente de ideología definida en el que buscaba acaparar el mayor número de seguidores, sin importar sus principios, entre los que contaba con las mujeres, pues estas sin duda favorecerían a aquél que les había otorgado voz y voto.

En 1925, por tanto, se convocaron elecciones. A pesar del clima antidemocrático en el que se iban a desarrollar, tanto las derechas como las izquierdas hicieron campaña para atraerse el voto del sector femenino, que, según el censo elaborado por Primo de Rivera, constituía más de millón y medio de mujeres.

Aunque los comicios nunca llegaron a celebrarse, dos años más tarde (1927) se abrió la Asamblea Nacional, si bien vaciada de poder, con carácter meramente consultivo. En ella se contaban trece mujeres, de diversas tendencias ideológicas y variadas profesiones (maestras, catedráticas o licenciadas en Derecho). Este fue el saldo final de las acciones del feminismo español a lo largo de la década.

La mujer, aun mínimamente, estaba dentro del sistema político y contaba con asientos en la Asamblea, desde donde podía al menos hacerse oír. Y un dictador –paradojas de la historia– había sido el responsable de otorgarles la posibilidad beligerancia política, a pesar de las considerables limitaciones.

A finales de enero de 1930 Miguel Primo de Rivera presentó su dimisión al rey. Con este acto provocó un efecto dominó que arrastró consigo a la toda la institución monárquica. El distanciamiento que existía entre la ésta y el pueblo, que se había exacerbado con la crisis de 1898 y con la dictadura, era ahora insalvable. El dictador se iba y el rey quedaba sin apoyos de ningún tipo, ni político ni social ni militar. La masa obrera ahora sin trabajo (recuérdese la crisis de 1929) se mantenía indiferente, en el mejor de los casos, ante la monarquía; los políticos e intelectuales antes afines, o no quedaban o habían pasado a engrosar las filas republicanas; el cuerpo castrense había visto mermados sus privilegios por el dictador ante la indolencia del rey, algo que no sería olvidado con facilidad.

La situación de la monarquía, por tanto, era precaria. Los que aún quedaban en torno al rey no quisieron darse cuenta del estado en el que se encontraba y su solución para el país, tras la marcha de Primo de Rivera, pasaba por el reestablecimiento de la Constitución de 1876 (no había otra y tampoco creyeron necesario hacer una nueva) y la reactivación del régimen parlamentario. Nada más lejos de la realidad, pues el texto canovista ya no daba más de sí y la realidad actual del país reclamaba hondas reformas e innovación.

No obstante, se aceptó la vuelta del sistema ideado por Cánovas del Castillo más de medio siglo atrás. El Gobierno presidido por Dámaso Berenguer convocó elecciones generales, pero su sucesor Juan Bautista Aznar las convirtió sólo en municipales y bajo su Gobierno se celebraron, el 12 de abril de 1931. En principio no se trataba de un plebiscito para elegir entre monarquía o república, pero los partidarios de esta última se encargaron, con sus campañas, de que así fuese. El bando monárquico, confiado en demasía, se descuidó y se mostraba ciertamente dividido, mientras que el republicano ganaba en adeptos día a día y era fuerte y compacto.

Pero antes de que llegara el momento de acudir a las urnas se habían sucedido unos acontecimientos importantes: reunidos en San Sebastián en el verano de 1930, los próceres pro-republica del país, tanto de derechas como de izquierdas, acordaron la formación de un Gobierno Provisional, que estuviese presto para asumir el poder en cualquier momento y cuyo deber era la radical oposición al régimen oficial.

Fallaron en un intento de pronunciamiento en diciembre de ese mismo año, por lo que todos sus esfuerzos los dedicaron a las inminentes elecciones. Algunos de los participantes del llamado Pacto de San Sebastián fueron declarados en rebeldía y apresados, pero, para cuando llegaron las fechas claves, ya habían sido declarados inocentes tras un accidentado juicio.

El resultado de los comicios de abril fue sorprendente: mientras que los monárquicos habían ganado en el mundo rural, las ciudades habían votado republicano. El mismo rey fue consciente de la derrota y al día siguiente (13 de abril) emite un comunicado según el cual el ejercicio del Poder Real quedaba suspendido. El 14 de abril de 1931 se proclamó la Segunda República española, en un ambiente de celebración.

El siguiente paso era dar al nuevo régimen una base legal y diluir el Gobierno provisional presidido por Alcalá-Zamora, constituyendo uno de pleno derecho. En mayo se promulgó un Decreto que regulaba las elecciones para diputados de la Asamblea Constituyente. En el tercer artículo del mismo se introdujo una reforma a la Ley Electoral vigente (la de 1907), por la cual se le reconocía a la mujer el derecho a sufragio pasivo, esto es, la posibilidad de ser elegida, muestra clara del afán integrador del nuevo sistema. Sin embargo, de los 470 diputados, solo tres mujeres fueron elegidas para las Cortes: Victoria Kent, Clara Campoamor y Margarita Nelken.

El 14 de julio de 1931 quedaron inauguradas las Cortes Constituyentes, de cuya labor habría de surgir una nueva Constitución.

Con este artículo de la Constitución de la Segunda República (capítulo III, «Derechos y Deberes de los españoles»), promulgada a finales de 1931, España se convertía en la primera nación latina que otorgaba iguales derechos electorales a hombres y mujeres. La concesión se enmarca en el cuadro de la ampliación de los derechos ciudadanos llevada a cabo y recogidas en el texto legislativo republicano.

Ya desde el inicio de dicho texto se aprecia la voluntad y el talante del que pretende revestirse el nuevo régimen, como en el artículo 2, donde se reconocía la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley; o la libertad de expresión, reunión y asociación, recogidos en los artículos 34, 38, 39 y 40, por citar algunos ejemplos más. Pero mayor relevancia tiene a razón del tema que nos ocupa, exceptuando el citado más arriba, el número 43, en el capítulo referido a la familia, donde se eliminan una vez más los privilegios por distinción del sexo: «El matrimonio se funda en la igualdad de derechos para ambos sexos», dándole un carácter netamente jurídico a dicha institución y poniéndola bajo potestad de la República.