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El relato de los supervivientes de los campos de concentración franquistas: “Comíamos hierba igual que las vacas”

El progresivo desmoronamiento del Frente Norte durante la Guerra Civil condujo a una situación caótica para la situación de los prisioneros. Santander, Santoña, Laredo, Castro Urdiales y Torrelavega se convirtieron en grandes prisiones por las que pasaron decenas de miles de soldados republicanos a la espera de su clasificación para ser destinados al ejército, ser utilizados como mano de obra forzada, ser enviados a prisión o, directamente, ser “paseados”.

Se aprovecharon todos los grandes edificios para encerrarlos sin tener en cuenta las condiciones de habitabilidad. Lo fundamental era que los muros pudieran contener en su interior un elevadísimo número de prisioneros. Dormían en el suelo en grandes salas, sin apenas espacio para darse la vuelta, vestidos y, en el mejor de los casos, sobre una manta. Por la noche permanecían encerrados sin acceso a las letrinas, haciendo sus necesidades en recipientes improvisados en la misma estancia. En otros casos, como el de los recluidos en la Plaza de Toros de Santander, tuvieron que dormir durante semanas sentados a la intemperie, lloviera o no, a la espera de su traslado.

La concentración de prisioneros llegó hasta tal punto que fue necesario redistribuirlos por otros campos. Los enviados a Santoña o Bilbao viajaron en las bodegas de barcos cargueros, mientras que al resto se le transportó en vagones de mercancías. Con esto se conseguía un objetivo secundario, alejarlos de sus familias.

El hambre es una constante en los testimonios que se han recogidos de las personas que vivieron aquella situación, independientemente del campo o la prisión en el que estuvieran encerrados. Los tres primeros días de reclusión no recibieron alimento alguno, y cuando se empezó a distribuir comida, como explica Honorato Gómez, no les facilitaron ni platos ni cubiertos:

Cuando se estabilizó la intendencia de los campos, ni la calidad ni cantidad de la comida mejoró mucho. Julián Izquierdo se quejaba así:

Los prisioneros que estaban en el Penal de El Dueso llegaron a comer hierba para quitar la sensación de hambre:

Con la clasificación de los prisioneros se pretendía apartar los «cuerpos enfermos» de la «comunidad nacional». Por su parte, a través del adoctrinamiento ideológico y la disciplina, se buscaba recuperar a los que no estaban totalmente perdidos “a través del trabajo, el amor a la patria, la paz verdadera y la regeneración de sus ideologías”.

En la tarea de “la recuperación moral, social y patriótica de dicho personal”, el capellán y la creación de figuras punitivas, como la de los Batallones de Trabajadores, ocuparon una posición central. Mientras permanecían en los campos, los prisioneros eran obligados a desfilar cantando el 'Cara al sol', a acudir a misa, a recibir charlas de  adoctrinamiento y a gritar las consignas falangistas. El castigo físico formaba parte de la rutina diaria. La indisciplina, como no saludar a la bandera o no cantar los himnos, resultaba castigada severamente.

Los prisioneros del Campo del Seminario de Corbán tuvieron que cavar fosas en el cementerio de Ciriego para enterrar a los fusilados y al día siguiente ir a echar cal viva sobre los cuerpos, sin saber si los próximos en correr esa suerte serían ellos mismos. Las cifras de ejecutados en los últimos meses de 1937 hablan de 510 fusilados en El Dueso y 357 en Santander; a las que habría que añadir las ejecuciones irregulares a cargo de falangistas, que se presentaban en los campos de concentración o en las cárceles reclamando prisioneros para su fusilamiento. Son las personas que se hallan sepultadas en las más de 150 fosas comunes que hay esparcidas por la comunidad y que oficialmente no fueron registradas.

Aquellos considerados como irrecuperables eran enviados al Tribunal Militar para ser juzgados a la espera de ir a prisión o al paredón. El resto debía realizar trabajos forzados en los Batallones de Trabajadores o pasar a formar parte del ejército franquista. A los que fueron destinados a los Batallones de Trabajadores se les impuso una jornada mínima de 9 horas, ya fuera cavando trincheras o prestando servicio en empresas privadas o para el propio estado. Así debían redimir la culpa de haber defendido el gobierno legítimo de la República.

La finalidad de los campos de concentración no era el extermino de los prisioneros republicanos. Lo demuestra, por ejemplo, las decenas de miles de ellos que hasta 1942 fueron enviados a los Batallones de Trabajadores como mano de obra forzosa. Las malas condiciones en que estuvieron retenidos y la carencia de atención médica provocaron un número difícil de cuantificar de muertes por enfermedad al que habría que sumar la cifra, igualmente incalculable, de víctimas de ejecuciones extrajudiciales.

La falta de condiciones higiénicas de los campos, la escasez de letrinas y de agua potable facilitó la propagación de enfermedades contagiosas y de chinches y piojos, que se convirtieron en una plaga entre los prisioneros. Estas circunstancias son la razón de que las principales causas de mortalidad, sin tener en cuenta las ejecuciones, estuvieran relacionadas con la falta de higiene y con el hambre (lo que contrasta con los informes de la Inspección de Campos de Concentración de Prisioneros, que indicaban que tenían un superávit de dinero en las partidas destinadas a la alimentación de los prisioneros).

En los partes de defunción se recogen como causas más frecuentes: la avitaminosis o la caquexia, que hacían referencia a la falta de una alimentación adecuada y suficiente; las fiebres tifoideas, que se propagan por agua o alimentos contaminados por restos fecales, y la tuberculosis.

El caso más llamativo se dio en Santoña, donde la mala instalación higiénica de los campos contaminó los manantiales de agua potable que abastecían a la población, llegándose a registrar índices casi epidémicos de fiebres tifoideas. Esto no impidió que en marzo de 1938 se instalara un nuevo campo de concentración en el Instituto Manzanedo con 960 prisioneros.

A pesar de que existieron 770 camas en hospitales para los prisioneros, la atención médica que recibían era muy precaria: en la práctica se atendían enfermedades contagiosas de fácil transmisión. El tratamiento que se prestaba estaba limitado por la máxima de que los prisioneros no podían tener un trato similar al de los soldados franquistas. El régimen de vigilancia y control de los hospitales era similar al de los campos.

En resumen, la vida de los prisioneros en los campos de concentración franquistas, en palabras del historiador Javier Rodrigo, consistió en “traslados, piojos, frío, hambre, sed, humillación, aculturación y castigo. Esas fueron las grandes vivencias de los internados en los campos franquistas. Y, por supuesto, la enfermedad: un aspecto crucial para entender la vida cotidiana en esos campos puesto que, a todas luces, esa fue la causa principal de mortalidad en ellos”.

El progresivo desmoronamiento del Frente Norte durante la Guerra Civil condujo a una situación caótica para la situación de los prisioneros. Santander, Santoña, Laredo, Castro Urdiales y Torrelavega se convirtieron en grandes prisiones por las que pasaron decenas de miles de soldados republicanos a la espera de su clasificación para ser destinados al ejército, ser utilizados como mano de obra forzada, ser enviados a prisión o, directamente, ser “paseados”.

Se aprovecharon todos los grandes edificios para encerrarlos sin tener en cuenta las condiciones de habitabilidad. Lo fundamental era que los muros pudieran contener en su interior un elevadísimo número de prisioneros. Dormían en el suelo en grandes salas, sin apenas espacio para darse la vuelta, vestidos y, en el mejor de los casos, sobre una manta. Por la noche permanecían encerrados sin acceso a las letrinas, haciendo sus necesidades en recipientes improvisados en la misma estancia. En otros casos, como el de los recluidos en la Plaza de Toros de Santander, tuvieron que dormir durante semanas sentados a la intemperie, lloviera o no, a la espera de su traslado.