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Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

La calle como manual de ciudadanía

La calle es la metonimia de la vida civil, mientras que en los gobiernos y los parlamentos se articulan las reglas de la vida política. Se trata de dos esferas interdependientes. Si las instituciones políticas operan sin tener en cuenta las necesidades y los anhelos de la gente de a pie, de la gente la calle –como si la tropología hubiera privilegiado esta dimensión peatonal del ser humano–, tendremos en el mejor de los casos un sistema marcado por las patologías paternalistas (como en el despotismo ilustrado), en el peor,  por las autoritarias. Pero si la ciudadanía no hace oír su voz asistiremos a las patologías de la evasión, del pasotismo a la servidumbre voluntaria. La presencia de una ciudadanía vibrante y comprometida con los valores que han venido pautando el norte normativo de la vida buena es a la vez un indicador y una garantía del funcionamiento de la vida colectiva.

Se atribuye a menudo una connotación positiva a la movilización. Pero la movilización, como la activación orgánica, no es buena o mala per se sino en función de los fines a los que sirve. Por eso hace falta la brújula de los valores. Sin ellos la calle puede convertirse en un instrumento al servicio de la tiranía y la deshumanización. Basta recordar el papel que desempeñaron las concentraciones de masas en el apuntalamiento de los totalitarismos en los años treinta y cuarenta del siglo pasado. Precisamente aquel enrolamiento de las sociedades, a menudo bajo la consigna identitaria de la unión sagrada, condujo a Europa a la peor catástrofe de su historia, con la ayuda –hay que recordarlo–  de los vientos huracanados de una dura crisis económica. Precisamente para evitar su repetición se creó un corpus normativo dirigido a establecer pautas de ética política encaminadas al establecimiento de un sistema de garantías a todos los niveles, nacional e internacional. La universalidad de los derechos humanos tiene dos caras: el derecho a disfrutar de ellos y la obligación de contribuir para asegurarlos a aquellas personas que sufren conculcaciones a ellos en sus carnes.

Esta universalidad tiene una contrapartida en la reciprocidad. Para hablar de lo más cercano, la historia de España está pautada por los exilios (Jordi Canal, ed. Exilios. Los éxodos políticos en la historia de España siglos XV-XX). Quiere esto decir que a la postre una ética exigente es también un seguro de asistencia mutua distribuido en el tiempo. Resulta paradójico en términos históricos que Trump quiera construir un muro para proteger a su país, fundado por exiliados europeos de ayer, de los migrantes mejicanos de hoy. Una falta de humanidad, y a la vez de conciencia histórica, es perceptible en esas movilizaciones xenófobas en ciudades europeas contra los refugiados, infligiéndoles una suerte de victimación preventiva.

La universalidad de los derechos humanos impone deberes al conjunto de la ciudadanía. Recordamos que una figura indispensable para el éxito del nazismo fue la de los circunstantes, ciudadanos alemanes que consideraron que lo que pasaba con judíos, gitanos, comunistas, homosexuales o disminuidos físicos, no les concernía. El ensayo de Karl Jaspers reparte las responsabilidades por las diferentes categorías de la culpa. Para él la falta de solidaridad absoluta con la persona humana en tanto que tal es una culpa metafísica.

El artículo 14 de la Declaración Universal de Derechos Humanos dice en su literalidad: “En caso de persecución, toda persona tiene derecho a buscar asilo, y a disfrutar de él, en cualquier país”. Pero para que las personas perseguidas o ven sus vidas en riesgo por motivo de la guerra puedan disfrutar de ese derecho hace falta una voluntad y una disposición a contribuir en esa dirección. Vemos, sin embargo, que mientras no deja de crecer el número de personas en busca de asilo, como constatan las agencias internacionales, el tema de los refugiados está lejos de ocupar un espacio proporcional a su gravedad en la agenda política.

Con todo, la gravedad de la situación de los refugiados en unánimemente admitida; lo que no es el caso respecto a la inhibición (el desinterés y la pasividad) de las instancias de decisión, entre las que figuran los gobiernos. Y con ello volvemos al principio: como ciudadanos somos también responsables de lo que los políticos que hemos elegido hacen o no hacen. Y tenemos la obligación de no permanecer callados ante los atropellos que están sufriendo tantas personas, ante la repetición interminable de Aylan Kurdis, que son absorbidos en el ruido para dejar de molestar a las conciencias. Y tendría que indignarnos la insolidaridad que estamos mostrando como país, hasta en los modestos términos de la cifra de acogida propuesta.

Y una mezcla de indignación y de exigencia cívica es lo que llenó de amarillo las calles de Santander el pasado día 18, con un preámbulo la tarde del 17. No puede haber mayor contraste entre esa iniciativa y las manifestaciones xenófobas de otros lugares.  Las organizaciones responsables –Amnistía Internacional, Pasaje Seguro Cantabria y la Asociación de Apoyo al Pueblo Sirio– nos han regalado una espléndida lección de ciudadanía utilizando la calle y las personas de la calle como manual para una pedagogía viva. Los países y las ciudades promocionan con razón su patrimonio pero descuidan la parte más valiosa de él, los quilates cívicos de su sociedad civil.

La iniciativa 'Santander corre por Siria', contiene dos patronímicos equipolentes: se corría por Siria porque representa ahora la universalidad de derechos humanos conculcados, pero al hacerlo se acrecentaba la imagen de Santander como ciudad decente, el patrimonio intangible más valioso de una comunidad. Como ciudadanos hay que agradecer en los términos más comprometidos a las organizaciones y a las personas que desde ellas han preparado esta iniciativa  por haber aupado a Santander en el ranking de la decencia. Cuando se embota nuestra sensibilidad ante el dolor de los demás pasa lo mismo con nuestra humanidad. Y cuando florece la solidaridad nos enriquecemos a la vez como personas y como ciudadanos.   

La calle es la metonimia de la vida civil, mientras que en los gobiernos y los parlamentos se articulan las reglas de la vida política. Se trata de dos esferas interdependientes. Si las instituciones políticas operan sin tener en cuenta las necesidades y los anhelos de la gente de a pie, de la gente la calle –como si la tropología hubiera privilegiado esta dimensión peatonal del ser humano–, tendremos en el mejor de los casos un sistema marcado por las patologías paternalistas (como en el despotismo ilustrado), en el peor,  por las autoritarias. Pero si la ciudadanía no hace oír su voz asistiremos a las patologías de la evasión, del pasotismo a la servidumbre voluntaria. La presencia de una ciudadanía vibrante y comprometida con los valores que han venido pautando el norte normativo de la vida buena es a la vez un indicador y una garantía del funcionamiento de la vida colectiva.

Se atribuye a menudo una connotación positiva a la movilización. Pero la movilización, como la activación orgánica, no es buena o mala per se sino en función de los fines a los que sirve. Por eso hace falta la brújula de los valores. Sin ellos la calle puede convertirse en un instrumento al servicio de la tiranía y la deshumanización. Basta recordar el papel que desempeñaron las concentraciones de masas en el apuntalamiento de los totalitarismos en los años treinta y cuarenta del siglo pasado. Precisamente aquel enrolamiento de las sociedades, a menudo bajo la consigna identitaria de la unión sagrada, condujo a Europa a la peor catástrofe de su historia, con la ayuda –hay que recordarlo–  de los vientos huracanados de una dura crisis económica. Precisamente para evitar su repetición se creó un corpus normativo dirigido a establecer pautas de ética política encaminadas al establecimiento de un sistema de garantías a todos los niveles, nacional e internacional. La universalidad de los derechos humanos tiene dos caras: el derecho a disfrutar de ellos y la obligación de contribuir para asegurarlos a aquellas personas que sufren conculcaciones a ellos en sus carnes.