El Grupo de Trabajo Desmemoriados está compuesto por personas comprometidas con la construcción y la preservación de la Memoria Colectiva de Cantabria. Desmemoriados trabaja de forma abierta y plural en proyectos que ayuden a difundir el legado común de la lucha por una sociedad digna, y aporta herramientas metodológicas y tecnológicas para la conservación y divulgación de las voces y los elementos documentales que conforman la memoria colectiva de Cantabria.
Desmemoriados aborda así proyectos concretos de recuperación, conservación y difusión de esa memoria así como alimenta y comparte una base de datos de acceso público con fotografías, documentos, testimonios, pegatinas, carteles… que documentan, siempre de forma incompleta, la trayectoria social y política desde la II República hasta los años 90 del siglo XX.
Internacionalistas con el Color de la Tierra: a veinte años de la marcha zapatista
El 11 de marzo de 2001, la Caravana Zapatista llegó al Zócalo de la ciudad de México acompañada de una multitud que reclamaba el reconocimiento de los pueblos indígenas en la constitución mexicana y su derecho a un marco de autonomía
El 15 de julio de 2001 la revista semanal del diario El País publicaba un pequeño reportaje bajo el equívoco y por tanto muy discutible título de 'Vacaciones solidarias'. En él, entre otros ejemplos de gente comprometida y viajera, aparece una fotografía en la que cinco integrantes del Comité de Solidaridad con los Pueblos-Interpueblos, de Cantabria, posan ante un barracón de madera con la efigie pintada de Emiliano Zapata en el Aguascalientes (municipio autónomo rebelde zapatista) de Oventic, en Chiapas (México); un territorio afín al Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN), al igual que otros similares en la geografía chiapaneca como son La Realidad, Roberto Barrios, Morelia o La Garrucha. La imagen se tomó en los días posteriores al 11 de marzo de 2001, fecha en la que la Marcha Zapatista del Color de la Tierra finalizó su periplo reivindicativo de 15 días por territorio mexicano, desde San Cristóbal de las Casas, en el sur, hasta México Distrito Federal.
Siete años antes, el día en que entraba en vigor el Tratado de Libre Comercio entre México, Canadá y Estados Unidos, primero de enero de 1994, y en un más que probable guiño a la entrada en 1959 de la guerrilla castrista en La Habana, el mundo se sorprendía con las imágenes y las crónicas que retransmiten infinidad de medios de comunicación. Una multitud de indígenas armados, precariamente uniformados y con pasamontañas cubriendo su rostro, tomaba la ciudad de San Cristóbal de las Casas y otras cabeceras municipales del estado sureño de Chiapas.
Los combates contra el ejército regular enviado a la zona por el presidente del Gobierno Carlos Salinas de Gortari se sucedieron durante once días, al cabo de los cuales y tras decenas de muertos, el gobierno mexicano ofreció un alto el fuego con el objeto de posibilitar el diálogo con los zapatistas. ¿Pero qué es lo que querían los zapatistas?
En las conversaciones de paz que se desarrollaron en San Andrés Larraínzar (bautizado por los zapatistas como San Andrés Sakam’chen de los Pobres), tras el alto el fuego entre el Gobierno mexicano y el EZLN, quedaron plasmadas sus demandas en varios acuerdos que pretendían impulsar el reconocimiento de los pueblos indígenas en la Constitución mexicana y su derecho a un marco de autonomía, así como su cultura y los sistemas normativos internos para la elección de representantes y asegurar el disfrute de sus propios recursos, impulsando la producción, el empleo y la satisfacción de las necesidades propias de los pueblos indios. En definitiva, el reconocimiento por parte del Estado de una población que hasta entonces había estado olvidada y sojuzgada.
Sin embargo, los acuerdos firmados de San Andrés jamás llegaron a cumplirse por parte de las instituciones gubernativas mexicanas. La Marcha Zapatista del Color de la Tierra emprendida por los indígenas simpatizantes del zapatismo en 2001 fue la respuesta a ese incumplimiento. Un modo de visibilizar, no solo en el resto de México sino en todo el mundo, la injusticia de un papel mojado y la realidad de que los indígenas existían y seguían dispuestos a reivindicarse.
Más allá de la inesperada vena poética del EZLN, tan alejada de otros movimientos guerrilleros latinoamericanos, y de la evidente capacidad del Subcomandante Marcos (su imagen más conocida) para “generar comunicados, cartas, discursos, artículos, relatos; así como su humorismo constante y sorprendente, su capacidad de tornar naturales o cotidianos los hechos más absurdos y terribles, su facilidad para reírse de sí mismo y expresar de manera concisa conclusiones que uno siente oscilar entre la profundidad y la poesía, entre revelación de verdades de la naturaleza humana o de la lucha”, tal como manifiesta Carlos Montemayor en su libro 'Chiapas, la rebelión indígena de México' (Editorial Espasa Calpe), lo cierto es que en buena medida el neozapatismo y los postulados de la comandancia del EZLN, tuvieron una amplia difusión en Europa y América, antes, durante y después de la Marcha Zapatista, gracias al trabajo divulgativo que el movimiento internacionalista consiguió realizar en sus propios países.
El 11 de marzo de 2001, hace veinte años, los zapatistas llegaron al Zócalo de la ciudad de México acompañados por una multitud, para decir en la voz de Marcos: “Nosotros no deberíamos estar aquí. Y sin embargo estamos. Y estamos junto a ellas y ellos, los ellos y ellas que pueblan los pueblos indios de todo México. Los pueblos indios, nuestros más primeros, los más primeros pobladores, los primeros oidores. A los que, siendo primeros, últimos parecen y perecen”.
Ese mismo día, junto a la comandancia zapatista llegaron al Zócalo de la ciudad de México miles de mexicanos que sentían que, a la par que para tzotziles, tojolabales, choles y otras comunidades indígenas, también había lugar para su esperanza. Y junto a ellos llegaron miembros de la comunidad internacional: europeos, latinoamericanos, asiáticos, estadounidenses y canadienses, que presentían que un acto de justicia en aquel lugar tan emblemático trascendía las geografías. Así lo sentían también los cántabros presentes en aquella plaza en una jornada de emociones difíciles de olvidar.
Y no es que anduvieran escasos de emociones o de experiencias aquellos que, desde mucho antes, entendían el internacionalismo, la solidaridad y el trabajo en países y en comunidades lejanas como un modo de combatir las desigualdades, no solo en aquellos mismos lugares donde el imperialismo y las tiranías colocaban su larga mano, sino también para preservar día a día la justicia, la libertad y los derechos sociales defendidos duramente en nuestro propio país.
En Cantabria, el trabajo internacionalista a lo largo de los años, desde finales de los 60 hasta hoy, y tal como señala el propio Comité de Solidaridad-Interpueblos en un capítulo introductorio de su trabajo titulado 'Internacionalismo en Cantabria. 1979-2008', ha tenido un aspecto poliédrico desde sus orígenes. Si a finales de los años 60 y hasta la muerte del dictador en 1975, la izquierda estaba ocupada en la lucha antifranquista y era receptora de solidaridad desde sus propios órganos en el exilio o bien desde otras organizaciones hermanas en países de Europa y América, fue a posteriori, embarcados en una fatigosa y turbulenta transición, cuando diversos episodios, como los estertores de la guerra de Vietnam, la consolidación del régimen cubano, el dolorosísimo golpe de estado fascista al Chile de Salvador Allende, al que le seguirán en cadena los de Uruguay y Argentina, y el consiguiente contacto con exiliados de esos países del Cono Sur, lo que hizo nacer una conciencia de solidaridad (de ida y vuelta) en los sectores progresistas españoles.
Sin embargo, fue a partir de 1979, con el imprevisto triunfo de la guerrilla sandinista en Nicaragua y la lucha del Frente Farabundo Martí en el vecino país de El Salvador, cuando se produjo ya el apoyo totalmente incondicional de una nutrida parte de la izquierda española a los movimientos revolucionarios y de resistencia que comenzaban a asomar por el mundo y que prometían procesos efectivos de transformación social.
A partir de aquí cada vez se volvió más habitual la presencia de personas que inicialmente, desde organizaciones políticas, y posteriormente desde todo tipo de Comités de Solidaridad, acudieron a la llamada en busca de apoyo y solidaridad de pueblos hermanos en conflicto. De este modo, y en una triple vertiente de denuncia, información y ayuda moral y económica, así como posibilitando la llegada a España de representantes de esos pueblos y comunidades para dar a conocer su trabajo, o bien como en el caso de la presencia de cántabros en Chiapas que ilustra este artículo, a lo largo de los años una gran cantidad de militantes de la solidaridad partieron desde Cantabria para realizar trabajos de concienciación y colaboración en diferentes lugares del mundo: Nicaragua, El Salvador, Cuba y México, principalmente en Latinoamérica, así como el Sahara Occidental, Kurdistán o Palestina en otros puntos cardinales.
El día 12 de marzo de 2001, al día siguiente de la multitudinaria recepción a la comandancia zapatista en la plaza mayor de la capital mexicana, el escritor Manuel Vázquez Montalbán recalcó en su intervención, junto a otros ilustres seguidores de la Caravana Zapatista, dentro del recinto de la Universidad de México, que allí, donde se estaban levantando las comunidades indígenas, los foráneos habían ido a aprender más que a enseñar.
En los años 30 del siglo XX, durante la Guerra de España, otros extranjeros integrantes de las Brigadas Internacionales, muchísimos de ellos de extracción humilde, que abandonaron en su país todo lo que tenían, vinieron a enseñar lo que es realmente la solidaridad. Y tal vez desde entonces, aún sin saberlo a ciencia cierta, pese a las desilusiones y los desencantos que sin duda iban viniendo, quedó impreso en la mente lo que alguien quiso decir muchos años después cuando manifestó que “la solidaridad es la ternura de los pueblos”.
A finales de los años 70 los Comités de Solidaridad empezaron a realizar tareas de denuncia, información y ayuda moral y económica a los movimientos revolucionarios y de resistencia que comenzaban a asomar por el mundo y que prometían procesos efectivos de transformación social.
El 15 de julio de 2001 la revista semanal del diario El País publicaba un pequeño reportaje bajo el equívoco y por tanto muy discutible título de 'Vacaciones solidarias'. En él, entre otros ejemplos de gente comprometida y viajera, aparece una fotografía en la que cinco integrantes del Comité de Solidaridad con los Pueblos-Interpueblos, de Cantabria, posan ante un barracón de madera con la efigie pintada de Emiliano Zapata en el Aguascalientes (municipio autónomo rebelde zapatista) de Oventic, en Chiapas (México); un territorio afín al Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN), al igual que otros similares en la geografía chiapaneca como son La Realidad, Roberto Barrios, Morelia o La Garrucha. La imagen se tomó en los días posteriores al 11 de marzo de 2001, fecha en la que la Marcha Zapatista del Color de la Tierra finalizó su periplo reivindicativo de 15 días por territorio mexicano, desde San Cristóbal de las Casas, en el sur, hasta México Distrito Federal.
Siete años antes, el día en que entraba en vigor el Tratado de Libre Comercio entre México, Canadá y Estados Unidos, primero de enero de 1994, y en un más que probable guiño a la entrada en 1959 de la guerrilla castrista en La Habana, el mundo se sorprendía con las imágenes y las crónicas que retransmiten infinidad de medios de comunicación. Una multitud de indígenas armados, precariamente uniformados y con pasamontañas cubriendo su rostro, tomaba la ciudad de San Cristóbal de las Casas y otras cabeceras municipales del estado sureño de Chiapas.