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Elena Quiroga, de la piel para dentro

 El 8 de abril de 1984 Elena Quiroga entró en el edificio de la Real Academia Española de la Lengua para ocupar el sillón a minúscula. Fue la segunda mujer en atravesar el espinoso camino hacia la institución. Antes que ella, en 1979, lo había hecho Carmen Conde. Después lo hicieron otras. Quiroga recibió las felicitaciones de los académicos y leyó un discurso sobre Álvaro Cunqueiro. A medida que leía erosionaba un muro de prejuicios.

Quiroga nació en Santander en 1921. A los dos años perdió a su madre y la familia emigró a Galicia, a la tierra de su padre. El recuerdo de Santander persistió en el recuerdo de la madre muerta. Siempre dijo que tenía una patria, Galicia, y una matria, Cantabria. En el espacio de sus obras, delimitado por valles y montañas, late una corriente oceánica.

Fue la penúltima de diecisiete hermanos, una huérfana criada por su abuela en un pequeño pueblo de Orense. El peso de una infancia y una juventud parasitadas por el sentimiento de pérdida inclinó a la joven hacia la literatura. Fue adolescente en un país en guerra, maduró en un país devastado. Su familia, bien situada, le permitió acceder a una educación que no era frecuente en las mujeres de la posguerra.

En su juventud desarrolló una disciplina que explotó más tarde para convertirse en una de las escritoras más prolíficas de su generación. Asistía como oyente a la universidad y dedicaba tres horas diarias a escribir. En 1949 publicó La soledad sonora, su primera novela, una obra con tintes autobiográficos que le permitió romper el silencio que encierra a los escritores primerizos.

La soledad sonora le permitió entrar en los círculos intelectuales locales. Una mujer que todavía no había cumplidos los treinta, hija de un conde, escritora de corte intimista, un valor al alza en los ambientes reducidos de provincias. En aquel espacio exclusivo conoció a Dalmiro de Válgoma, historiador y futuro secretario perpetuo de la Academia de la Historia, con el que se casó a principios de los años cincuenta.

Tras el matrimonio y durante el resto de su vida Quiroga vivió entre Madrid y Galicia. En la capital entró en contacto con un grupo de jóvenes escritores que en aquel momento empezaba a experimentar nuevas formas de acometer la novela social que caracterizó a la literatura española de los cincuenta y sesenta: Rafael Sánchez Ferlosio, Carmen Martín Gaite, Ignacio Aldecoa, Ana María Matute, Juan García Hortelano. En manos de aquellos autores de infancia partida en la guerra la literatura española se revistió de una insolencia nueva que revitalizó formas en crisis.

“Creo que todos nos caracterizábamos por la sensación de incomunicación, insolidaridad y soledad. Más exactamente: falta de libertad”, recordó Quiroga años después en una entrevista. Durante la década de los cincuenta la escritora se impuso un ritmo de trabajo demoledor: publicó ocho novelas en diez años. Aquel impulso creativo fructificó en obras como La sangre, Viento del norte - que ganó el premio Nadal - o Algo pasa en la calle.

En una época dominada por el realismo social Quiroga se alejó de la tendencia dominante para elaborar una literatura que se adentraba en las intimidades humanas. Con un lenguaje elaborado y una prosa con efectos renovadores retrató un país de posguerra y escarbó en la psicología de sus personajes heridos. Siempre defendió la libertad de creación como el único refugio posible del escritor en una época en la que la censura limitada los espacios posibles del arte.

Sobre la relación enfermiza del escritor con las trabas del régimen recordaba: “la censura la pasé, y no la pasé, porque tenía un amigo en censura lo bastante noble para decirme ‘ven mañana, tráeme el libro’. Y me daba la tarjeta de censura y ponía los sellos, y se acabó. He escrito siempre desde mi libertad”.

A partir de los años sesenta decayó el ritmo de trabajo inhumano que se había impuesto hasta entonces. En 1960 publicó Tristura, que recibió el Premio de la Crítica Catalana y cierra la primera etapa de su producción literaria. Siguieron cinco años de silencio que terminaron con la publicación de Escribo tu nombre, premio Rómulo Gallegos de 1965.

En 1970 apareció Presente profundo, considerada por la crítica como su gran obra de madurez. No había cumplido cincuenta años y sumaba una bibliografía de dieciséis novelas. Presente profundo marca un antes y un después, casi una renuncia: Quiroga no volvería a publicar un libro en los trece años siguientes. Grandes soledades apareció en 1983 para cerrar de manera definitiva la carrera de la autora, que un año después pronunció su discurso de ingreso en la RAE y se centró en su trabajo como académica.

Rafael Lapesa, Carmen Conde y Gonzalo Torrente Ballester promovieron su ingreso en la institución. Se sentó durante once años en el sillón que previamente habían ocupado dos novelistas tan prolíficos como ella: Pío Baroja y Juan Antonio de Zunzunegui. Quiroga, que nunca se conformó con el lenguaje disponible y buscó ampliarlo a través de nuevos significados encontró en la academia el espacio perfecto para continuar su labor de exploración literaria, esa que ella misma definió de manera exacta con un puñado de palabras justas: ahondar en la “interioridad del hombre, en el hombre de piel para adentro”. Murió de un fallo hepático en La Coruña en 1995, a los 74 años de edad.

 El 8 de abril de 1984 Elena Quiroga entró en el edificio de la Real Academia Española de la Lengua para ocupar el sillón a minúscula. Fue la segunda mujer en atravesar el espinoso camino hacia la institución. Antes que ella, en 1979, lo había hecho Carmen Conde. Después lo hicieron otras. Quiroga recibió las felicitaciones de los académicos y leyó un discurso sobre Álvaro Cunqueiro. A medida que leía erosionaba un muro de prejuicios.

Quiroga nació en Santander en 1921. A los dos años perdió a su madre y la familia emigró a Galicia, a la tierra de su padre. El recuerdo de Santander persistió en el recuerdo de la madre muerta. Siempre dijo que tenía una patria, Galicia, y una matria, Cantabria. En el espacio de sus obras, delimitado por valles y montañas, late una corriente oceánica.