César Rendueles, ensayista: “Todo confabula para que nos comportemos como egoístas racionales”
César Rendueles presenta este viernes, a las 19.30 horas en la librería La Vorágine de Santander, Comuntopía. Comunes, postcapitalismo y transición ecosocial (Akal). El foro es conocido para este sociólogo y filósofo de verbo y prosa amable cuya obra —Contra la igualdad de oportunidades, Capitalismo canalla o Sociofobia— destila un compromiso sin ambages. Los comunes, esos recursos que pertenecen al conjunto de la sociedad y que durante diferentes procesos históricos se han ido concentrando en pocas manos, son aquí el centro de un análisis en el que el profesor universitario desmenuza y en el que presenta las condiciones de solidaridad, cooperación o bienestar que sustentan su funcionamiento eficaz: en España, hay ejemplos de agua o bosques que forman parte de esa propiedad colectiva en continua amenaza. Su situación, perseguida históricamente, se presenta ahora como una herramienta para la gestión de bienes comunes en un horizonte (¿un presente?) de desigualdad, escasez y guerra por los recursos.
Rendueles, científico del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), dice que se ha ido encontrando en las últimas dos décadas con “ideas, discursos y conceptos” relacionados con los comunes de manera dispersa, en varias disciplinas, que presenta en su nuevo artefacto. “Yo he querido ofrecer lo que a mí me hubiera gustado tener para entrar a ese campo de una manera ordenada”, resume al comienzo de esta conversación en la que mantiene el mismo tono amable de su último libro. Porque sorprende: sorprende ese tono conciliador de un autor que siempre ha agitado las condiciones y bases socioeconómicas del sistema. Ese equilibrio y reposo, justifica él, es una estrategia para hacerlo más accesible, aunque algún compañero, como el activista Xan López, ha llegado a decir que estas páginas son “demasiado ecuánimes”. Él se ríe y dice que es el primer libro que escribe “con tono expositivo”. Al adentrarse en Comuntopía, sin embargo, uno se da cuenta de que ese envoltorio no eclipsa a la realidad que Rendueles analiza con rigor histórico y compromiso transformador.
Si bien el estilo del libro es equilibrado, la propuesta de los comunes es radical por sí misma: vivimos bajo el ala de entidades supranacionales y multinacionales mientras que los bienes comunales han estado vinculados históricamente a nivel local. ¿Es una provocación o una necesidad hablar de ello?
Es verdad que las instituciones tradicionales han estado muy atadas a lo local, pero hay una serie de intervenciones novedosas relacionadas con los comunes de la naturaleza que apuntan más bien a una cierta propiedad colectiva del conjunto de la humanidad: son bienes que estarían por encima de la soberanía de un estado. Si bien es cierta esa ligazón con lo local, es algo que estamos debatiendo y no sabemos muy bien hasta dónde puede llegar.
En lo que no hay duda es que ha existido una persecución hacia los bienes comunes, incluyendo la expulsión de miles de campesinos de sus tierras en la Inglaterra del siglo XVII…
Totalmente. Durante los procesos de modernización, ha sido una obsesión la destrucción de los bienes comunes. Además, es un proceso absolutamente global durante los procesos de creación de sociedades de mercado: no necesariamente han entrañado la destrucción de la propiedad pública, pero sí de la propiedad común porque se consideraba que era incompatible con el tipo de mentalidad con la que concurrimos al mercado. La destrucción de los bienes comunales continúa a día de hoy en diferentes partes del mundo y son constantemente amenazados.
Una parte de los bienes públicos, como la sanidad o la educación pública, son recursos colectivos que nos hacen más fuertes frente al mercado
Otra de las constantes del libro es ese impulso colaborativo, altruista, que desafía las teorías económicas clásicas. Pero esas teorías siguen dominando las mentes occidentales. ¿Por qué?
Lo que predicen las teorías neoclásicas es que los comunes son imposibles. Por decirlo con un refrán, sería que “nadie cuida de lo que no es de nadie”: si nada es de mi propiedad privada, todo el mundo que tiene acceso lo va a explotar hasta que desaparezca. Pero eso tiene un truco, que es identificar la propiedad colectiva como propiedad de nadie. Y eso no es así: ha habido muchísimos recursos comunes para los que se ha encontrado alguna forma de gestión colectiva, por ejemplo, de pastos, agua, bancos de pesca o bosques. Eso ha permitido preservar, durante muchos siglos, esos recursos sin amenazar su supervivencia. Los comunes han sido un elemento central en la subsistencia de aquellas personas que no tenían otras formas de propiedad más que la colectiva, y por eso ha sido tan importante la destrucción de los comunes en los procesos de modernización: para que la gente que no tenía otra forma de propiedad se viera obligada a acudir al mercado de trabajo. Ha sido una estrategia muy clara de proletarización. Una parte de los bienes públicos, como la sanidad o la educación pública, son recursos colectivos que nos hacen más fuertes frente al mercado.
A pesar de esos embates, sin embargo, sorprende que la gestión comunal siga manteniéndose siglos después. La inglesa Charter of the Forest, por ejemplo, es de 1215.
Los bienes comunes tienen inconvenientes respecto los bienes públicos, pero suelen más resistentes a la privatización. Para privatizar un bien público estatal solo hace falta un decreto, pero privatizar los comunes suele ser muy complejo. En España perviven muchos bienes comunes ya que la propiedad es muy compleja, está muy atomizada y legalmente son más complicados de desmontar: o haces una expropiación violenta, que es lo que ha pasado siempre, o requiere de procesos muy complicados. Son bienes duraderos porque son muy difíciles de establecer, pero son muy resistentes al paso del tiempo.
¿Cómo encajan los comunes con lo que hoy entendemos por libertad, que suele venir condicionado con las dinámicas económicas?
Los comunes proporcionan a la gente la capacidad de autogestión y es muy importante para su subsistencia. Lo que diferencia a un bien publico común de uno estatal es la capacidad de participación en un sentido duro. Proporcionan libertad porque te dan más capacidad de negociación. La propiedad, en el fondo, da libertad y autonomía. La propiedad colectiva es algo así como ser “millonarios colectivos”. A lo largo de historia, la gente ha reivindicado los comunes porque sentían que les estaban robando un poder político, una capacidad de decidir sobre su vida, aunque a veces se les ofreciera a cambio incluso un salario más alto. Pero sabían que perdían capacidad de decisión.
A pesar del tono equilibrado de Comuntopía, en la argumentación es cierto que va al grano. En un momento, incluso, escribe: “El pasado oculto de la sociedad de mercado es la expropiación salvaje de la propiedad comunal”.
Es que los procesos de expropiación de la propiedad comunal están en la raíz histórica de casi cualquier proceso de transición de sociedad precapitalistas a capitalistas. Esto, además, tiene una moraleja, y es que transforma la propiedad privada convencional. Al destruir los comunes no solo nos privamos de formas más complejas y ricas de propiedad colectiva que las que conocemos, sino formas mas ricas de propiedad privada. Ideas de la propiedad privada que no implica, por ejemplo, que puedas hacer lo que te dé la gana con tu propiedad. Sucede cuando se debate sobre la vivienda y se dice que cualquiera pueda entrar a tu casa, como si no hubiera un abanico de formas de propiedad privada posibles. Pero la propiedad, como la posibilidad de tener veinte pisos vacíos, tiene que entrañar ciertas responsabilidades públicas, y eso también lo perdimos.
En el libro, de hecho, lo menciona así: “Si los comunes no forman parte de nuestro menú político es porque esa opción ha sido excluida meticulosamente de nuestra dieta colectiva. ¿Por qué es tan difícil salirse de esa dualidad mercado-estado?
Sí, tenemos un menú en torno a la propiedad muy pobre porque de alguna forma, durante varios siglos, todo nuestro ambiente político ha confabulado para que solo se den estas dos opciones. Los que pusieron en marcha estos procesos violentos de expropiación de la propiedad comunal e instauraron formas de propiedad privada muy limitadas crearon, al mismo tiempo, formas estatales de intervención muy autoritarias. Son dos caras de la misma moneda, ya que los mismos que defienden la privatización salvaje defienden una versión de lo público muy autoritario. Lo necesitan: los procesos de privatización y mercantilización hubieran sido imposibles sin la creación de herramientas estatales a gran escala muy agresivas y autoritarias. La idea de que la era dorada del estado surgió a lo largo de los procesos de mercantilización es un gran mito. Fueron ellos quienes crearon el gran estado; nosotros lo domesticamos.
En el libro desmonta otros mitos, como el que para que se pueda gestionar un bien común se necesita una sociedad estable, homogénea y sin conflicto como las precapitalistas. Pero esas sociedades no encajan en ese ideal…
Hay una cierta imagen de los comunes como una especie de utopía, concordia, ausencia de conflictos. Pero normalmente ocurre al revés: las instituciones comunales surgen donde existen graves amenazas de conflicto.
Y de escasez…
El ejemplo del agua en Valencia es muy bueno: un sitio semiárido, con grave amenaza de sequía y donde la gestión el agua es muy complicada, aparecen instituciones que tratan de regular ese conflicto y encontrar soluciones justas. Lo que sí es cierto es que pensar ese tipo de soluciones a gran escala, en sociedades de masa, complejas culturalmente y gran desarrollo tecnológico, es diferente. Pero creo que es más sensato ver esos procesos en términos de continuidad que en términos de fractura.
Otro de los mitos que derrumba es que el individualismo exacerbado no vino de la mano de las sociedades complejas tecnológicamente, sino de los contrataques neoliberales de los 80.
Yo creo que muchas veces hay una visión muy tópica, muy naíf, de las sociedades precapitalistas como sociedad muy cohesionadas, orgánicas y marcadas por una solidaridad radical. Pero los habitantes de esas sociedades seguro que eran perfectamente capaces de ser egoístas racionales y de entender la naturaleza como una fuente de beneficio extractivista, igual que nosotros, ocasionalmente, somos capaces de ver a los demás como gente con la que entablar proyectos en común o entender que los ecosistemas forman parte de nuestra vida. Lo que yo creo es que, a nuestro alrededor, hay todo un entramado institucional que inclinan la balanza en la dirección del individualismo o el extractivismo del mismo modo que en otras sociedades precapitalistas había todo un entramado institucional cooperativo que inclinaba la balanza en esa dirección. No es tanto una cuestión cultural como el tipo de relaciones sociales e institucionales que hacen más probable que se den ciertas estrategias en vez de otras. Todo a nuestro alrededor confabula para que nos comportemos como egoístas racionales.
¿Por qué existe una especie de empeño en mirar siempre al futuro y no a aquellos aspectos de la tradición que nos unen?
Yo creo que forma parte de la propia lógica del mercado, de esta especie de direccionalidad que nos hace mirar hacia un horizonte de crecimiento infinito donde vemos a la historia como una trituradora que va dejando escombros a su paso y todo lo que queda es un vertedero que no se puede aprovechar. Y esto genera una dialéctica donde la única alternativa es una especie de tradicionalismo reaccionario en el que la opción es idolatrar el pasado, con una nostalgia idiota, y no pensar en una forma razonable de que el pasado es un depósito de posibilidades, que hay cosas que podemos aprovechar y otras de las que deberíamos de huir despavoridamente. Esa dicotomía es muy actual. Elegir entre un progreso suicida o un tradicionalismo reaccionario es algo de nuestros tiempos.
Y, sin embargo, su mirada es optimista al mencionar que los comunes no son programas irrealizables, sino que puede funcionar incluso entre las mentes racional egoístas.
Tiene que ver con ciertas visiones que identifican a los comunales con una visión cultural, una manera de entender el mundo y una sensibilidad. Pero tiene mucho más que ver con un tipo de institucionalidad, una serie de reglas que hacen que, al formar parte de un determinado entorno social, aunque seas muy egoísta, no te sientas tentado para convertirte en un gorrón o en defraudar porque te resultaría muy costoso y te resulta más cómodo formar parte de ese entorno cooperativo.
Lo cierto es que nos vamos a enfrentar al dilema de compartir los recursos disponibles o matar por ellos. La cuestión es si somos capaces de poner en marcha un horizonte alternativo a esa guerra total ecofascista y que a la gente esté dispuesta a dar pasos arriesgados en esa dirección
En un contexto de cambio climático y escasez de recursos, ¿son los comunes más necesarios que nunca?
Como el libro de Naomi Klein [Esto lo cambia todo], yo creo que la crisis ecosocial lo cambia todo. Durante mucho tiempo, la paciencia era para quien se la pudiera permitir, pero ahora mismo nadie puede permitirse ser paciente. La crisis nos interpela a todos y amenaza el futuro de la humanidad; también es verdad que cambia las estrategias disponibles. Lo que muchas veces ofrecieron las tradiciones políticas anticapitalistas era la posibilidad de un futuro de abundancia, donde la riqueza fuera mejor distribuida. Eso es muy poco realista en estos momentos salvo para gente que esté viviendo muy mal. Pero en Occidente es un programa poco realista. El desafío de hoy es convencer a la gente de que se adhiera a un programa de “austeridad justa” en el que seamos capaces de mejorar en ciertos sentidos, como tener más tiempo libre, más seguridad o más capacidad de intervención política. Pero en otros ámbitos no vamos a tener acceso a ciertos bienes o servicios que hoy damos por descontado. Los comunes, en todo caso, no son una panacea: vamos a necesitar un abanico muy grande de intervención institucional que incluye la intervención estatal a gran escala.
Todas las propuestas transformadoras pasan por más democracia, un cambio de conciencia o decrecimiento económico. Los comunes también: aquí sí se mira al pasado.
En el fondo es una reelaboración de un programa muy clásico dentro de la izquierda radical o de la tradición emancipadora: los proyectos de esas tradiciones políticas siempre han abogado por una combinación de igualdad y democracia radical que entrañaba la capacidad de autogestión, una intervención democrática. Una mayor libertad.
En la narración de resistencia de los comunes hay un aroma a lucha de clases, ¿no?
En parte es eso. Son distintos episodios, pero el consejismo, en el fondo tiene mucho que ver con esto: hay una inspiración muy grande de la tradición consejista en la herencia de los comunes. Lo que pasa es que eso se va reformulando en distintos momentos de la historia y de diferentes maneras. En la Yugoslavia de los años setenta hay una reedición de esta tradición de una reivindicación de la autogestión directa, y eso es algo que va reapareciendo en muy distintos contextos a lo largo de la historia, como la tradición cooperativista.
¿Estamos llegando, pues, a eso que Tomas de Aquino afirmó hace ocho siglos y usted menciona: “En caso de necesidad, todo es común”?
Ojalá sea verdad y fuera por circunstancias más felices y no a causa de la emergencia ecosocial. Pero lo cierto es que nos vamos a enfrentar al dilema de compartir los recursos disponibles o matar por ellos. Al final el dilema va a ser o algún tipo de reparto comunalizado de los recursos o un tipo de ecofascismo; algún tipo de guerra por la supervivencia, y ya sabemos que la derecha radical está muy cómoda en el segundo de los escenarios. La cuestión es si somos capaces de poner en marcha un horizonte alternativo a esa guerra total ecofascista y que a la gente esté dispuesta a dar pasos arriesgados en esa dirección.
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