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Generaciones

Mil novecientos ochenta y cuatro es el año de la era cristiana que comenzó después del 31 de diciembre de 1983. Se trata de un año muy especial para mí por una razón muy sencilla: porque nací. Puede que ocurrieran otras cosas importantes, pero yo no recuerdo ninguna. Una búsqueda rápida en Google para contextualizar: Indhira Gandhi murió asesinada y se celebraron los Juegos Olímpicos de Los Ángeles, en los que la Unión Soviética se negó a participar por cuestiones políticas. En clave nacional, el Athletic de Bilbao ganó la Liga y el paro en España rozaba el 18 por ciento, mira tú que barbaridad.

A fuerza de respirar unas cuantas veces por minuto y mantener domesticado mi ritmo cardiaco he conseguido llegar hasta 2016, donde ahora mismo queda el presente, aunque es un hecho contrastado que el presente sucede en forma de parpadeo y que en cuanto uno abre la boca ya es ayer. Para abreviar: tengo 31 años. A mi edad, Alejandro Magno ya había conquistado el mundo. Yo no he llegado a tanto, pero al menos sigo teniendo pelo. Y como la gran mayoría de mis compañeros de generación estoy bastante al margen del mundo en el que me ha tocado vivir.

El fenómeno está muy estudiado. Hay quien dice que somos una Generación Perdida. Yo prefiero hablar de Generación Puteada. Estamos tan preparados que nuestra supuesta preparación ha acabado por convertirse en un lugar común: sabemos inglés y estamos con el alemán, tenemos unos cuantos másters y manejamos las nuevas tecnologías sin dificultad. Hemos visto mundo, de Erasmus por media Europa, acumulamos años de experiencia en becas, contratos de prácticas y todo tipo de trabajos mal pagados. Y añoramos aquellos tiempos que no vivimos, en los que uno, dicen, podía llegar a ser 'mileurista'.

Tenemos: paro juvenil lindando el 50 por ciento, paro del normal en torno al 25, sueldos de echarse a reír y vidas laborales de echarse a llorar, o viceversa. La sanidad evoluciona hacia el mercadeo en negro de fármacos 'ful' y recetas recicladas. Y en cuanto te vas del país y te estableces fuera aprovechan para quitarte de un tijeretazo la cobertura médica. También la improvisación, los telefonazos desde Europa y la larga marcha hacia nadie sabe bien dónde. En pocas palabras: adiós sol y hola penumbra.

Somos hijos de una sociedad decadente y caemos en picado hacia el futuro. La decadencia es como la raya que divide la carretera en dos carriles. Se extiende siempre delante de ti. Es una sombra, una niebla que no puedes atrapar. Cuando lleguemos al futuro, la decadencia ya estará allí. Miraremos las ruinas con los brazos en jarra, como esos alpinistas que hacen cumbre y se asoman al vacío con la respiración entrecortada. Ante nosotros veremos escombros. Tendremos que abrirnos paso, barrer la ceniza, limpiar la acera de lastre para despejar el camino y reemplazar los cristales rotos de las ventanas. Igual lo hacemos. Igual no. A lo mejor no nos da la gana.

Igual nos encogemos de hombros y construimos directamente sobre los escombros como el insensato aquel de la Biblia que se puso a construir sobre el barro. Y que se venga todo abajo de una vez. Y que lo arregle el que venga después. Como el Shylock de Shakespeare, quién sabe si no pondremos en práctica todo cuanto hemos aprendido, quién sabe si no superaremos a nuestros maestros.

Mil novecientos ochenta y cuatro es el año de la era cristiana que comenzó después del 31 de diciembre de 1983. Se trata de un año muy especial para mí por una razón muy sencilla: porque nací. Puede que ocurrieran otras cosas importantes, pero yo no recuerdo ninguna. Una búsqueda rápida en Google para contextualizar: Indhira Gandhi murió asesinada y se celebraron los Juegos Olímpicos de Los Ángeles, en los que la Unión Soviética se negó a participar por cuestiones políticas. En clave nacional, el Athletic de Bilbao ganó la Liga y el paro en España rozaba el 18 por ciento, mira tú que barbaridad.

A fuerza de respirar unas cuantas veces por minuto y mantener domesticado mi ritmo cardiaco he conseguido llegar hasta 2016, donde ahora mismo queda el presente, aunque es un hecho contrastado que el presente sucede en forma de parpadeo y que en cuanto uno abre la boca ya es ayer. Para abreviar: tengo 31 años. A mi edad, Alejandro Magno ya había conquistado el mundo. Yo no he llegado a tanto, pero al menos sigo teniendo pelo. Y como la gran mayoría de mis compañeros de generación estoy bastante al margen del mundo en el que me ha tocado vivir.