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Helga Brückel: la alemana que nació en plena II Guerra Mundial y vio terminar la dictadura franquista

24 de abril de 2022 13:00 h

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Nacer en Berlín en enero de 1939 no es lo que se puede decir afortunado, pero escuchar a Helga Brückel Pesch casi que hace pensar lo contrario. Ella recuerda con bastante nitidez, quizá por lo traumático de los hechos para una niña, los bombardeos y las noches en un sótano de su ciudad. De hecho, tiene claro que su inconformismo infantil fue lo que le hizo a su madre enviarla a un refugio para niños “donde sí que se podía dormir toda la noche”.

Sin embargo, en cuanto cumplió los cinco años la situación comenzó a empeorar, y su progenitora decidió irse porque ya ni el refugio era garantía de seguridad en una Alemania en la que la violencia era algo habitual. Y huyeron a una casa antigua de su abuela, cerca de Frankfurt, aunque reconoce que su madre sí que iba “de vez en cuando” a Berlín a ver si el piso se mantenía aún en pie: “Tuvimos suerte”, afirma Helga antes de confirmar que su vivienda “aguantó” la guerra.

Sus años de colegio los guarda con especial cariño, sobre todo en el momento en el que los “americanos” llegaron y la guerra había terminado. Resulta curiosa la memoria y la selección de recuerdos, y hasta Helga se sorprende al escuchar la precisión con la que conserva aquel día que probó su primera naranja.

Y precisamente fue un soldado estadounidense quien le dio esta fruta tan común, pero que las dificultades para alimentarse en plena guerra no le habían permitido probar: “Las repartió entre los cuatro niños que estábamos, y fui corriendo a casa a enseñársela a mi madre. Ella me dijo que la tenía que compartir con mi hermano”, apunta entre sonrisas.

Su padre, que regresó en 1947 de Siberia, donde permaneció desde el fin de la guerra, encontró un país completamente devastado en el que resultaba imposible encontrar trabajo y en el que había que poner el contador a cero. “En ese momento vivíamos muy cerca del que entonces era el aeropuerto de Berlín, y cada tres minutos aterrizaba un avión con comida. Durante un año se alimentó a la población por el aire. Con toda la escasez que había y sobrevivimos, eso todavía hoy me sorprende”.

Y no es de extrañar, puesto que la falta de alimentos estuvo presente en los inicios de la vida de Helga: “Siempre teníamos hambre. Éramos niños y estábamos creciendo”, confiesa. Y tal y como recuerda su primera naranja, también menciona la leche en polvo, “pero la de entonces, que era peor”, añade con simpatía. Aun así, y pese a los grumos, reconoce que esta les servía como papilla para echar encima del pan: “Lo comíamos y era jauja”.

No obstante, y a pesar de su resiliencia innata, sabe que tuvo que vivir una posguerra en la que la pobreza invadía cada rincón: “Mi abuela trabajó y ahorró, pero todo se perdió y no había planes de pensiones como hoy en día, así que se quedó sin nada… Cuando las cosas mejoraron tuvo una ayuda de guerra, y con eso ya podía sobrevivir”.

Helga todavía es capaz de emocionarse al pensar cómo en pleno Berlín se podía jugar en mitad de la calle porque no había tráfico, algo que hoy parece impensable en sus concurridas calles. Pero así fue como creció e hizo amigos jugando a las canicas como una niña más. Y aunque vivió la parte de la posguerra menos consciente por la edad que tenía, también tiene espacio en su presente para revivir cómo sus vecinos se peleaban en la calle para recoger los desechos de los caballos y así poder abonar su huerto. Eran tiempos de pobreza, no cabe duda.

Crecer en esas circunstancias también hizo valiente e independiente a esta berlinesa, y es que perder el miedo también puede resultar liberador. Precisamente, fue lo estimulante de lo desconocido lo que le hizo irse a trabajar cerca de Frankfurt al centro de investigación Max Planck donde ejerció como técnica superior en Rayos X y Laboratorio, y donde conoció al español que se convertiría en su marido: “Él era becario como médico, y allí nos casamos. Después, en 1969 nos fuimos a España”. Y vivió los últimos años de una dictadura que, al igual que su guerra, nunca llegó a comprender.

La gente tenía muchas ganas de salir del franquismo, había mucha represión. Y salió todo tan bien… Fue casi un milagro

La realidad de su llegada a España, que comenzó en Zaragoza aunque después se trasladó a Santander, no fue tan agradable como se podía imaginar, y acepta que sus suegros no la acogieron, lo que le supuso mucha tristeza al encontrarse en un país desconocido. Sin embargo, justifica el mal recibimiento que le hicieron añadiendo que “la España de antes era así”.

Y es que para ella fue todo un choque la llegada a una España plenamente asentada en el franquismo donde extrañaba su día a día en el que se podía hablar “libremente” o se podían hacer reuniones con normalidad. Paradójicamente y con cierto humor, declara que pese a ser protestante, es de las pocas que siguió yendo a misa en España después de la muerte de Franco.

Y ella, que siempre trabajó, consideró “lógico” centrarse en el cuidado de sus cuatro hijos, algo en lo que también encontraba diferencias con las españolas: “Mis hijos podían jugar y ensuciarse, y en casa teníamos una habitación para jugar cuando otros no la tenían… Les he criado a mi manera”, dice. Pero con el fin del franquismo esta berlinesa pudo votar, algo que todavía no había conocido en su país natal: “Berlín entonces no era Alemania, y cuando viví en otros sitios no estaba empadronada, así que tampoco podía votar, por lo que mi primera vez fue aquí”, declara.

La perspectiva que dan los años, tal vez exagerada por el ajetreo de una vida con cuatro menores a su cargo, le hace ver cómo no fue del todo consciente de lo que estaba viviendo mientras transcurría la Transición: “La gente tenía muchas ganas de salir de ahí, había mucha represión. Y salió todo tan bien… Fue casi un milagro”.

Su cuarto hijo nació en 1979, y ahora, a sus 83 años, se pregunta cómo será su despedida de la vida: “Me preocupa no llegar bien. Mi madre estuvo fantástica hasta el último año, pero no todas las personas tienen esa suerte”, argumenta esperanzada con ser una de esas afortunadas. No obstante, si algo tiene claro Helga es lo productivos que serán los años que le queden, algo que ya lleva a la práctica siendo alumna de Unate: “Siempre tengo la impresión de que tengo que aprovechar mejor el tiempo. Siempre tengo que hacer algo”.

Helga Brückel Pesch es una de los protagonistas del Proyecto Legado, un repositorio de testimonios personales que son vida registrada en soporte audiovisual y custodiado por la Filmoteca de Cantabria y la Fundación Patronato Europeo del Mayor (PEM). Esta última, junto con Unate-La Universidad Permanente, son las impulsoras de un proyecto que cuenta con la financiación y colaboración de la Consejería de Universidades, Igualdad, Cultura y Deporte del Gobierno del Gobierno y de diversos ayuntamientos de la comunidad autónoma.

Nacer en Berlín en enero de 1939 no es lo que se puede decir afortunado, pero escuchar a Helga Brückel Pesch casi que hace pensar lo contrario. Ella recuerda con bastante nitidez, quizá por lo traumático de los hechos para una niña, los bombardeos y las noches en un sótano de su ciudad. De hecho, tiene claro que su inconformismo infantil fue lo que le hizo a su madre enviarla a un refugio para niños “donde sí que se podía dormir toda la noche”.

Sin embargo, en cuanto cumplió los cinco años la situación comenzó a empeorar, y su progenitora decidió irse porque ya ni el refugio era garantía de seguridad en una Alemania en la que la violencia era algo habitual. Y huyeron a una casa antigua de su abuela, cerca de Frankfurt, aunque reconoce que su madre sí que iba “de vez en cuando” a Berlín a ver si el piso se mantenía aún en pie: “Tuvimos suerte”, afirma Helga antes de confirmar que su vivienda “aguantó” la guerra.