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Fiesta
“Esta época, que exhibe ante sí misma su tiempo como si fuera el retorno precipitado de una multitud de festividades, es también una época sin fiestas” (Guy Debord)
A lo largo de la historia, la fiesta, como manifestación superior de la alegría colectiva, ha sido vista por los poderes fácticos con recelo e incluso como algo social y políticamente peligroso. Pero de todas las épocas quizá sea la nuestra en la que de manera más contradictoria y cínica se intenta demonizar cualquier fiesta que no esté promovida, gestionada y rentabilizada (al menos económicamente) por alguna empresa o institución pública o privada.
Cuando digo fiesta me refiero a una actividad colectiva diseñada y ejecutada por los propios participantes (que deben implicarse directamente, ser activos, no meros espectadores) en términos igualitarios (las jerarquías de cualquier tipo se disuelven), en la que hay música, baile y/o cante más o menos organizado, y está bien visto que los participantes usen intensificadores de la experiencia en estado líquido, sólido o lo que se tercie. El propósito principal de la fiesta es celebrar la vida en grupo, y por eso siempre ha sido el mejor y más gozoso medio para romper la sensación de aislamiento del individuo y de reconectarlo con la comunidad.
Los rituales bailados prehistóricos –los antecedentes más remotos de la fiesta, de los cuales tenemos registro en pinturas rupestres– han sido interpretados habitualmente como algo no sólo marginal en la vida de nuestros antepasados (la supervivencia es lo único importante) sino también como un gasto innecesario de energía (no tanto en la ejecución como en la preparación, que dependiendo del caso podía durar meses). Esa interpretación es producto inequívoco de la mentalidad moderna, para la que lo esencial de la vida es únicamente el trabajo y la producción de algo útil. La antropología funcionalista (y usted perdone las groseras simplificaciones a que me veo obligado por falta de espacio, tiempo y capacidad) corrigió en parte esa visión negativa, insistiendo en la función que las fiestas cumplían de dotar de mayor cohesión al grupo, así como de contribuir a aumentar el número de sus componentes.
Los rituales bailados –desde nuestros antepasados prehistóricos, hasta la Grecia clásica o la Roma imperial– servían también como medio para comunicarse directamente con la divinidad; de ahí que muchos fueran rituales extáticos, pues perseguían el éxtasis (es decir, el salir de uno mismo) y el entusiasmo (etimológicamente, tener un dios dentro, sentir una exaltación por algo que proviene de fuera de nosotros). Como señaló Aldous Huxley, “las danzas rituales suministran una experiencia religiosa que parece más satisfactoria y convincente que ninguna otra… Es con sus músculos como más fácilmente obtienen conocimientos de lo divino”. ¡En sus orígenes la religión era bailada, una fiesta! Basta entrar hoy en una iglesia para confirmar, de manera absolutamente irrefutable, la lastimosa involución de cualquier culto religioso.
En sus primeros pasos el cristianismo fue un culto que promocionaba ese tipo de rituales comunitarios y solidarios. Al menos mientras fue un culto reprimido, porque en cuanto se convirtió en Iglesia oficial sus intereses mutaron milagrosamente. ¿Qué es eso de comunicarse directamente con la divinidad (y por medio de la juerga, además)? El negocio cristiano no existiría sin toda su ingeniería del pecado, la penitencia y el perdón, un ciclo económico perfecto gestionado por la jerarquía eclesiástica. Juan Crisóstomo, arzobispo de Constantinopla y uno de los cuatro grandes padres orientales de la Iglesia, lo dijo bien claro a finales del siglo IV: “donde hay un baile también está el demonio”. De promocionar la fiesta extática a comenzar a perseguirla de manera más o menos organizada.
No obstante, tal como cuenta Barbara Ehrenreich en su muy recomendable libro 'Una historia de la alegría. El éxtasis colectivo de la Antigüedad a nuestros días', en las iglesias europeas los bancos sólo aparecieron en algún momento del siglo XVIII, lo que implica que hasta entonces los fieles permanecieron de pie y se movieron libremente por el recinto, lo que sin duda favoreció dinámicas radicalmente diferentes a las que estamos acostumbrados. Y es que hasta finales de la Edad Media el cristianismo seguía siendo, al menos en parte, una religión bailada. A partir del siglo XIII comienza un proceso de desplazamiento de las fiestas en los recintos sagrados a espacios públicos, donde es el pueblo el que se encarga de su gestión (con mayor o menor supervisión de las autoridades eclesiásticas); entre ellas el carnaval, quizá la fiesta por excelencia.
La externalización y secularización de la fiesta forzó a la Iglesia a dotar de mayor atractivo a sus plúmbeas celebraciones, lo que contribuyó a llenar el calendario de fiestas (algunas de las cuales siguen vigentes hoy en día). Pero esa convivencia duraría poco, pues entre el siglo XVI y el XIX el libre mercado de la juerga cedería ante las presiones del duopolio Iglesia-Estado, que en muchas ocasiones actuaron en comandita para suprimir masivamente las fiestas tradicionales. ¿Por qué? La explicación más extendida y mejor fundamentada: la supresión de las fiestas fue un subproducto del capitalismo y la industrialización. Las clases trabajadoras debían disciplinarse para las interminables jornadas laborales en las fábricas o en el campo. Si hay que trabajar todo el año, no queda mucho tiempo para la jarana.
En la Edad Moderna, las formas de diversión de las clases altas comienzan a cristalizar en actividades que deben consumirse en silencio, sentado o inmóvil (como la música o el ballet). Y ese tipo de festividades, de ocio –una nueva forma de consumir el tiempo antes destinado a la fiesta–, en el que el participante suele ser reducido a mero espectador, es esencialmente el que se ha ido imponiendo hasta la actualidad, extendiéndose a todas las clases sociales. Salvo alguna excepción –convenientemente domesticada, como es ahora el carnaval o sus sucedáneos como Halloween– nos dedicamos a consumir, casi inmóviles y en silencio, diferentes formas de entretenimiento comercial perfectamente dosificadas y programadas, desde conciertos a acontecimientos deportivos. Nuestra sociedad (nosotros) ya no generamos actividades masivas destinadas a celebrar la vida, a fomentar la alegría colectiva. Sólo consumimos las que nos ofrecen. Como dice Debord vivimos en una época sin fiestas.
La ética protestante que ha conquistado el mundo occidental no deja espacio para otra cosa que no sea trabajar. Y la sociedad actual ha llegado a un punto de perversión tan escandaloso que los medios de comunicación –aliados con los poderes económicos y políticos de turno– no dejan de bombardearnos con mensajes que: 1) nos animan a emprender, a esforzarnos, y a demonizar la pereza (o la procrastinación, como prefieren decir en las revistas de tendencias); y 2) nos muestran los beneficios del optimismo y de la felicidad (aunque seas parado de larga duración, enfermo terminal, refugiado o vivas en la más absoluta miseria). Se exaltan las bondades del trabajo en grupo, de la creatividad y de la alegría, pero absolutamente nunca para la más genuina confluencia de esos elementos: la fiesta. ¿Cómo es posible que nos dejemos engañar de esa manera tan burda?
Reivindicar la fiesta quizá pueda parecer una ocurrencia fuera de lugar, más en momentos de crisis económica, social, política, etc. Pero en una sociedad como la nuestra, tan individualista (donde lo único que cuenta es la felicidad individual) y tan profundamente jerarquizada (en la que la imparable desigualdad esclerotiza la movilidad social y nos subsume en estructuras neofeudales), quizá deberíamos tomar muy en serio la promoción de cualquier forma de fiesta, de alegría colectiva, que no dañe a los demás.
Si este artículo le ha despertado un poco de interés y comienza a interesarse por la historia de la fiesta (le aseguro que el tema es inagotable y la bibliografía es generosa y muy interesante) quizá llegue a una de las conclusiones a la que he llegado yo: el elemento más hostil contra la alegría colectiva no es la religión o el capitalismo, sino la jerarquía social. En términos abstractos, la fiesta, como ritual que cohesiona el grupo, no es un problema. Sólo es percibido como tal si sus promotores y participantes son subordinados, es decir, de las clases trabajadoras para abajo, donde estamos la inmensa mayoría. Entonces sí puede suponer una amenaza, porque la fiesta es el más accesible y asequible medio que tenemos a nuestro alcance para sentir la vida comunitaria y empoderarnos, como se dice ahora.
Las élites siempre han sido conscientes del poder de la fiesta, por eso desde la Iglesia, pasando por revolucionarios como Robespierre o su compinche Saint-Just, hasta los neoliberales que gobiernan hoy el mundo, todos han temido a los grupos que celebran algo al margen de sus directrices. Históricamente las élites han puesto todo su empeño en dirigir o incluso eliminar cualquier grupo de gente que se una para celebrar la vida sin otro propósito aparente (y no hay mejor ejemplo de esto que la colonización). Porque intuyen que detrás de cualquier fortalecimiento de un grupo más o menos amplio de individuos puede haber, al menos potencialmente, material para una insurrección.
Las raves –posiblemente la última gran fiesta creada por el pueblo– encontraron un obstáculo legal en el Reino Unido cuando el gobierno del conservador John Major promulgó en 1994 la Criminal Justice and Public Order Act, cuya sección 63 convertía en ilegal cualquier concentración de más de diez personas en la que hubiera música caracterizada por la sucesión de ritmos repetitivos. Basta ese ejemplo para entender que la fiesta, como manifestación superior de la alegría colectiva, no es precisamente uno de los elementos de cohesión que promueven las élites. Lo que promueven son los espectáculos de masas (la pasividad) y el miedo. Posiblemente no esté en nuestras manos cambiar el mundo de un día para otro, pero sí lo está el montar una buena fiesta. Y cuando uno se suma a una conga no sabe dónde puede acabar.
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