Ramón Maruri es un observador acreditado del pasado, lo que le convierte en un testigo privilegiado del presente. Desde el rigor y con el conocimiento profundo de los procesos sociales que han derivado en lo que hoy es Cantabria, este catedrático de Historia Moderna, ya retirado, analiza la evolución de la burguesía, el caciquismo y el autonomismo. En la entrevista, el historiador considera que el auge del autoritarismo en la escena política española tiene rasgos diferenciados con el franquismo y analiza las causas por las cuales el nacionalismo no prendió en Cantabria.
Licenciado, con Premio Extraordinario de Licenciatura, y doctor en Filosofía y Letras por la Universidad de Cantabria, Maruri es Académico Correspondiente de la Real Academia de la Historia e Investigador Titular del Instituto Feijoo de Estudios del Siglos XVIII de la Universidad de Oviedo. Entre 1992-2001 y 2006-2010 ejerció diversos cargos de gestión académica. Por su labor como director del Servicio de Publicaciones de la UC fue nombrado Socio de Honor de la Asociación de Editoriales Universitarias Españolas.
Usted está especializado en la época moderna. Corríjame si me equivoco, pero el Santander que conocemos hoy es producto de la gran burguesía emprendedora del siglo XVIII, la que rellenó parte de la bahía, construyó los muelles, comerció con América y fundó bancos. ¿La burguesía santanderina actual tiene mucho o poco que ver con la de sus tatarabuelos…?
Atendiendo, por un lado, al protagonismo que en todos los planos de la realidad social y en el proceso de modernización tuvo la gran burguesía de negocios en Santander desde mediados del siglo XVIII, y ateniéndome a la sociografía de quienes hoy asumen ese protagonismo, considero que tienen muy poco que ver, si es que tienen algo. De aquellas familias de la alta burguesía, que en los siglos XIX y XX participaron, junto a inversores foráneos, en la industrialización de Cantabria, quedan algunos descendientes, pero pálida imagen de lo que en otros tiempos, sobremanera hasta la primera mitad del siglo pasado, representaron sus antepasados en la vida santanderina.
Usted, como historiador, se ha mostrado muy interesado por los procesos sociales. Me gustaría preguntarle por la pervivencia del caciquismo político en nuestra sociedad.
Carezco de información rigurosa al respecto como para poder precisar la magnitud de una realidad que aún pervive en la Cantabria actual, y no sólo en Cantabria. El caciquismo político representa la superación del caciquismo tradicional, proceso a cuyo estudio Aurora Garrido Martín ha escrito las mejores páginas sobre la Cantabria de la Restauración, enmarcada cronológicamente entre 1874 y 1923.
El caciquismo tradicional, evolución de lo que históricamente fue el semi-feudal sistema de patronazgo, halló su marco social por excelencia en el mundo rural, que en Cantabria tuvo, hasta la década de 1960 aproximadamente, un peso extraordinario. En este modelo de caciquismo, el patrón, propietario de tierras e integrante de las élites locales, proporcionaba en tiempos de crisis a los campesinos que integraban su clientela medios de subsistencia bajo diversas formas, les garantizaba protección o empleaba su influencia en conseguirles lo que pudieran precisar; a cambio, los clientes correspondían al patrón, además de con su respeto y obediencia como reconocimiento de su supremacía y autoridad, con trabajo y otros servicios que les solicitara.
¿Cómo entra en crisis ese modelo caciquil tradicional?
Tal modelo, indisociable de la pobreza, del aislamiento y del analfabetismo, comenzará a entrar en crisis en España a raíz de aprobarse, en 1890, en el contexto de la Restauración, apogeo del caciquismo, la Ley Electoral, que, frente al anterior sufragio censitario, basado en la riqueza poseída, reconocía el derecho universal al voto a todos los varones desde los 25 años de edad. Comprender cómo se fue produciendo la crisis exige tomar en cuenta los procesos de industrialización y subsiguiente urbanización, causantes de la disolución de la sociedad tradicional.
La clave del caciquismo político o 'de partido' radica en que los clientes, a medida que van abandonando las actividades agrarias para incorporarse a las industriales, de implantación urbana, precisan menos de los medios materiales de subsistencia y de protección tradicionales, al disponer de los salarios que les proporcionaba su trabajo en fábricas, talleres u otras actividades laborales características del mundo urbano. Aurora Garrido cita, como ejemplos de esta transformación, Santander, Torrelavega, Reinosa, Los Corrales, Camargo, Astillero, Laredo y Castro Urdiales. En estas circunstancias, el trabajador dependía menos del cacique tradicional y de la relación personal con él; su lealtad la desplazará, a medida que vaya desarrollando una conciencia obrera y se vaya radicalizando, desde el republicanismo primero, hacia el partido de clase que considera mejor le representa, como era el Partido Socialista.
¿Cómo funcionaba el caciquismo de nuevo cuño?
Este inicial caciquismo político beneficiaba a las diversas capas que integraban la gran burguesía y las clases medias provinciales, que obtenían de otros patronos situados en una instancia político-administrativa superior, hasta llegar al gobierno de la nación, beneficios y servicios gubernamentales, como eran empleos, decisiones y puestos administrativos. La mecánica era que los patronos que, actuando como intermediarios, controlaban bloques de votos de sus respectivas clientelas en las escalas local, comarcal y provincial y lo hacían en favor de los dos grandes partidos, el conservador y el liberal, cuyos miembros notables a escala nacional constituían ahora, en última instancia, los grandes patronos. Sin embargo, la masa de votantes-clientes obtenía muy pocos de esos beneficios administrativos. Será tan sólo en el medio rural en donde el caciquismo tradicional pueda mantener algunos de sus rasgos característicos.
¿Cómo el clientelismo ha penetrado en los partidos políticos?
Viniendo a la actualidad, el caciquismo o clientelismo político en Cantabria responde, al igual que en el resto de España, al modelo más acabado, que es el que se configuró con la reimplantación de la democracia a raíz de 1978. En realidad, no dista mucho del anterior surgido con la Restauración. Hoy, como subraya José Cazorla, en un contexto de paro elevado y extrema demanda de trabajo, los clientes en el nivel local apoyan electoralmente al patrón para ascender en los partidos y en la burocracia a cambio de obtener un empleo. Dándose, además, la circunstancia de que, en dicho nivel y en el regional, dentro de los propios partidos es frecuente la existencia de las denominadas 'familias', que entiendo es el eufemismo para renombrar el caciquismo de toda la vida. Un familismo, por cierto, que sirviéndome de la expresión de Edward C. Banfield, no dudo en calificar de 'amoral'. El sociólogo Emilio Lamo de Espinosa, partiendo de tal expresión, habla de las 'lealtades perversas' que se han ido instalando en la dinámica habitual de los partidos políticos, desde los más locales hasta los estatales. Partidos, además, en los que sus líderes han llegado a acaparar un poder incontestado.
Autonomismo
Cantabria sigue prisionera de cierta visión melancólica de la naturaleza. Las montañas, el mar, cierta pureza asociada a ciertos paisajes, ¿han hecho a los cántabros tradicionalistas y reacios al cambio?
Yo, lo de las ensoñaciones a que pueda mover la contemplación de la naturaleza, lo dejo para la dimensión sentimental de las personas. Lo de la permanencia del tradicionalismo y de la reacción al cambio lo explica mejor lo histórico que lo orográfico. Aun con lo que pueda tener de condicionante la localización de una determinada comunidad humana en el territorio, tradición y reacción ante lo nuevo es fruto de la división del trabajo, de cómo ejercen el poder quienes lo poseen, del tipo de interrelación que se establece entre las personas, de cómo se gestionan los recursos públicos o de cómo se distribuye la riqueza.
¿… y por qué, a diferencia de otros territorios, en Cantabria no prendió el nacionalismo?
Cantabria, o 'La Montaña', expresión habitual antes de constituirse la Autonomía, careció históricamente de los elementos identitarios más definidores en la construcción de una conciencia nacionalista. En primer lugar, una lengua, el más vigoroso de tales elementos. En segundo lugar, no contó con una institución que, superando la característica fragmentación del territorio, articulase las cinco grandes demarcaciones jurisdiccionales: Cuatro Villas de la Costa, Nueve Valles de las Asturias de Santillana, Trasmiera, Campoo y Liébana; el proyecto de creación de una institución integradora de las jurisdicciones que hablase en nombre de todas, la denominada Provincia de Cantabria, se elaboró en 1778, pero sus Ordenanzas no fueron aprobadas por Carlos III, con lo que el proyecto resultó fallido; además, hubo jurisdicciones que rechazaron suscribirlo. En tercer lugar, La Montaña carecía de un Derecho provincial específico o Derecho foral, regulándose jurídicamente por el Derecho común castellano. Y, por último, nuestra región carecía, incluso, de un factor tan valioso simbólicamente en la formación de las identidades en el Antiguo Régimen como era una imagen religiosa; cada jurisdicción tenía sus propias imágenes de devoción, considerando que por encima de ellas no existían otras de mayor sacralidad; al respecto hubo de esperarse hasta 1905 para que nuestra región contara con una imagen de devoción que simbolizara Cantabria, y esto, incluso, a costa de protestas y desagrados locales: “Nuestra Señora la Virgen Bien Aparecida, Reina y Madre de La Montaña”.
De este modo, frente a las autonomías que en la actualidad fundamentan sus reivindicaciones nacionalistas en la legitimación que les proporciona una densa tradición histórica, como ocurre en el País Vasco y en Cataluña, Cantabria ha tenido que ir construyendo su identidad autonomista a raíz de constituirse, en 1982, nuestra Comunidad Autónoma, a la que se llega, recuérdese, a través del artículo 143, no del 151. Dicha Comunidad, desde el punto de vista territorial, se va configurando a partir de la Provincia Marítima de Santander, en 1799-1801, luego transformada en 1833 en la Provincia de Santander, según el modelo de organización administrativa liberal con Javier de Burgos. Ana María Rivas escribió en su día textos muy aclaratorios sobre las dificultades de pensar Cantabria y sobre las formas de ser cántabro.
En Cantabria, su histórica dependencia administrativa de Castilla pesó siempre más que la identidad autonomista. Es de lo más ilustrativo al respecto que, como ha subrayado Manuel Suárez, todavía en tiempos de la II República la cuestión regional se planteara desde una perspectiva castellanista, de tal modo que el Estatuto de Autonomía que elabora el Partido Republicano Federal de Santander en 1936 se refería a un Estado Cántabro-Castellano. Incluso hasta en el primer Estatuto de Autonomía de Cantabria de 1982 se hacía evidente la resistencia al autonomismo uniprovincial, al tomarse en consideración la posibilidad de una futura integración de Cantabria en Castilla; integración que fue eliminada, tras el “Pacto de Carmona”, en la reforma del Estatuto de Cantabria de 1998.
Una de las preguntas que más inquietan y más debate abren en nuestra sociedad es ver hasta qué punto el franquismo sobrevive en esta ya tercera década del siglo XXI. ¿Comparte este planteamiento y, si lo hace, se trata de una anomalía si se compara España con los países de su entorno?
El franquismo, afortunadamente, murió con Franco; en manera alguna existe en España el más mínimo rastro de las instituciones que le dotaron de especificidad y que proscribían la democracia. Distinto es que existan nostálgicos de la figura de Franco, anhelantes de reverdecer el autoritarismo y el tipo de nacionalismo sobre los que se fundamentó su régimen dictatorial. Para nada esto es una anomalía privativa de nuestra nación, puesto que nostálgicos de dictadores pasados, que pudieran hallar en la extrema derecha un espacio político, existen también en otras naciones. Si en España se apela a Franco, hay individuos y formaciones políticas que, por ejemplo, en Alemania miran hacia Hitler, en Italia hacia Mussolini o en Portugal hacia Oliveira Salazar.
La irrupción de la extrema derecha con identidad propia en España, aparte de sacar a la luz lo que estaba subsumido en otras formaciones políticas, ¿no revela que una buena parte de los españoles es ‘comprensiva’ con las políticas autoritarias?
En esto hago mía la tesis de Juan Pablo Fusi de que, por lo que a España se refiere, no debe asociarse necesariamente extrema derecha a franquismo. Las bases sociales de la extrema derecha actual no son exactamente las mismas que en su tiempo nutrieron el franquismo, ni esa derecha ha surgido en el mismo contexto de problemas en el que surgió bajo la Dictadura de Franco. Hoy tiene mucho que ver con lo que sus integrantes o simpatizantes consideran va disolviendo, a causa de las Autonomías, el Estado y España; con sus críticas a la política de inmigración y de integración de los inmigrantes en la sociedad a través de los recursos públicos y de la permisividad cultural; con su oposición a las políticas de género, a la Memoria Histórica; etcétera.
Las bases sociales de la extrema derecha actual no son exactamente las mismas que en su tiempo nutrieron el franquismo
Cuántas veces se ha dicho, y no frívolamente como un tópico, que los españoles hemos estado siempre a la espera de un 'salvador', de cuya figura con el sable en la mano la historia nos muestra haber estado bien servidos. Lo cual no obedece a ningún determinismo, sino a la endeblez de la sociedad civil; recuerdo en este sentido lo que escribió Jorge Luis Borges sobre que los vacíos de poder, en este caso civil agrego yo, los ocupan los genios del mal.
Mirando hacia atrás, por supuesto que sin ira pero sí con el conocimiento de la historia, en España, ya desde el arranque de la Edad Moderna, en el siglo XVI, las élites sociales y políticas crearon un entorno refractario a la diversidad ideológica, mientras que en otras naciones europeas, por excelencia las tocadas por la Reforma protestante, se fueron creando poco a poco, aun a costa de persecuciones y guerras ideológicas, espacios de libertad y de diversidad de culturas políticas. Sin embargo, en la conformación de nuestra realidad social, la primacía de la Iglesia sobre el Estado y el modelo de catolicismo que una y otra impusieron a la sociedad, sobremanera desde que Felipe II hizo suyo el modelo definido en el Concilio de Trento, fueron concluyentes al respecto; este monarca continuó por la senda que había iniciado su padre, Carlos I, aterrado por el avance del Protestantismo, cuando ya en torno a la década de 1530 emergían por el horizonte “tiempos de silencio”.
Que Cantabria fuera uno de los territorios históricos con más hidalgos por metro cuadrado, aunque fueran pobres de solemnidad, ¿cómo ha marcado el carácter y el pensamiento del cántabro, si es que este existe como forma de pensar colectiva?
En toda agrupación social existe una mentalidad colectiva o imaginario colectivo; un entramado de conceptos y de símbolos en el que, a modo de marco de referencia, los individuos actúan y a los que, a la vez, dota de identidad. En Cantabria, como en la España Moderna, uno de esos conceptos, medular en la escala de valores sociales, era el de hidalguía. No obstante, en la realidad social, la hidalguía, como desveló hace tiempo Antonio Domínguez Ortiz, no era en absoluto unívoca, dado que existían diversas vías de acceder a ella y que se hallaba jerarquizada. A quien vivía en la pobreza, en sus límites o en la precariedad, lo de ser hidalgo de poco le servía en materia de subsistencia. No sucedía lo mismo con quien era, y me sirvo de la conceptualización de la época, 'hidalgo notorio', 'de casa y solar conocido' o 'infanzón'. Eran éstos los poseedores de la notabilidad social, los que, propietarios de fincas urbanas y rústicas, se situaban por encima de la comunidad. Eran, en otras palabras, las élites sociales, a las que los hidalgos sin más se sentían subordinados.
Hasta entre hidalgos había clases...
Por lo que respecta a si la hidalguía, cuasi universal, de la población en la Cantabria del pasado condicionó una forma particular de pensar y de actuar, no puedo ir más allá de formular una propuesta interpretativa de índole cronológica. En una sociedad como la de los siglos modernos, la que en España va desde finales del XV hasta el primer tercio del XIX, calificada como 'sociedad de los honores', es evidente que la hidalguía representaba, como he dicho, un valor social de distinción, aunque, cuando del hidalgo pobre se trataba, podía ser objeto de sátira. Quevedo, descendiente de la hidalguía notoria del Valle de Toranzo, ironizaba con el estado material de su casa infanzona en esta coplilla: “Es mi casa solariega / más solariega que todas / pues por no tener tejado / le da el sol a todas horas”. De autor anónimo es esta otra con la misma intención sarcástica: “El hidalgo montañés / Don Juan Pérez de Quiñones / tiene las camisas nones / y no llegan a tres”. Ya en el siglo XIX, como dije en una pregunta anterior, el avance de los procesos de industrialización y de urbanización fueron disolviendo las tradicionales relaciones sociales del mundo rural, al tiempo que la escala de valores sociales se iba transformando y al tiempo que el histórico 'patronazgo' se iba convirtiendo en 'caciquismo político'. Por otro lado, la abolición del mayorazgo con la revolución liberal privó a muchas familias hidalgas de la que había venido siendo históricamente la clave en su práctica de reproducción social. Lo cual no significa que, en el plano de las mentalidades, sentirse hidalgo o percibir a alguien como tal no continuara teniendo vigencia, aunque fuera minoritaria, en la época contemporánea; esto sería, en todo caso, una más de las que Arno Mayer denomina “persistencias del Antiguo Régimen”.
¿Qué hacer con acontecimientos y personajes históricos que son evaluados según parámetros del presente? ¿Qué hacer con el marqués de Comillas, negrero, o José Escandón, quien sojuzgó manu militari a los indígenas del sur de Estados Unidos?
Un principio metodológico en la Historia como disciplina científica es despojarse del más mínimo atisbo de presentismo, es decir, de abordar el estudio del pasado desde las categorías conceptuales de un determinado presente. Cada hecho objeto de estudio hay que enmarcarlo en la realidad social de su tiempo; aplicar la escala de valores de una época a otra anterior es una severa incorrección. Sirviéndome del título de un libro de Santos Juliá, pero invirtiendo sus términos, diría que “Ayer no es hoy”. Imagínese lo que supondría, por ejemplo, estudiar las culturas políticas de la España del siglo XVIII desde los parámetros de hoy.
Cada hecho objeto de estudio hay que enmarcarlo en la realidad social de su tiempo; aplicar la escala de valores de una época a otra anterior es una severa incorrección
¿Qué abordaría usted con las figuras de Escandón y el marqués de Comillas?
Pues lo mismo que con otros personajes del pasado: estudiar sus biografías aportando el máximo de conocimiento sobre cada uno de los planos de la realidad social en los que actuaron y, como acabo de mencionar, contextualizarlas en esa realidad. José de Escandón, en el siglo XVIII, y el marqués de Comillas, en el XIX, actuaron en sus respectivos campos a los que usted se refiere conforme a las que eran las prácticas sociales de la época: la conquista y colonización de la América hispana, más concretamente del Seno Mexicano, por el primero, y la trata de esclavos en el ámbito de las Antillas en el segundo. Intuyo que en su pregunta va implícita la cuestión del derribo de estatuas que en su día se erigieron como manifestación del reconocimiento social hacia ellos; notables historiadores contemporaneístas han precisado que la decisión de derribar, o no, una estatua corresponde a los políticos y no a los historiadores. Lo que el historiador ha de hacer es analizar y explicar qué tipo de sociedades erigieron estatuas y monumentos en memoria de una persona y por qué lo hicieron; del mismo modo que qué tipo de sociedades, y por qué, abogan por su retirada o destrucción. Pero, reitero, lo de que continúen, o no, en pie atañe al poder, no a la disciplina histórica, cuya responsabilidad es testimoniar, haciéndolo comprensible, cómo actuaron las personas estudiadas en la realidad histórica en que vivieron, fuera su actuación gloriosa u odiosa. Yo participo de la convicción de Walter Benjamín de que todo documento de cultura es, a la vez, un documento de barbarie.
¿La Memoria Histórica es selectiva? Lo digo porque hay un sector de la sociedad interesado en mantener la memoria de la segunda mitad del siglo XX, en concreto lo concerniente con el terrorismo, mientras no está interesada en ‘reabrir las heridas’ de la Guerra Civil y sus estragos.
Su pregunta, ya de entrada, plantea un problema conceptual en torno al sintagma Memoria Histórica que, como historiador, creo necesita dos precisiones. Una, que el sintagma es redundante, ya que la memoria siempre es histórica, recuerdo de lo pasado. Y la otra, que Memoria Histórica remite a memoria colectiva, en el caso de España a la representación que pueda hacerse de las causas y de las víctimas de nuestra última Guerra Civil, lo que ha motivado un debate historiográfico aún no concluido. Debate entre, por un lado, quienes postulan que la expresión Memoria Histórica encierra una contradicción, puesto que la memoria es individual y subjetiva, producto de experiencias personales, y, por otro, quienes afirman que la historia es colectiva, es decir, agregación de acciones o experiencias individuales. Cuestión esta última que tiene que ver más que con la historiografía, con la teoría del conocimiento, pues significaría que lo vivido por una persona ante un acontecimiento, o lo que haya leído u oído sobre él, pudiera hacerse extensivo al conjunto social; así, pues, habría tantas narraciones sobre dicha Guerra como experiencias, lo cual no se concilia con lo que es la tarea del historiador, cuyo objetivo sustantivo es indagar en el pasado y dar cuenta comprensiva de lo sucedido.
Pero más alla de sus fundamentos, ¿no cree que hay un debate encontrado sobre lo que debe ser memorializado'?
Es evidente que la Memoria Histórica es fruto de una selección, puesto que del pasado se ha extraído, con un criterio ideológico-político, un fragmento. También puede alegarse que el historiador es selectivo, pero esto es debido a razones profesionales. El historiador, en su tarea investigadora, opera, en efecto, selectivamente al estudiar el pasado, por cuanto que, sin arbitrariedades ni sesgos deudores de intereses bastardos, elige los hechos que considera son merecedores de ser estudiados. Que haya un sector de nuestra sociedad interesado en mantener activa la memoria de las víctimas, deduzco que de ETA, y de desmemoriarse de las víctimas de nuestra Guerra Civil responde a una estrategia de carácter político, ante la cual el historiador nada tiene que decir -sobre memoria, historia y olvido Paul Ricoeur ha escrito un ensayo magistral-. En cualquier caso, el historiador, como ciudadano y sujeto moral, puede manifestar su rechazo hacia todo aquello que, en nuestro pasado como españoles, haya provocado víctimas a través de la injusticia y de las múltiples formas de la violencia. Tengo siempre presente el aforismo de Sebastián de Castellion, humanista francés del siglo XVI y denunciante de la intolerancia y crueldad teocráticas del reformador Juan Calvino: “Matar a un hombre por defender una idea no es defender una idea, es matar a un hombre”.
Que haya un sector de nuestra sociedad interesado en mantener activa la memoria de las víctimas, deduzco que de ETA, y de desmemoriarse de las víctimas de nuestra Guerra Civil responde a una estrategia de carácter político
Historia y opiniones
Antes de que la ciencia cayera bajo el influjo de las ‘opiniones’, la historia ya vivió algo parecido: el revisionismo. Si la historia es opinable, ¿el historiador de verdad no tiene una responsabilidad básica en nuestra sociedad?
La historia, rotundamente, para nada es opinable. Al conocimiento del pasado, para su comprensión, se accede mediante el sometimiento del historiador a las reglas que, en función de lo que de ese pasado quiera conocerse, impone una determinada metodología. Por tanto, frente a la opinión se alza irreductible la argumentación, asentada sobre la solidez del conocimiento científico y lo empíricamente verificable; solidez que no significa rigidez, puesto que todo conocimiento es provisional, transitorio, como propusiera Albert Einstein en su difundido aforismo “Dos y dos son cuatro hasta nueva orden”.
Respecto al revisionismo, en este caso de acontecimientos del pasado, tal concepto deriva del de revisión, aplicada ésta inicialmente a los fundamentos teóricos del materialismo histórico en Karl Marx. Con posterioridad, su campo semántico se modificó, llegando a tener sustancialmente dos planos de significación. Uno, digamos científico, revisionismo como sinónimo de replantear o reinterpretar -actualmente suele utilizarse también el vocablo “revisitar”- acontecimientos del pasado; en el caso de la historia se trataría, pues, de volver a abordar tales acontecimientos desde las preocupaciones del presente y desde las más solventes premisas epistemológicas y metodológicas. El otro plano de significación del revisionismo es de naturaleza ideológica, puesto que, eludiendo el principio de realidad, tiene como objeto negar determinados hechos indubitables. Este revisionismo desembocó en el negacionismo, que tuvo su expresión más infame cuando, en la década de 1950, comenzó a presentarse la eliminación de judíos y de otros grupos sociales en los campos de exterminio nazis como una invención de la propaganda aliada. También en España sabemos del revisionismo negacionista cuando, a partir de la década de 1990, autores como, por ejemplo, Pío Moa o César Vidal arremetieron contra la reinterpretación rigurosamente científica de nuestras II República y Guerra Civil debida a diversos historiadores contemporaneístas. Hoy, no obstante, negacionismo se llega a aplicar, considero que erróneamente, hasta a la actitud de quienes rechazan la vacuna frente a la COVID-19.
¿Y cuál es la responsabilidad que cabe al historiador?
Y en cuanto a la responsabilidad del historiador ante la sociedad, difundir el conocimiento histórico más allá de los circuitos académicos es una de las exigencias del estatuto ontológico del historiador. Sin duda, fue el filósofo alemán Jürgen Habermas el pionero en reivindicar, en la década de 1970, el uso público de ese conocimiento al someter a debate, liberándolo del silencio y la vergüenza nacionales, el pasado nazi de Alemania.
¿Cómo conseguir que las emociones y los prejuicios queden al margen del análisis de los hechos históricos?
Atañe esto a la formación del conocimiento histórico, en la que emociones y prejuicios no tienen cabida para nada. De las emociones se sirven quienes elaboran, por ejemplo, los discursos y las narrativas al servicio de los nacionalismos lingüísticos e identitarios. Y los prejuicios son, ocioso es decirlo, juicios preestablecidos sobre algo; en última instancia, los prejuicios son dogmas, y quienes parten de ellos no buscan la verdad, puesto que consideran que la poseen. Otra cosa es el problema de la objetividad y la subjetividad en la formación del conocimiento histórico; en esto, suscribo la definición que de una y de otra dio uno de los padres de la Sociología contemporánea en España, Jesús Ibáñez: “Porque somos sujetos somos subjetivos, si fuéramos objetos, seríamos objetivos”. Quedaron ya bien atrás los tiempos en que, conforme a los planteamientos del Historicismo, se consideraba que los hechos ocurrieron tal y como aparecían en las fuentes escritas, y que el historiador, guardián de la objetividad, tenía que limitarse a narrarlos una vez ordenados. En un reciente artículo, el filósofo Álvaro Castro escribía sobre 'Ética de la investigación en la Historia', cuestión apenas debatida, excepto en el caso de Inglaterra, en comparación con lo que viene aportándose en el campo de la investigación en las ciencias naturales, caso, entre otros, de la Bioética. Al historiador no se le exige objetividad, sino rigor y honestidad, practicables mediante una estricta escrupulosidad en el tratamiento de las fuentes archivísticas, lo medular del conocimiento del pasado; significa esto no deformarlas, no falsearlas, no ocultarlas o silenciar de ellas información que pueda cuestionar las tesis defendidas.
Política educativa
¿El Plan Bolonia no ha hecho que la Educación Universitaria acabe convertida en Instrucción Universitaria?
Bien poco después de implantarse en España el conocido como Plan Bolonia, el filósofo José Luis Pardo publicaba un artículo desentrañando sus claves explicativas. Lo que latía bajo ese “nombre pomposo” con que lo habían bautizado las autoridades políticas, era, en el contexto de la globalización tras la caída del Muro de Berlín, no tanto mejorar el conocimiento impartido por las universidades europeas como adecuar éstas a una nueva función de naturaleza estrictamente economicista. Se trataba de subordinar las máximas instituciones productoras de saber a las necesidades del mercado. En otras palabras, el objetivo era, fundamentalmente, que el Estado empleara sus recursos económicos en formar titulados con una cualificación óptima para incorporarse al mercado de trabajo y satisfacer así las demandas de las empresas privadas.
¿Qué efectos ha tenido?
La aplicación del Plan Bolonia ha tenido un efecto perverso, como es el retroceso de las disciplinas humanísticas en los programas de enseñanza en beneficio de las disciplinas científico-técnicas. Esto, en España, ha creado una gran frustración en las consideradas, así se denuncia con frecuencia, generaciones mejor formadas de nuestra historia. Frustración es tener que aceptar trabajos precarios en el tiempo y en la remuneración; también los es la indeseable cantidad de jóvenes que, ante la falta de expectativas de poder construir su futuro laboral y personal en España, no tienen otra alternativa que, en una nueva modalidad de exilio, marchar al extranjero. Y, por supuesto, las naciones hacia las que se dirigen y, por extensión, sus empresas receptoras de jóvenes altamente cualificados baten palmas por contratar mano de obra sin haber invertido un solo euro en su formación.
La aplicación del Plan Bolonia ha tenido un efecto perverso, como es el retroceso de las disciplinas humanísticas en los programas de enseñanza en beneficio de las disciplinas científico-técnica
¿Cómo observa la evolución de las humanidades, y de la Historia, en los planes educativos?
Es evidente que en franco retroceso, como acabo de mencionar e indisociable del avance de la globalización. Una globalización que, en última instancia, ha devenido en globalismo, es decir, en la mera búsqueda, como sea, de la eficiencia en términos económicos, lo que Viviane Forrester califica de “neurosis del lucro”.
Ya a finales de la década de 1990, la filósofa estadounidense Martha Nussbaum, Premio Príncipe de Asturias 2012 de las Ciencias Sociales, denunciaba la devaluación de las Humanidades en el mundo occidental como una de las consecuencias de las embestidas de ese globalismo; de ahí la permanente y radical reivindicación de Nussbaum de la “educación para la ciudadanía” frente a la hegemonía de la “educación para la renta”; es decir, reivindicación del conocimiento humanístico al margen de cualquier consideración mercantil. No pudo haber titulado mejor el libro en que expone estas ideas: Sin fines de lucro. Por qué la democracia necesita de las humanidades. Necesitamos de la Filosofía, de la Historia, de la Literatura, de la Filología y del Arte, independientemente del placer que proporciona conocer más y mejor, porque nos aportan una sólida capacidad de ejercer la crítica en nuestra dimensión de ciudadanos. Esto nos permite analizar, y así comprender, la realidad social en que nos movemos, denunciando, frente a los legitimadores de lo establecido, todo aquello que ha contribuido y contribuye a desviar, obstaculizar o impedir la mejora material y moral del ser humano.
Necesitamos de la Filosofía, de la Historia, de la Literatura, de la Filología y del Arte, independientemente del placer que proporciona conocer más y mejor, porque nos aportan una sólida capacidad de ejercer la crítica en nuestra dimensión de ciudadanos
Poeta y editor
En su currículum biobibliográfico figuran poemarios de los que es autor. ¿Cuál es su poética?
Tarea embarazosa es para un autor hablar de su obra, por lo que lo haré en los términos más descriptivos y sintéticos que pueda.
Formalmente, mi poesía y prosa poética son fruto de una deliberada búsqueda de la economía del lenguaje, de ahí mi opción por poemas de estructura libre y muy pocos versos, por el aforismo, el microrrelato y el haiku. Como recursos estilísticos, me sirvo de la paradoja, la ironía, el irrealismo, lo insólito y los juegos con el lenguaje. Temáticamente, escribo sobre la pluralidad de la vida, la muerte, la memoria, el tiempo que nos va haciendo olvido, las pérdidas, la naturaleza y las gentes habitadas por el desamparo. Creo que algunos de los títulos de mis poemarios ilustran qué veredas transitan sus contenidos: Mínima poética, El ángel melancólico, La luz en ruinas o Fugaz tránsito, título este último de la antología, prologada por Antonio Orihuela, que publicó en 2016 la editorial malagueña Corona del Sur-Francisco Peralto.
Usted, que ha dirigido el Servicio de Publicaciones de la Universidad de Cantabria durante una década, ¿cómo ve el futuro del libro convencional en el contexto tecnológico de nuestra sociedad?
Dado que de lo por venir nada puede afirmarse, tan sólo queda especular; y en este sentido, creo que el problema mayor no es tanto el futuro de la lectura según sea su soporte, pues, al fin y al cabo, significa leer, sino el de la propia lectura, teniendo en cuenta una sociedad en la que, mayoritariamente, los jóvenes, que encarnan ese futuro, optan con preferencia por las redes sociales, de mensaje breve, asentado en consignas y ajeno del todo a la complejidad de lo real.
Historia, edición, poesía, ¿qué futuro las espera?
Sirva lo dicho anteriormente sobre lo incierto del futuro; lo cual no me impide desear a la historia, a la edición y a la poesía un futuro eterno.