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El cine y los grifos sin cerrar

En los años 70 los productores de Hollywood descubrieron que podían llenar los cines con una inversión de 50.000 dólares en una banda sonora, una cifra que suponía una parte muy pequeña del presupuesto de una película estándar entonces. Así que fuimos a ver Pat Garret y Billy the Kid con música y voz de Bob Dylan, por ejemplo, y la tendencia perduró.

Hay muchas bandas sonoras memorables, cierto, incluso si dejamos fuera al género musical en su totalidad. Pero, en general, la música en las películas es una maldición. Es un recurso barato, en la peor acepción de la palabra, para decirle al espectador lo que debe sentir en cada momento. El cine vende emociones, pero la música no debe suplir subliminalmente las debilidades del guión o de su interpretación para proporcionarlas.

Así que me gusta leer guiones, normalmente de películas que ya me han gustado antes en el cine. En realidad, solo pueden leerse guiones de películas buenas: los de las malas no encuentran editor. Suelo llevarme dos cuando voy en tren a Madrid, uno para el viaje y el otro por si la catenaria. Mientras mis compañeros de vagón ven una película con frecuencia infame y llena de ruido, yo leo otra en silencio.

Sin música, claro, solo los mejores guiones aguantan. Entre los que se citan como modelo aparece siempre el de Chinatown, una película de Polanski de 1974, ambientada en los años 30. Meritoria por varias cosas más, ganó un único Oscar: no casualmente al mejor guión, que era de Robert Towne.

Chinatown es una película de intriga, que empieza con la visita que hace una mujer a un detective. La mujer cree que su marido la engaña y encarga una investigación. El marido que quizá la engaña es el jefe del servicio de aguas de la ciudad de Los Ángeles. La investigación de Jack Nicholson (hay que leer el guión para recordar que el detective se llama Gittes) descubre muchos más engaños, mucho más importantes y más caros, en la gestión de las aguas que pagan los ciudadanos. Y un incesto, y una hija resultante de él: la realidad es compleja. Un autor puede fantasear todo lo que quiera en una obra de ficción, pero si esquiva la complejidad no hará nada valioso, nada que nos ayude a entender la realidad a que se remite.

Dicen que la realidad supera a la ficción, y seguro que hay casos que justifican el tópico. Pero no siempre es así; la mayor parte de las veces la realidad aburre de tan conocidos como tenemos los cuentos de que está hecha.

Como ocurre con el Canal de Isabel II, la empresa pública que suministra el agua de Madrid, que ha dado mucho que hablar desde hace tiempo. Como siempre que se habla de suministros a la población, se divisa una cohabitación (política) entre parientes próximos (políticos), algo muy parecido al incesto (en fin, político). El resto del cuento, sacarle los cuartos a todos los ciudadanos para unos cuantos bolsillos, es también igualito que Chinatown.

Y, como siempre que se hacen estas cosas, se cuida con mucho mimo a los encargados de generar los relatos: «Aguirre y González gastaron desde 2006 casi 55 millones de euros del Canal de Isabel II en publicidad en medios de comunicación». En una época en que cuesta tanto vender novelas, muchos autores de ficción se han disfrazado de periodistas. Y así nos luce el pelo; a nosotros por la dificultad de encontrar información veraz y a los periódicos por la de vender ficción.

Nos toca esforzarnos por recordar, una y otra vez, verdades sencillas como la que nos traía Taboada el otro día: «Un hecho no deja de serlo por una mala narración, ni un buen relato fabrica hechos». Nunca fue fácil distinguir los hechos y su relato, pero con tanto dinero empleado en fabricar relatos tramposos la cosa se ha puesto verdaderamente complicada.

Ayuda leer guiones, sin música acompañándoles para decirnos cómo tenemos que entenderlos. Leyendo así un número suficiente de guiones se descubre una cosa notable: los actores cambian, los argumentos se repiten. Es más, los actores tienen que cambiar para que no se note que nos venden el mismo argumento de nuevo.

Así que nadie debe lamentar la retirada de la cólera de Dios y Gil de Biedma. Su especie goza de buena salud. Mientras paguemos recibos de luz y agua, habrá liberales en la política. 

En los años 70 los productores de Hollywood descubrieron que podían llenar los cines con una inversión de 50.000 dólares en una banda sonora, una cifra que suponía una parte muy pequeña del presupuesto de una película estándar entonces. Así que fuimos a ver Pat Garret y Billy the Kid con música y voz de Bob Dylan, por ejemplo, y la tendencia perduró.

Hay muchas bandas sonoras memorables, cierto, incluso si dejamos fuera al género musical en su totalidad. Pero, en general, la música en las películas es una maldición. Es un recurso barato, en la peor acepción de la palabra, para decirle al espectador lo que debe sentir en cada momento. El cine vende emociones, pero la música no debe suplir subliminalmente las debilidades del guión o de su interpretación para proporcionarlas.