Es una escena ya habitual: nubes de avispas picando la fruta, restos de miel en los artilugios de las colmenas, rondando los vasos de bebida dulce. Cuando los primeros ejemplares de Vespa velutina se comenzaron a ver por Cantabria se supo poco, pero de la curiosidad y el desconcierto al ver aquellos cuatro primeros ejemplares en una colmena del oriente de la comunidad en 2014 pronto se pasó a la preocupación.
“Hay colmenas de las que no se está cogiendo nada de miel: la velutina ataca a las abejas y no salen a volar”, dice Mari Mar Merino, presidenta de la Asociación Montañesa de Apicultores (AMA). Las suyas, como la mayoría de las 10.000 colmenas de los 400 miembros de la asociación, ha sufrido los embates de la especie invasiva, y esa nueva realidad, especialmente dramática para los pequeños apicultores, ha ido sofisticando sus estrategias.
Todos los viernes, por el Mercado Nacional de Ganados de Torrelavega, sede de la AMA, desfilan veinte, treinta o cuarenta apicultores que comparten pericia y lamentos. Todo atravesado por el cambio climático y los caprichosos impulsos que impone a la floración y segregación de néctar; unas alteraciones que obligan a los apicultores a comprar jarabes de glucosa y una pasta dulce, parecida al fondant, que ha aumentado el precio un 80%, explica Merino, quien proclama que “ahora mismo la apicultura está en horas bajas”.
Esta es la secuencia de los destrozos del avispón asiático: espera a que las abejas regresen a las colmenas cargadas de polen, las atacan y, una vez en el suelo, las decapitan y se llevan el tórax a sus nidos para dar de comer a las larvas. Las abejas, cercadas por la amenaza, optan por no salir de sus refugios, lo que implica una falta de alimento y limitación de procreación, ya que necesitan volar para que los zánganos las fecunden.
Por esa razón, la presidenta de los apicultores cántabros explica que está habiendo mucha mortandad: “Colmena que coge, colmena que arrasa”. Una Vespa velutina puede matar medio centenar de abejas de miel al día. Es su comida predilecta, pues casi el 80% de su dieta consiste en abejas melíferas, y entre las cinco clases de abejas que producen miel —hay 20.000 especies— se incluye la abeja negra (Apis mellifera). El carácter gregario de la especie, además, hace que la avispa invasora ahorre energía a la hora de cazarlas: la eficiencia del esfuerzo.
En su menú, sin embargo, incluye otros insectos que les aporta proteína y frutas de los que extraen glucosa. Las viñas, las manzanas o los arándanos se han convertido en un festín dos décadas después de la introducción de la avispa en Europa. No se sabe exactamente cómo llegó al continente, aunque la Estrategia para el control, gestión y posible erradicación del Avispón asiático, elaborado por el Ministerio de Agricultura en 2014, sugiere que lo hizo a Francia a bordo de un barco de mercancías antes de 2004 mientras hibernaba.
A partir de ahí comenzó a multiplicar su descendencia, en este (otro) génesis de aires apocalípticos, “como las estrellas del cielo”, por Francia, Bélgica y el norte de España. De hecho, la primera vez que se vio una velutina en el país fue en un pueblo de Navarra en el año 2011. Pero a su imparable avance natural, que ronda los 60 kilómetros al año, otros elementos han facilitado su dispersión, como el tráfico de mercancías que rápidamente llevó a insectos a Galicia. El conocimiento y rastreo de la especie, al menos, ha ido arrojando conocimiento sobre su comportamiento.
En su colonización hacia el sur, la vespa velutina ya ha alcanzado las provincias del norte de Castilla y León, aunque hay otra especie de avispa invasora —el avispón oriental— que está causando idénticos problemas en el sur del país. Cuando se encuentren, dice Mari Mar Merino, su esperanza guarda un as en la manga: que se maten entre ellas.
Aprendiendo a convivir
La avispa, además de arruinar y mermar cosechas de miel y frutas, está generando problemas ecológicos y humanos, aunque aquel documento del Ministerio suavizaba las consecuencias al afirmar que no afectaría a otros polinizadores silvestres, “y menos al conjunto del servicio ecosistémico de polinización”. Los inmensos nidos que cuelgan de los árboles, sin embargo, suelen recordar su incómoda presencia: en el año 2022 se retiraron en Cantabria cerca de 3.000.
Las fuertes rachas de viento sur de hace tan solo unos días tiraron muchos de esos nidos de siete u ocho kilos y hasta un metro de altura que pueden albergar más de 1.500 ejemplares. Muchos de ellos se encuentran entre la maraña de árboles, aunque los aleros de las casas y otros sitios protegidos son lugares en los que también arman sus casas esta especie. “Este año se ha visto un pequeño declive y se nota que hay algo menos: el trampeo subvencionado está funcionando”, asegura Isidro Herrera, gerente de Sercant, que nació hace siete años en un contexto de “miedo” y “desconocimiento” para retirar nidos y atrapar avispas reina mediante trampeo selectivo.
La empresa, que trabaja especialmente para ayuntamientos, también sale al rescate de particulares que llaman para retirar nidos de sus casas después de insistir con la Administración. Días atrás, afirma Herrera, tuvieron que eliminar un nido en Santander después de dos meses de espera a alguien que no llegó. Los propietarios de la vivienda habían llamado al 112, que ramifica las llamadas a los ayuntamientos, que suelen contratar a empresas privadas cuando no tienen un servicio público como bomberos.
Los datos aseguran que por cada nido que se localiza, las avispas habrán formado diez más al año siguiente. En este cúmulo y baile de cifras, Isidro Herrera dice que una avispa reina deja 40 reinas más para el año siguiente, aunque admite que “no hay ciencia exacta” para este mundo. El Centro de Investigación Ecológica y Aplicaciones Forestales, por su parte, afirma que un nido puede producir 500 nuevas reinas al año siguiente.
El trampeo de avispas reina en su ciclo temprano, por lo tanto, es fundamental para frenar su expansión, por lo que el protocolo de vigilancia y control el avispón asiático en Cantabria lo legisló en 2018. El texto incidía en las trampas y medidas de prevención de las colmenas de abejas de miel, como reducir las piquetas para que no entrara el avispón, no dejar restos de miel en los cuadros o la instalación de mallas frente a las colmenas. Las ayudas del Gobierno autonómico para los ayuntamientos, unido a los métodos usados por paisanos y apicultores en primavera, cuando las reinas se han despertado del invierno y las obreras comienzan a construir los nidos secundarios, limita su expansión. Pero si las avispas logran esquivar el trampeo y sus obreras comienzan a hacer los nidos secundarios, donde alimentarán a las larvas, sus esfuerzos depredadores para suministrarlas miel se redoblan. Y con ello sus consecuencias para las abejas. La destrucción a través de vectores congelados se vuelve un consuelo en tiempos en los que la única alternativa es convivir con la especie y mitigar sus daños.
Un oficio milenario
Otoño es tiempo de balance. Los apicultores realizan catas y recogen la miel, a veces cambian los planes. Tomás Cacho, como la mayoría de apicultores con colmenas en la costa, tuvo que cargar con sus abejas y alejarlas de la presencia masiva de las velutina. La trashumancia se ha convertido también en una práctica para los apicultores como rebaños en busca de prados frescos. Pero a la inversa: Liébana, Campoo o Valderredible se han convertido en refugio climático para las abejas. Cacho, que etiquetó y empezó a comercializar su Miel de Cabárceno en 2004, tiene 200 colmenas cuyo trasiego le mantiene entre Obregón, Valderredible y Liébana. “La avispa ha influido totalmente [en la decisión de traslado]”, explica Cacho, que se inició en las artes de la apicultura hace más de cuatro décadas y cofundó la feria de apicultura que este fin de semana celebra una nueva edición en Torrelavega. Dice que es una de las más importantes del país.
En enero o febrero, cuando la velutina haya desaparecido —las obreras muertas, la reina aletargada—, el apicultor volverá a bajar las abejas a Obregón, aunque los inviernos más suaves también le están animando a dejarlas en las zonas de interior de Cantabria. Allí pecorean brezo, cuya miel es la más preciada, a diferencia de la procedente de las flores de eucalipto y el campo de zonas costeras. El eucalipto comienza a florecer en noviembre y las abejas, aquí abajo, trabajarán el invierno sin el aliento amenazante de su depredadora. Pero llegará el verano, la avispa asiática estará ocupada plenamente en alimentar a sus crías y la temporada de matanzas marcará sus cifras máximas: “En junio o julio la vuelvo a subir, si no me las matan otra vez”. Ya le ha sucedido: entre mudanzas y visitas a sus colmenas, dejó dos colmenas en el campamento base, cerca de la costa. Al regresar al colmenar, se dio cuenta de que habían desaparecido. La primavera fría y lluviosa, que obligó a Tomás a alimentarlas hasta el mes de julio, también contribuyó al desastre.
Al principio se dijo que la avispa asiática no sobrepasaría los 600 metros, aunque en las zonas de montaña ya se ha visto a la velutina. “Fue increíble lo rápido que aparecieron aquí”, recuerda Javier de Celis, presidente de la Asociación de Apicultores Campurrianos (Apicam), cuyos 400 socios tienen unas 6.000 colmenas. Las avispas, asegura De Celis, ya han sobrepasado los 1.000 metros de altura, aunque admite que “no llegan a ser un grave problema que paralizan, como en la costa”. Su conquista, año a año, también ha contribuido el esparcimiento de la especie invasora que pueden venir en las colmenas que se instalan en la temporada estival: “Quieras o no, puede subir alguna reina en alguna colmena y las dispersamos nosotros mismos”.
Y, sin embargo, este año no ha sido mala temporada en el sur de Cantabria por la ausencia, o disimulo, de la velutina. El apicultor afirma que en las últimas y recientes labores de limpieza los avispones han roto su pacto con el silencio y han acudido, en masa, a los restos de miel en los extractores o maduradores. Pero comparado con la costa, donde la recolección es desastrosa, la producción de miel ha sido un éxito. A pesar de la velutina, de las alteraciones del clima, de la presencia extraña (y a veces ilegal) de otros apicultores. Porque esa es otra de las amenazas en la comarca campurriana. Javier de Celis explica cómo hay camiones procedentes de Valencia, Extremadura o Andalucía que “llegan con 200 colmenas y las plantan en cualquier sitio”.
Tiene sentido económico: a finales de primavera, cuando la sequía comienza a apretar y el alimento a escasear en amplias regiones del país, las empresas instalan sus cajas en sitios donde las abejas, por sí mismas, salen a pecorear brezo, lo más apreciado. “Haces un negocio redondo”, resume el apicultor. El problema, asegura, es que quitan la miel a las abejas que se pasan el resto del año en estas zonas del interior de Cantabria, donde las abejas, a diferencia de en la costa, sí hibernan. De Celis explica que las abejas foráneas, al llegar a su nuevo emplazamiento, “salen a orientarse, localizan el pequeño colmenar, que aún está a medio desarrollar por el clima, les huele a miel y las pueden atacar”.
En las grandes extensiones de Campoo y Valderredible, al menos, el brezo suministra flores para miles de polinizadores. Una colmena puede contener 80.000 abejas en su máximo apogeo, aunque la mezcla de amenazas —especies invasoras, de un ácaro conocido como varroa, las lluvias, las bajas temperaturas, la presencia del oso en la cordillera y de las colmenas de apicultores de fuera— está complicando un sector que, en su inmensa mayoría en Cantabria, pertenece a explotaciones pequeñas y familiares de menos de 150 colmenas.
“Una de las cosas que interesan es quitar al pequeño apicultor, ya que la Administración controla mejor al que da una subvención que a quien no se la da”, argumenta De Celis, que menciona el Plan Nacional Apícola o las primas por la polinización a explotaciones de menos de 15 colmenas. Pero esos fondos caídos desde la Unión Europea y repartidos por las comunidades autónomas, explica, no suelen llegar al pequeño apicultor. “Y seguirá siendo una actividad de lo más oculta que se pueda”, detalla antes de explicar la diferencia con otros ámbitos del sector primario: “Las vacas se ven mucho, pero una colmena muy buena que ha dado tres alzas de miel está en la sombra”.
Los 20 kilos de miel por colmena que alguna vez se fijó en el imaginario apicultor se ha vuelto una quimera mientras los apicultores buscan (y encuentran) las rendijas de la supervivencia entre embates del clima y nidos de velutina, cuya existencia parece no tener fin. “Hay que seguir con el trampeo”, dice Tomás Cacho, “y tener suerte de que caigan bastantes para que el año siguiente haya menos”. Algún día, quizás, puedan regresar a las cosechas de miel en la costa.